La puerta que se llama bautismo
Ruego que cada uno de nosotros obtenga una comprensión más completa de la necesidad del bautismo; de la puerta que nos abre al proceso de conversión, que dura toda la vida; y del misericordioso amor expiatorio de nuestro Salvador.
Glen (el nombre es ficticio) había llevado una vida desordenada y llena de conflicto. Cuando era adolescente, se vio involucrado en pandillas, delitos y violencia. Al conocer a los misioneros, pensó que los conceptos en los que ellos creían eran demasiado buenos para ser verdad; pero, con el tiempo, llegó a saber con certeza que eran verdaderos y de mayor valor que cualquier cosa que él hubiera conocido.
Después de poner su vida en orden, de arrepentirse sinceramente y comenzar a vivir el Evangelio, entró en las aguas del bautismo. Había encontrado una nueva vida, llena de luz, paz y gozo; y estaba limpio ante el Señor.
Nefi dijo:
“Por tanto, haced las cosas que os he dicho que he visto que hará vuestro Señor y Redentor; porque por esta razón se me han mostrado, para que sepáis cuál es la puerta por la que debéis entrar. Porque la puerta por la cual debéis entrar es el arrepentimiento y el bautismo en el agua; y entonces viene una remisión de vuestros pecados por fuego y por el Espíritu Santo.
“Y entonces os halláis en este estrecho y angosto camino que conduce a la vida eterna; sí, habéis entrado por la puerta” (2 Nefi 31:17–18).
Estos versículos enseñan claramente que el bautismo, una señal santa de un convenio entre Dios y Sus hijos, es indispensable para nuestra salvación (véanse también Marcos 16:16; Hechos 2:38; 2 Nefi 9:23–24). En verdad, esta ordenanza es tan importante e indispensable que Jesús mismo fue bautizado para “cumplir toda justicia” (Mateo 3:15).
Es difícil malinterpretar la explicación de Nefi en cuanto a este punto: “Ahora bien, si el Cordero de Dios, que es santo, tiene necesidad de ser bautizado en el agua para cumplir con toda justicia, ¡cuánto mayor es, entonces, la necesidad que tenemos nosotros, siendo pecadores, de ser bautizados, sí, en el agua!” (2 Nefi 31:5).
Cuando nos bautizamos, testificamos al Padre que estamos dispuestos a concertar el convenio de “entrar en el redil de Dios y ser llamados su pueblo, y… llevar las cargas los unos de los otros para que sean ligeras;
“sí, y [estamos] dispuestos a llorar con los que lloran; sí, y a consolar a los que necesitan de consuelo, y ser testigos de Dios en todo tiempo, y en todas las cosas y en todo lugar en que [estemos], aun hasta la muerte, para que [seamos] redimidos por Dios, y [seamos] contados con los de la primera resurrección, para que [tengamos] vida eterna” (Mosíah 18:8–9).
Todos los domingos renovamos ese convenio al tomar la Santa Cena. Las palabras del convenio, tal como están en las oraciones sacramentales, invitan a los hijos del Padre Celestial a testificar “que están dispuestos a tomar sobre sí el nombre de [Su] Hijo, y a recordarle siempre, y a guardar sus mandamientos que él les ha dado, para que siempre puedan tener su Espíritu consigo” (D. y C. 20:77).
Una ordenanza introductoria
Aparte de testificar que estamos dispuestos a obedecer a Dios, el bautismo nos permite entrar en Su reino, que es la Iglesia de Jesucristo sobre la Tierra. La Guía para el Estudio de las Escrituras nos dice: “El bautismo por inmersión en el agua, efectuado por alguien que tenga la debida autoridad, es la ordenanza introductoria del Evangelio, y es necesario para ser miembro de La Iglesia de Jesucristo de los Santos de los Últimos Días”1.
El Salvador definió claramente el propósito del bautismo cuando le dijo a Nicodemo: “De cierto, de cierto te digo que el que no naciere de agua y del Espíritu no puede entrar en el reino de Dios” (Juan 3:5).
El bautismo autorizado es un requisito para morar en la presencia del Padre y del Hijo, pero me regocija el hecho de que también tenga otro propósito fundamental. El bautismo no sólo es la puerta para entrar en la Iglesia del Señor y, posteriormente, al reino celestial; es, además, la puerta hacia el proceso continuo, indispensable y precioso de llegar a ser “perfectos en Cristo” (Moroni 10:32, 33) que cada uno de nosotros necesita y desea. Este proceso, tal como lo describe el cuarto Artículo de Fe, comienza con la fe en el Señor Jesucristo, seguida del arrepentimiento y el “bautismo por inmersión para la remisión de los pecados”, después de lo cual se recibe el Espíritu Santo.
En términos sencillos, a ese proceso continuo lo llamamos conversión. Jesús se refirió a eso al comenzar su conversación con Nicodemo. En calidad de Gran Maestro, respondió la pregunta subyacente de Nicodemo sobre lo que debía hacer para salvarse al decirle: “De cierto, de cierto te digo que el que no naciere de nuevo no puede ver el reino de Dios” (Juan 3:3).
El nacer de nuevo requiere algo más que el bautismo, como lo explicó el élder David A. Bednar, del Quórum de los Doce Apóstoles:
“El nacer de nuevo espiritualmente [descrito en las Escrituras]… por lo general no ocurre de forma rápida ni todo a la vez, sino que es un proceso continuo, y no un acontecimiento único…
“Comenzamos el proceso de nacer de nuevo al ejercitar fe en Cristo, al arrepentirnos de nuestros pecados y al ser bautizados por inmersión para la remisión de los pecados por alguien que tiene la autoridad del sacerdocio”. Pero otros “pasos esenciales en el proceso de nacer de nuevo” son la “inmersión y la saturación totales en el evangelio del Salvador”2.
“Nacer de nuevo” es otra definición para la conversión; es tener “un corazón quebrantado y un espíritu contrito”, que fue lo que el Salvador describió como la única ofrenda que Él aceptará (véase 3 Nefi 9:19–20). Ciertamente, ninguno de nosotros podrá “ver” el reino de Dios hasta que haya “experimentado este gran cambio” en su corazón (Alma 5:14; véanse también Mosíah 5:2; Alma 5:26).
Este proceso, que conduce a la remisión de nuestros pecados, comienza con la fe suficiente para arrepentirnos y bautizarnos. Mormón explicó este punto cuando enseñó: “Y las primicias del arrepentimiento es el bautismo; y el bautismo viene por la fe para cumplir los mandamientos; y el cumplimiento de los mandamientos trae la remisión de los pecados” (Moroni 8:25).
Como muchos miembros de la Iglesia, yo no tuve la notable experiencia de conversión que han tenido Glen y otras personas. “Nací de buenos padres” (1 Nefi 1:1; véase también Enós 1:1) y me bautizaron a los ocho años. ¿Cómo puede una persona que se bautiza a los ocho años tener el mismo tipo de conversión que aquellos que se unen a la Iglesia cuando son mayores?
Una puerta a la conversión perdurable
Éste es uno de los conceptos más maravillosos que podemos llegar a entender sobre la puerta llamada bautismo: El bautismo no es el punto de destino, ni siquiera al ir acompañado por el elemento esencial del don del Espíritu Santo; es la puerta al proceso continuo de conversión verdadera y perdurable que dura toda una vida.
Como sucede con todo miembro nuevo, comienza con el bautismo, para demostrar el deseo sincero, basado en la fe, de hacer la voluntad del Padre; y continúa con un análisis detallado y sincero de todos nuestros pecados anteriores y un esfuerzo incondicional por dejar de cometerlos, confesarlos, hacer restitución —si es posible— y no volver a ellos jamás. Después del bautismo, recibimos el derecho a la compañía constante del Espíritu Santo, supeditado a que recordemos siempre al Salvador en todo lo que pensemos, hagamos y seamos. De ese modo se nos hace limpios (véase 2 Nefi 31:17).
Pero ¿qué pasa si cometemos pecados después de haber sido bautizados? ¿Está todo perdido? Gracias a Su misericordia, nuestro Padre ha tomado medidas en previsión de nuestras debilidades humanas. Podemos volver a iniciar el proceso de fe y esperanza en Cristo y de arrepentimiento sincero; pero en este caso y en los subsiguientes, como regla, no es necesario repetir la ordenanza del bautismo; en su lugar, el Señor ha proporcionado la ordenanza de la Santa Cena. Esa ordenanza nos da la oportunidad semanal de hacer un examen introspectivo (véase 1 Corintios 11:28) y de colocar simbólicamente nuestros pecados en el altar del Señor al arrepentirnos con sinceridad, procurar una vez más Su perdón y seguir adelante en vida nueva.
Ése es el proceso al que se refería el rey Benjamín cuando habló de “[despojarse] del hombre natural, y [hacerse] santo por la expiación de Cristo el Señor” (Mosíah 3:19). Es al hecho de librarnos de nuestras cargas y literalmente al proceso de exaltación a lo que se refería Pablo cuando dijo que “somos sepultados juntamente con él para muerte por medio del bautismo, a fin de que como Cristo resucitó de los muertos por la gloria del Padre, así también nosotros andemos en vida nueva…
“Sabiendo esto, que nuestro viejo hombre fue crucificado juntamente con él, para que el cuerpo del pecado sea deshecho, a fin de que no sirvamos más al pecado” (Romanos 6:4, 6).
Ése es el proceso continuo y acumulativo que nos permite regocijarnos con los ángeles en la misericordia y los méritos de Cristo (véase Alma 5:26). Comprende también el crecimiento espiritual que está a nuestra disposición al recibir las ordenanzas que se ofrecen en las ordenaciones del sacerdocio y en el templo, y al guardar los convenios relacionados con ellas.
Ruego que cada uno de nosotros obtenga una comprensión más completa de la necesidad del bautismo; de la puerta que nos abre al proceso de conversión, que dura toda la vida; y del misericordioso amor expiatorio de nuestro Salvador, que está “a la puerta” (Apocalipsis 3:20) y nos invita a entrar y morar con Él y con el Padre para siempre.