2015
Agradecida por los convenios del templo
Febrero de 2015


Nuestro hogar, nuestra familia

Agradecida por los convenios del templo

La autora vive en Arizona, EE. UU.

¿Cómo era posible aliviar el dolor que sentía cuando el hijo que llevaba dentro iba a morir?

Cuando llegué a las catorce semanas de embarazo, los médicos nos explicaron que perdería el bebé por complicaciones en sus pequeños pulmones. La noticia fue devastadora; me sentí desolada, aterrada e insegura en cuanto al futuro. Esa noche, mi esposo y yo fuimos al templo con el corazón apesadumbrado y lágrimas en los ojos. Necesitábamos respuestas, guía y fortaleza, y sabíamos que en la serenidad del templo podíamos acercarnos al Señor. La paz que sentimos en la sala celestial nos dejó asombrados; supe que aun cuando el plan para ese bebé no fuera que se quedara en la Tierra, todo estaría bien.

Más tarde, de rodillas, volqué mi alma al Padre Celestial; le dije que aunque entendía que el plan no era que nuestro hijo permaneciera con nosotros, quería recibir ciertas bendiciones específicas, si era posible. También le prometí que si no me concedía mis deseos, no perdería la fe. Le supliqué que el niño se quedara conmigo un poco más, que viviera, aunque fuera un corto tiempo, hasta que toda nuestra familia pudiera tenerlo en sus brazos. Los médicos nos habían dicho que si, por un milagro, el bebé llegara a término, nacería morado; pero yo pedí que naciera con buen color para que sus hermanitos no tuvieran miedo de tenerlo en los brazos. Le pedí al Señor que nos hiciera recordar nuestros lazos eternos después de que el bebé, a quien habíamos decidido llamar Brycen, se fuera.

Al pasar las semanas, los doctores estaban asombrados ante el progreso de Brycen, pero nos advirtieron que era seguro que moriría después de nacer. Sentía un dolor indescriptible al saber que lo iba a perder, pero también estaba inmensamente feliz porque seguía creciendo. El llevar dentro de mí a aquel hijo que no iba a sobrevivir era una carga continua. Sufría cada vez que alguien me preguntaba si era varón o niña, o para cuándo esperaba, y tenía que fingir que todo era normal. Compramos un monitor para escuchar los latidos del corazón a diario, y siempre estábamos ansiosos por oír aquel preciado ritmo. Mi aflicción era enorme. La expiación del Salvador obtuvo un significado nuevo para mí: finalmente entendí, por experiencia propia, que Jesucristo no sufrió sólo por mis pecados, sino que también sintió toda tristeza, todo dolor. En calidad de mi Salvador, realmente llevó el peso de la carga conmigo para que nunca estuviera sola.

A las treinta y siete semanas de embarazo me interné en el hospital, sabiendo que con eso comenzaba oficialmente el proceso que concluiría con la muerte de Brycen. Era aterrador y, al mismo tiempo, hermoso. Los médicos nos dijeron que podría vivir de diez minutos a varios días. A pesar de mis temores, sentí la calma que me daba el Señor. Brycen Cade Florence nació el 27 de enero de 2012. Al verlo, me puse a llorar: su piel rosada, ¡tan precioso, tan perfecto!

Nuestros niños corrieron al cuarto para ver a su hermanito y tenerlo en brazos; habíamos contratado a un fotógrafo para que captara aquellos instantes. Brycen vivió sólo setenta y dos minutos, literalmente apenas lo suficiente para que cada uno de nosotros lo tuviera en los brazos y lo amara. Aquellos fueron los únicos momentos en que nuestra familia estuvo junta en esta Tierra, pero era todo lo que habíamos soñado. Los otros niños no podían despegarse de su hermanito, besándolo, cantándole y suplicándonos que los dejáramos tenerlo en los brazos. Nuestro hijito estuvo con nosotros lo bastante para recibir una bendición de su papá, algo que mi esposo tenía la esperanza de poder hacer y por lo que había orado.

Nuestra familia tiene el testimonio de que “el plan divino de felicidad permite que las relaciones familiares se perpetúen más allá del sepulcro” y que las ordenanzas del templo posibilitan “que las familias sean unidas eternamente” (La Familia: Una Proclamación para el Mundo, Liahona, noviembre de 2010, pág. 129). El tener una familia eterna lo es todo para nosotros. La parte más hermosa del Evangelio es que la muerte no nos separará nunca, sino que continuaremos el recorrido todos juntos.

Por medio de esa prueba, he llegado a comprender que Dios está en todos los detalles y que se interesa por nosotros, individualmente. Aunque vendrán pruebas y dificultades, Dios tiene el poder de hacerlas más fáciles de sobrellevar. Estoy más agradecida que nunca por el sellamiento en el templo con mi esposo, y porque nuestros hijos nacieron en el convenio. Gracias al hermoso plan de Dios para la familia, que incluye el sacrificio infinito del Salvador, podemos volver a estar juntos. Muchas veces me pregunto cómo habría podido soportar aquella aflicción sin el conocimiento de esa verdad eterna. Siento una gratitud indescriptible por el testimonio que recibí a causa de la breve vida de Brycen; Dios me ha abierto más plenamente los ojos y el corazón para ver Sus bendiciones.