“Aunque el populacho nos mate”, capítulo 17 de Santos: La historia de La Iglesia de Jesucristo en los Últimos Días, tomo I, El estandarte de la verdad, 1815 – 1846, 2018
Capítulo 17: “Aunque el populacho nos mate”
Capítulo 17
Aunque el populacho nos mate
Cuando estalló la violencia en las calles de Independence, William McLellin huyó de su casa y se escondió en el bosque, aterrorizado por los populachos. Luego de destruir la imprenta de la Iglesia, la gente del condado de Jackson había saqueado la tienda de Sidney Gilbert y echado a muchos santos de sus casas. Algunos hombres habían sido capturados y azotados hasta sangrar1.
Con la esperanza de evitar correr con la misma suerte, William se quedó en el bosque durante días. Cuando se enteró de que un populacho estaba ofreciendo una recompensa en efectivo a cualquiera que los capturara a él o a otros miembros prominentes de la Iglesia, se escabulló hasta el asentamiento de la familia Whitmer a lo largo del río Big Blue, a varios kilómetros al oeste, y se mantuvo fuera de la vista.
Solo y asustado, William estaba atormentado con dudas. Había llegado a Independence creyendo que el Libro de Mormón era la palabra de Dios. Pero ahora su cabeza tenía precio. ¿Qué sucedería si un populacho lo encontraba? ¿Podría permanecer fiel a su testimonio del Libro de Mormón en ese caso? ¿Podría declarar su fe en el Evangelio restaurado? ¿Estaba dispuesto a sufrir y morir por él?
Mientras a William lo torturaban estas preguntas, se encontró con David Whitmer y Oliver Cowdery en el bosque. Aunque también había una recompensa por Oliver, los hombres tenían razones para creer que lo peor había pasado. La gente de Independence todavía estaba decidida a expulsar a los santos del condado, pero los ataques se habían detenido y algunos miembros de la Iglesia estaban regresando a sus hogares.
En busca de confirmación, William acudió a sus amigos. —Nunca en mi vida se me ha manifestado una visión —les dijo—, pero ustedes dicen que sí la han tenido. Él tenía que saber la verdad. —Díganme, por temor a Dios —exigió—: ¿ese Libro de Mormón es verdadero?
Oliver miró a William. —Dios envió a su santo ángel para declararnos la verdad de su traducción y, por lo tanto, nosotros lo sabemos —dijo—. Y aunque el populacho nos mate, aun así debemos morir declarando su verdad.
—Oliver te ha dicho la verdad solemne —dijo David—. Con toda la certeza, te declaro su verdad.
—Les creo —dijo William2.
El 6 de agosto de 1833, antes de enterarse de la magnitud de la violencia en Misuri, José recibió una revelación acerca de la persecución en Sion. El Señor les dijo a los santos que no temieran; Él había oído y registrado sus oraciones y prometió con un convenio que las respondería. “Todas las cosas con que habéis sido afligidos —aseguró el Señor a los santos—, obrarán juntamente para vuestro bien”3.
Tres días después, Oliver llegó a Kirtland con un informe completo de los ataques en Misuri4. Para apaciguar a los populachos, Edward Partridge y otros líderes de la Iglesia habían firmado un compromiso en el que le prometían al pueblo de Independence que los santos abandonarían el condado de Jackson para la primavera. Ninguno de ellos quería abandonar Sion, pero negarse a firmar el compromiso solamente habría puesto en mayor peligro a los santos5.
Horrorizado por la violencia, José aprobó la decisión de evacuar el lugar. Al día siguiente, Oliver les escribió a los líderes de la Iglesia en Misuri, indicándoles que buscaran otro lugar para establecerse. “Sean sabios en su selección —les aconsejó—. A la larga, comenzar en otro lugar no significará ningún daño para Sion”.
“Si estuviera con ustedes, tomaría parte activa en sus sufrimientos —agregó José al final de la carta—. Mi espíritu no me permitiría abandonarlos”6.
Después de eso, José permaneció conmocionado por días. Las terribles noticias habían llegado mientras él enfrentaba una intensa crítica en Kirtland. Ese verano, un miembro de la Iglesia llamado Doctor Philastus Hurlbut había sido excomulgado por comportamiento inmoral durante una misión. Pronto, Hurlbut había comenzado a hablar en contra de José en reuniones muy concurridas y a recaudar dinero de los críticos de la Iglesia. Con ese dinero, Hurlbut planeaba viajar a Nueva York para buscar historias que pudiera utilizar para avergonzar a la Iglesia7.
Sin embargo, por apremiantes que fueran los problemas en Ohio, José sabía que la situación en Misuri requería toda su atención. Al reflexionar sobre la violencia, José se dio cuenta de que el Señor no había revocado su mandato de edificar Sion en Independence ni había autorizado a los santos a renunciar a sus tierras en el condado de Jackson. Si abandonaban sus propiedades ahora o se las vendían a sus enemigos, recuperarlas sería casi imposible.
Desesperado por recibir instrucciones específicas para los santos de Misuri, José oró al Señor. “¿Qué más requieres de las manos de ellos —preguntó—, antes de que vengas y los salves?”. Esperó una respuesta, pero el Señor no le dio nuevas instrucciones para Sion.
El 18 de agosto, José le escribió personalmente a Edward y a otros líderes de Sion. “No sé qué decirles”, admitió. Les había enviado una copia de la revelación del 6 de agosto y les aseguró que Dios los libraría del peligro. “Tengo Su convenio inmutable de que ese será el caso —testificó José—, pero Dios se complace en retener de ante mis ojos los medios por los que exactamente se hará”.
Mientras tanto, instó José, los santos debían confiar en las promesas que el Señor ya les había hecho. Aconsejó a los santos que fueran pacientes, reconstruyeran la imprenta y la tienda y buscaran formas legales para recuperar sus pérdidas. También les imploró que no abandonaran la tierra prometida y les envió un proyecto más detallado para la ciudad.
“Es la voluntad del Señor —escribió—, que ni un solo metro de tierra comprada se les dé a los enemigos de Dios ni se les venda a ellos”8.
La carta de José le llegó a Edward a principios de septiembre y el obispo estuvo de acuerdo en que los santos no debían vender sus propiedades en el condado de Jackson9. Aunque los líderes del populacho habían amenazado con causarles daño a los santos si intentaban obtener una compensación por sus pérdidas, Edward recopiló relatos de los abusos que los santos habían sufrido ese verano y los envió al gobernador de Misuri, Daniel Dunklin10.
En privado, el gobernador sentía desprecio por los santos, pero los alentó a llevar sus agravios a los tribunales. “El nuestro es un gobierno de leyes”, les dijo. Si el sistema judicial del condado de Jackson no ejecutaba la ley de forma pacífica, los santos podían notificárselo y él intervendría para ayudar. Hasta entonces, sin embargo, recomendaba que confiaran en las leyes del país11.
La carta del gobernador hizo que Edward y los santos abrigaran esperanzas. Comenzaron a reconstruir su comunidad, y Edward y otros líderes de la Iglesia en Sion contrataron abogados de un condado vecino para que tomaran su caso12. Resolvieron que se defenderían a sí mismos y a sus propiedades en el caso de que fueran atacados13.
Los líderes de la ciudad de Independence estaban furiosos. El 26 de octubre, un grupo de más de cincuenta residentes votaron por forzar a los santos a salir del condado de Jackson tan pronto como pudieran14.
Cinco días después, al atardecer, los santos que estaban en el asentamiento Whitmer se enteraron de que hombres armados de Independence se dirigían hacia ellos. Lydia Whiting y su esposo, William, huyeron de su casa y llevaron a su hijo de dos años y a sus gemelas recién nacidas a una casa en la que otros miembros de la Iglesia se estaban juntando para defenderse.
A las diez en punto de la noche, Lydia oyó una conmoción afuera. Los hombres de Independence habían llegado y estaban derribando las cabañas. Se esparcieron por el asentamiento, arrojaron rocas a través de las ventanas y derribaron las puertas. Algunos hombres se subieron arriba de las casas y arrancaron los techos. Otros expulsaron a las familias de sus casas con palos.
Lydia oyó que el populacho se acercaba. A corta distancia de allí, rompieron la puerta de la casa de Peter y Mary Whitmer, donde muchos miembros de la Iglesia habían buscado refugio. Se oyeron gritos cuando algunos hombres con palos entraron por la fuerza en la casa. Las mujeres se apresuraron a tomar a sus hijos y suplicaron clemencia a sus atacantes. El populacho sacó a los hombres afuera y los golpeó con palos y látigos.
En la casa donde Lydia estaba escondida, el miedo y la confusión se apoderaron de los santos. Con pocas armas de fuego y sin un plan para defenderse, algunas personas entraron en pánico y huyeron, corriendo en busca de refugio en los bosques cercanos. Temiendo por su familia, Lydia les dio sus gemelas a dos muchachas que estaban acurrucadas junto a ella y las hizo correr en busca de seguridad. Luego levantó en brazos a su hijo y las siguió.
Afuera reinaba el caos. Las mujeres y los niños pasaban corriendo a toda velocidad por su lado al tiempo que el populacho derribaba más casas y hacían caer las chimeneas. Había hombres desplomados en el suelo, seriamente heridos y sangrando. Lydia apretó a su hijo contra su pecho y corrió hacia el bosque, perdiendo de vista a su esposo y a las muchachas que llevaban a sus bebés.
Cuando alcanzó la protección de los árboles, Lydia solo pudo encontrar a una de sus gemelas. Tomó a la bebé y se sentó con su niño pequeño, temblando en el frío del otoño. Desde su escondite, podían oír al populacho derribando su casa. En el transcurso de la larga noche, no tenía idea de si su esposo había logrado salir del asentamiento.
Por la mañana, Lydia salió cautelosamente del bosque y buscó a su esposo y a su bebé desaparecida entre los extenuados y afligidos santos del asentamiento. Para su alivio, la bebé resultó ilesa y William no había sido atrapado por el populacho.
En otras partes del asentamiento, otras familias volvían a juntarse. Nadie había muerto en el ataque, pero casi una docena de casas habían sido derribadas. Durante el resto del día, los santos revolvieron los escombros, tratando de salvar lo que quedaba de sus pertenencias, y atendieron a los heridos15.
En los siguientes cuatro días, los líderes de Sion instruyeron a los santos a reunirse en grupos grandes para defenderse de los ataques. Algunos populachos de Independence recorrían el campo, aterrorizando a los asentamientos periféricos. Los líderes de la Iglesia suplicaron a un juez local que detuviera a los populachos, pero este hizo caso omiso de ellos. El pueblo del condado de Jackson estaba decidido a expulsar hasta al último santo de entre ellos16.
Poco después, el populacho atacó nuevamente el asentamiento Whitmer, esta vez con más intensidad. Cuando Philo Dibble, de veintisiete años, oyó disparos en la dirección del asentamiento, él y otros santos de las cercanías corrieron en su defensa. Hallaron a cincuenta hombres armados a caballo, pisoteando maizales y dispersando a los asustados santos hacia el bosque.
Al ver a Philo y su compañía, el populacho disparó sus armas, hiriendo de muerte a un hombre. Los santos respondieron en masa los disparos, matando a dos de sus atacantes y dispersando al resto17. El humo de sus pistolas de pólvora negra llenó el aire.
Cuando el populacho se dispersó, Philo sintió un dolor en su abdomen. Al mirar hacia abajo vio que su ropa estaba rota y ensangrentada; había sido alcanzado por una bola de plomo y perdigones18.
Todavía sosteniendo su arma y la pólvora, se volvió a su casa tambaleando. Por el camino, vio a mujeres y niños acurrucados en casas destrozadas, escondiéndose de los populachos que amenazaban con matar a cualquiera que ayudara a los heridos. Débil y sediento, Philo avanzó a tropezones hasta que llegó a la casa donde se escondía su familia.
Cecelia, su esposa, vio su herida y salió disparada hacia el bosque, desesperada por buscar ayuda. Se perdió y no encontró a nadie. Cuando regresó a la casa, dijo que la mayoría de los santos había huido a cinco kilómetros al asentamiento donde vivían los santos de Colesville19.
Otros santos estaban esparcidos por el campo, escondiéndose en los maizales o deambulando por la interminable pradera20.
Mientras los santos luchaban contra los populachos a lo largo del río Big Blue, Sidney Gilbert compareció ante un juez en el juzgado de Independence junto con Isaac Morley, John Corrill, William McLellin y algunos otros santos. Los hombres habían sido arrestados después de que un hombre al que capturaron mientras saqueaba la tienda de Sidney los acusó de agresión y detención ilegal cuando intentaron arrestarlo.
La sala del juzgado estaba repleta mientras el juez escuchaba su caso. Con todo el pueblo alborotado por la decisión de los santos de defender sus derechos y propiedades, Sidney y sus amigos tenían pocas razones para esperar tener una audiencia justa. El juicio dio la sensación de ser una farsa.
Mientras el juez escuchaba los testimonios, llegaron rumores falsos a Independence que decían que los santos habían masacrado a veinte habitantes de Misuri en el río Big Blue. La ira y la confusión llenaron el juzgado cuando los espectadores pidieron a los gritos que se linchara a los prisioneros. No dispuesto a entregarlos al populacho, uno de los secretarios del tribunal ordenó que se enviara a los hombres de regreso a la cárcel para que tuvieran protección, antes de que la multitud pudiera asesinarlos21.
Esa noche, después de calmarse los ánimos, William permaneció en la cárcel mientras que el alguacil y dos de sus ayudantes escoltaron a Sidney, Isaac y John a una reunión con Edward Partridge. Los líderes de la Iglesia analizaron sus opciones. Sabían que tenían que dejar el condado de Jackson rápidamente, pero detestaban dejar sus tierras y hogares en manos de sus enemigos. Al final, decidieron que era mejor perder sus propiedades que sus vidas; tenían que abandonar Sion22.
Su conversación terminó a las dos de la mañana y el alguacil llevó a los prisioneros de nuevo a la cárcel. Cuando llegaron, media docena de hombres armados los estaban esperando.
“¡No disparen! ¡No disparen!”, gritó el alguacil cuando vio al populacho.
Los hombres apuntaron con sus armas a los prisioneros y John e Isaac echaron a correr. Algunos del populacho les dispararon pero fallaron. Sidney se mantuvo firme mientras otros dos hombres se le acercaban y le apuntaban al pecho con sus armas. Sidney se preparó; oyó los martillos chasquear y vio un destello de pólvora.
Aturdido, buscó heridas en su cuerpo pero descubrió que estaba ileso. Una de las pistolas se había roto y la otra había fallado. El alguacil y sus ayudantes lo llevaron apresuradamente a la seguridad de la celda23.
Gran parte del condado de Jackson se estaba movilizando ahora para la batalla. Mensajeros recorrían el campo reclutando hombres armados para ayudar a expulsar a los santos de la región. Un miembro de la Iglesia llamado Lyman Wight, mientras tanto, lideraba una compañía de cien santos, algunos equipados con armas y otros con palos, que iba hacia Independence para rescatar a los prisioneros.
Para evitar más derramamiento de sangre, Edward comenzó a preparar a los santos para abandonar el condado. El alguacil liberó a los prisioneros y Lyman disolvió su compañía. Se convocó a la milicia del condado para mantener el orden mientras los santos abandonaban sus hogares pero, como la mayoría de los hombres de la milicia habían tomado parte en los ataques a los asentamientos, hicieron poco para evitar más violencia24.
No había nada que los santos pudieran hacer ahora, salvo huir.
El 6 de noviembre, William Phelps escribió a los líderes de la Iglesia en Kirtland. “Es un momento horrible —les dijo—. Hombres, mujeres y niños huyen, o se preparan para huir, en todas direcciones”25.
La mayoría de los santos se abrieron paso hacia el norte, cruzando el glacial río Misuri hasta el vecino condado de Clay, donde los dispersos integrantes de las familias volvían a juntarse. El viento y la lluvia los azotaban y, luego, comenzó a nevar. Una vez que los santos cruzaron el río, Edward y otros líderes instalaron tiendas de campaña y construyeron toscos refugios de troncos para protegerlos de los elementos26.
Demasiado herido como para huir, Philo Dibble languidecía en su casa cerca del asentamiento Whitmer. Un médico le dijo que moriría, pero él se aferró a la vida. Antes de dirigirse al norte, David Whitmer le envió un mensaje a Philo prometiéndole que viviría. Luego llegó Newel Knight, se sentó al lado de su cama y silenciosamente puso su mano sobre la cabeza de Philo.
Philo sintió que el Espíritu del Señor descansaba sobre él. Al extenderse el sentimiento por su cuerpo, supo que sanaría. Se puso de pie y de sus heridas manó sangre y salieron jirones de tela. Luego se vistió y salió fuera por primera vez desde la batalla. En lo alto, vio innumerables estrella fugaces que surcaban el cielo nocturno27.
En el campamento junto al río Misuri, los santos salieron de sus tiendas y refugios improvisados para ver la lluvia de meteoritos. Edward y su hija Emily observaron con deleite cómo las estrellas parecían caer en cascada a su alrededor como una fuerte lluvia de verano. Para Emily, fue como si Dios hubiera enviado las luces para animar a los santos en sus aflicciones.
Su padre pensaba que eran señales de la presencia de Dios, una razón para regocijarse en medio de tanta tribulación28.
En Kirtland, un llamado a la puerta despertó al Profeta. Oyó una voz que decía: “Hermano José, levántese y venga a ver las señales en el cielo”.
José se levantó y miró hacia afuera, y vio los meteoritos cayendo del cielo como piedras de granizo. “¡Cuán maravillosas son tus obras, oh Señor!”, exclamó, al recordar las profecías del Nuevo Testamento acerca de estrellas que caerán del cielo antes de la Segunda Venida, cuando el Salvador regresará y reinará mil años en paz.
“Te doy gracias por Tu misericordia hacia mí, Tu siervo —oró—. Oh Señor, sálvame en tu reino”29.