Historia de la Iglesia
Capítulo 12: Esta terrible guerra


“Esta terrible guerra”, capítulo 12 de Santos: La historia de la Iglesia de Jesucristo en los últimos días, tomo III, Valerosa, noble e independiente, 1893–1955, 2021

Capítulo 12: “Esta terrible guerra”

Capítulo 12

Esta terrible guerra

Soldado agazapado en una trinchera de la Primera Guerra Mundial.

El buque Scandinavian y sus pasajeros llegaron a salvo a Montreal a finales de septiembre de 1915. Luego, Hyrum M. Smith suspendió las travesías trasatlánticas de los miembros de la Iglesia, mientras la Primera Presidencia y él decidían la manera más segura de transportar a misioneros y emigrantes. Después de que el gobierno alemán estuviera de acuerdo en dejar de atacar a los transatlánticos británicos, Hyrum reanudó el envío de santos en barcos de esa nación hasta la primavera de 1916, cuando sintió la impresión de acomodar a los santos solamente en barcos de naciones neutrales.

“El riesgo de viajar en barcos de naciones beligerantes es demasiado grande —escribió en su diario—, y no puedo permitirme soportar más tiempo la responsabilidad de asumir riesgos de ese calibre”1.

Mientras tanto, en Lieja, Bélgica, Arthur Horbach y sus hermanos de la Iglesia trabajaban para mantener unida su pequeña rama. El caos se había apoderado de Bélgica, ya que las tropas alemanas habían invadido el país. Mataban a civiles, torturaban a prisioneros, saqueaban y quemaban casas y pueblos, y sofocaban severamente toda forma de resistencia. Día y noche, soldados ebrios aterrorizaban las ciudades, nadie estaba a salvo de la violencia.

Durante los primeros diez meses de la ocupación alemana, los miembros de la Rama Lieja apenas se atrevían a reunirse para celebrar sus servicios de adoración. Sin embargo, en la primavera de 1915, después de esconderse varios meses, Arthur y los otros dos poseedores del sacerdocio de la rama, Hubert Huysecom y Charles Devignez, decidieron intentar llevar a cabo las reuniones de manera regular nuevamente.

Marie Momont, una mujer mayor de la rama, abrió su hogar a los santos. Después de unas semanas, las reuniones se trasladaron a la casa de Hubert y su esposa, Augustine. Su casa era más espaciosa y estaba situada a medio camino entre Lieja y la vecina ciudad de Seraing, lo cual la convertía en un lugar ideal de recogimiento para los santos de ambas ciudades. Como maestro del Sacerdocio Aarónico, Hubert ostentaba el oficio más alto del sacerdocio en la ciudad, por lo que se hizo cargo de la rama. Asimismo, prestó servicio como presidente de la Escuela Dominical2.

Arthur fue nombrado como secretario y tesorero de la rama, convirtiéndose en responsable de llevar los registros y la contabilidad. Él y un miembro de la Iglesia de Seraing ayudaron también a Charles Devignez a enseñar clases de la Escuela Dominical. Tres mujeres de la rama, Juliette Jeuris-Belleflamme, Jeanne Roubinet y Guillermine Collard, supervisaban la Primaria. Además, la rama empezó a operar una pequeña biblioteca.

Al poco tiempo, los miembros de Lieja se pusieron en contacto con un élder y un presbítero Santos de los Últimos Días, que vivían en Villers-le-Bouillet, un pequeño pueblo a más de 32 kilómetros (20 millas) de distancia. Los dos hombres visitaban la rama una vez al mes, dando a los santos de Lieja la oportunidad de participar de la Santa Cena y recibir bendiciones del sacerdocio.

Al sufrir hambre, miseria y privaciones, algunos santos de Lieja se desanimaron y fueron hostiles hacia otros miembros de la rama. Luego, ese verano, la oficina de la Misión Europea comenzó a enviar fondos para socorrer a los pobres y necesitados. A pesar de las penurias, la mayoría de los santos de la rama pagaban el diezmo y, a medida que persistían los días oscuros, se apoyaron en el Evangelio restaurado, el Espíritu del Señor y los unos en los otros.

Además, continuaron compartiendo el Evangelio con sus vecinos, algunos de los cuales fueron bautizados en medio del caos. Aun así, los miembros de la rama perdieron la estabilidad que habían disfrutado antes de la invasión3.

—Durante esta terrible guerra, hemos contemplado muchas veces la manifestación del poder del Todopoderoso —informó Arthur—; las ramas se encuentran en buen estado, pero anhelamos el regreso de los misioneros4.


El 6 de abril de 1916, el primer día de la conferencia general anual de la Iglesia en Salt Lake City, el presidente Charles W. Penrose habló acerca de la Trinidad. Él y los demás miembros de la Primera Presidencia recibían a menudo cartas sobre disputas doctrinales entre los miembros de la Iglesia, la mayoría de las cuales se resolvían con facilidad. Sin embargo, últimamente, la Presidencia estaba preocupada por las preguntas que recibían en cuanto a la identidad de Dios el Padre.

—Todavía persiste —señaló el presidente Penrose en su discurso—, entre algunas personas la idea de que Adán era y es el Dios Todopoderoso y Eterno5.

Tal creencia surgió a raíz de algunas declaraciones que Brigham Young había formulado durante el siglo XIX6. De hecho, los críticos de la Iglesia habían aprovechado las declaraciones del presidente Young para afirmar que los Santos de los Últimos Días adoraban a Adán7.

Hacía poco tiempo, la Primera Presidencia había intentado aclarar la doctrina sobre la Trinidad, Adán y el origen de la humanidad. En 1909, publicaron una declaración que había redactado el apóstol Orson F. Whitney sobre “The Origin of Man” [El origen del hombre], la cual establecía verdades acerca de la relación entre Dios y Sus hijos.— “Todos los hombres y mujeres —declararon—, son a semejanza del Padre y la Madre universales, y son literalmente hijos e hijas de la Deidad”. También declaraba que Adán era un “espíritu preexistente” antes de que recibiera un cuerpo mortal en la tierra y llegara a ser el primer hombre y el “gran progenitor” de la familia humana8.

Asimismo, habían encomendado a los líderes y eruditos de la Iglesia publicar nuevos libros doctrinales para utilizarlos en las clases de la Escuela Dominical y en las reuniones de cuórum del sacerdocio. Dos de estas obras, Rational Theology [Teología racional], de John Widtsoe y Jesús el Cristo, del apóstol James E. Talmage, exponían las enseñanzas oficiales de la Iglesia sobre Dios el Padre, Jesucristo y Adán. Ambos libros distinguían con claridad entre Dios el Padre y Adán, al mismo tiempo que recalcaban la manera en que la expiación de Jesucristo superó los efectos negativos de la caída de Adán9.

Ahora, cuando el presidente Penrose se dirigió a los santos en la conferencia general, señaló varios versículos de Escrituras antiguas y modernas para mostrar que Dios el Padre y Adán no eran el mismo ser. “¡Que Dios nos ayude a ver y entender la verdad y a evitar el error! —imploró al concluir sus palabras—, y no dejemos que las emociones sean demasiado fuertes respecto a nuestras opiniones en diferentes temas. Intentemos estar en lo correcto”10.

Poco después de la conferencia, la Primera Presidencia y el Cuórum de los Doce Apóstoles estuvieron de acuerdo en que los santos necesitaban una declaración definitiva sobre la Deidad. Ese verano, el élder Talmage les ayudó a redactar “The Father and the Son” [El Padre y el Hijo], una exposición doctrinal sobre la naturaleza, la misión y la relación entre Dios el Padre y Jesucristo11.

En la declaración, testificaban que Dios el Padre era Elohim, el padre espiritual de toda la humanidad. Afirmaban también que Jesucristo era Jehová, el Primogénito del Padre y el hermano mayor de todas las mujeres y los hombres. Ya que había efectuado el plan de Su Padre de la Creación, Jesús era asimismo el Padre del cielo y de la tierra. Por este motivo, las Escrituras a menudo se refieren a Él con el título de Padre, para describir Su relación única con el mundo y todas las personas en él.

La Primera Presidencia también explicó de qué forma Jesús era un padre espiritual para aquellos que habían nacido de nuevo por medio de Su evangelio. “Si es apropiado referirse a los que aceptan el Evangelio y permanecen en él como hijos e hijas de Cristo —declararon—, es por consiguiente apropiado referirse a Jesucristo como Padre de los justos”.

Por último, expresaron con claridad la manera en que Jesucristo actuó en el nombre del Padre al servir como representante de Elohim. “En lo que respecta a potestad, autoridad y divinidad —afirmaron—, Sus palabras y acciones fueron y son las del Padre”12.

El 1 de julio, “El Padre y el Hijo” apareció en Deseret Evening News [periódico Deseret Evening News]. Ese mismo día, Joseph F. Smith escribió a su hijo Hyrum M. Smith, el cual se hallaba en Liverpool, deseoso de que él compartiese la nueva declaración con los santos de otros países. “Esta es la primera vez que se lleva a cabo esta tarea —señaló—. Espero que lo apruebes y hagas que se imprima con cuidado y esmero”13.


Ese verano, en el noreste de Francia, el ejército alemán y el francés se enzarzaron en otro enfrentamiento sangriento sin que hubiera vencedores, esta vez a las afueras de la ciudad fortificada de Verdún. Con la esperanza de romper la determinación de los franceses, el ejército alemán había bombardeado las defensas de la ciudad y atacado con cientos de miles de efectivos. Los franceses opusieron una feroz resistencia y, luego, siguieron meses de una guerra inútil de trincheras14.

Entre los soldados alemanes que luchaban en Verdún se encontraba Paul Schwarz, de cuarenta años. Paul era cobrador de facturas y vendedor de máquinas de coser del oeste de Alemania, y había sido reclutado por el ejército el año anterior. Para ese entonces, prestaba servicio como presidente de una pequeña rama de la Iglesia en el pueblo de Barmen, donde residía junto con su esposa Helene y sus cinco hijos pequeños. Paul era un hombre amante de la paz, pero creía que era su deber servir a su país. Se había llamado a otro poseedor del Sacerdocio de Melquisedec a ocupar su lugar en la rama y, poco después, Paul se encontraba en el frente de batalla15.

En Verdún, los terrores eran constantes. Al principio de la batalla, los alemanes atacaron las líneas francesas con artillería antes de enviar tropas con lanzallamas para despejar el camino a la columna de infantería que avanzaba, pero los franceses eran más fuertes de lo que los alemanes esperaban, y las bajas en ambos bandos se contaron por cientos de miles16. En marzo de 1916, poco después de que el regimiento de Paul llegara a Verdún, su comandante murió en combate, pero Paul se mantuvo ileso. Posteriormente, cuando transportaba granadas, alambre de espino y otros materiales de guerra al frente, se sintió inspirado a ponerse a la cabeza de la compañía. Rápidamente se apresuró a adelantarse a la línea, justo antes de que un avión lanzara bombas en el lugar donde había estado caminando17.

Otros soldados Santos de los Últimos Días que él conocía no fueron tan afortunados, un recordatorio de que Dios no siempre preserva la vida a los fieles. El año anterior, la revista de la Iglesia en alemán, Der Stern [La Estrella], informó que Hermann Seydel, de dieciocho años, había muerto en el frente oriental de la guerra. Hermann era de la rama de Paul. “Era un joven ejemplar y un miembro diligente de la Iglesia de Jesucristo, cuyo recuerdo vivirá en todos los que lo conocieron”, decía su obituario18.

Antes de la guerra, Paul siempre había estado dispuesto a compartir el Evangelio. Tanto él como su esposa habían obtenido testimonios de la Restauración después de leer folletos misionales. Ahora, Helene le había enviado folletos Santos de los Últimos Días, y él los repartió a los hombres de su unidad. Los soldados leían con frecuencia los folletos para pasar el tiempo antes del siguiente ataque, y eso inspiró a algunos de los hombres a orar19.

La batalla de Verdún, así como innumerables batallas en otros frentes de la guerra, continuaron a lo largo de 1916. Las tropas se agazapaban en las tenebrosas y asquerosas trincheras, librando una batalla infernal tras otra en medio del lodo y el alambre de espino de “la tierra de nadie”: el desolado terreno de la muerte que separaba los ejércitos. Paul y otros soldados Santos de los Últimos Días de ambos lados del conflicto se aferraron a su fe y hallaron esperanza en el Evangelio restaurado, mientras oraban para que finalizara la contienda20.


En tanto que la guerra desolaba toda Europa, la revolución en México seguía sin tregua. En San Marcos, las tropas zapatistas que habían ocupado la ciudad un año antes se habían ido. Sin embargo, el recuerdo de sus actos violentos todavía seguían marcando a la familia Monroy y a su rama de la Iglesia.

La noche de la invasión zapatista de San Marcos, Jesusita de Monroy estaba de camino para hablar con un líder rebelde, con la esperanza de que él pudiera ayudarla a liberar a sus hijos encarcelados, cuando escuchó los fatídicos disparos. Al regresar rápidamente a la prisión, encontró a su hijo Rafael y a Vicente Morales, también Santo de los Últimos Días, muertos, víctimas de las balas rebeldes.

Con angustia, ella gritó en la noche, y sus lamentos fueron lo suficientemente fuertes como para que sus hijas la oyeran en el cuarto donde estaban retenidas.

—¡Qué hombre valiente! —exclamó alguien cerca de ella.

—¿Pero qué encontraron en su casa? —preguntó otra persona.

Jesusita podría haber contestado esa pregunta, ya que los zapatistas habían buscado armas en las propiedades de su hijo, y no habían encontrado nada, porque Rafael y Vicente eran inocentes.

A la mañana siguiente, ella y la esposa de Rafael, Guadalupe, persuadieron al comandante rebelde de liberar a sus tres hijas, Natalia, Jovita y Lupe. Entonces, las mujeres fueron a retirar los restos mortales de Rafael y Vicente. Los zapatistas habían dejado los cuerpos afuera y se había formado una gran multitud de habitantes del pueblo a su alrededor. Dado que nadie parecía estar dispuesto a ayudar a trasladar los cuerpos de regreso a la casa de Monroy, Jesusita y sus hijas reclutaron a los pocos hombres que trabajaban en el rancho de Rafael para que las ayudaran

Casimiro Gutiérrez, a quien Rafael había ordenado al Sacerdocio de Melquisedec, dirigió el funeral en la casa. Posteriormente, algunas mujeres de la ciudad, incluso algunas que habían hablado en contra de los santos, aparecieron en la puerta con aire de culpabilidad y ofrecieron sus condolencias, pero la familia Monroy no halló consuelo en sus palabras21.

A Jesusita le costaba saber qué hacer a continuación. Durante un tiempo, pensó en mudarse de San Marcos. Algunos de sus parientes invitaron a la familia a vivir con ellos, pero ella rechazó su oferta. “No puedo decidir hacerlo —le dijo al presidente de misión, Rey L. Pratt, en una carta—, no estaremos bien vistos por el momento, ya que en estos pequeños pueblos no hay tolerancia ni libertad de religión”22.

La misma Jesusita quería mudarse a los Estados Unidos, tal vez al estado de Texas, en la frontera. Sin embargo, el presidente Pratt, que estaba supervisando la Misión Mexicana desde su casa en Manassa, Colorado, le advirtió que no se mudara a un lugar donde la Iglesia no estuviera bien establecida. Si le resultaba necesario mudarse, le aconsejó que buscara un lugar entre los santos con un buen clima y la oportunidad de ganarse la vida.

El presidente Pratt también la animó a permanecer fuerte. “Su fe —escribió—, ha sido una de las mayores inspiraciones en mi vida”23.

Un año después de la muerte de su hijo, Jesusita aún vivía en San Marcos. Casimiro Gutiérrez era el presidente de la rama. Él era un hombre sincero que deseaba hacer lo mejor por la rama, pero a veces le costaba vivir el Evangelio y le faltaba el talento de Rafael para dirigir a las personas. Afortunadamente, otros santos de la rama y de los alrededores se aseguraron de que la Iglesia se mantuviera fuerte en San Marcos24.

El primer domingo de julio de 1916, los santos llevaron a cabo una reunión de testimonios, y cada miembro de la rama dio testimonio del Evangelio y de la esperanza que les infundía. Y el 17 de julio, en el aniversario de los asesinatos, se reunieron nuevamente para recordar a los mártires. Cantaron un himno sobre la segunda venida de Jesucristo y Casimiro leyó un capítulo del Nuevo Testamento. Otro miembro de la rama comparó a Rafael y Vicente con el mártir Esteban, que murió por su testimonio de Cristo25.

Guadalupe Monroy también habló. Después de que se expulsara a los zapatistas de la región, uno de los capitanes carrancistas rivales le prometió que intentaría vengarse del hombre que fue responsable de la ejecución de su esposo. “¡No! —le dijo—, no quiero que otra mujer desafortunada tenga que llorar en su soledad como yo”. Ella creía que Dios haría justicia en Su propio tiempo26.

Ahora, en el aniversario de la muerte de su esposo, ella testificó que el Señor le había dado fortaleza para sobrellevar su dolor. “Mi corazón siente gozo y esperanza en las hermosas palabras del Evangelio para aquellos que mueren fieles al guardar sus leyes y mandamientos”, dijo ella27.

Del mismo modo, Jesusita siguió siendo un pilar de fe para su familia. “Nuestros pesares han sido gravosos —le aseguró al presidente Pratt— , pero nuestra fe es fuerte y nunca abandonaremos esta religión”28.


Mientras tanto, en Europa, el apóstol George F. Richards reemplazó a Hyrum M. Smith como presidente de la Misión Europea29. Antes de que Ida Smith regresara con su esposo a los Estados Unidos, escribió una nota de despedida y gratitud a sus hermanas de la Sociedad de Socorro en Europa.

“En los últimos dos años hemos visto el despertar de un profundo interés en la causa de la Sociedad de Socorro —escribió—, hay muchos motivos para esperar que la obra continúe aumentando y que se convierta cada vez más en un poder para el bien”.

Bajo su liderazgo, la Sociedad de Socorro había crecido hasta llegar a ser más de dos mil mujeres en toda Europa. Muchas unidades locales prosperaron como nunca lo habían hecho antes, combinando sus esfuerzos con la Cruz Roja y otras organizaciones para aliviar la pobreza y el sufrimiento de sus vecinos durante la guerra. Al final de su misión, Ida había organizado sesenta y nueve Sociedades de Socorro nuevas.

Ahora esperaba que ellas pudieran extender todavía más su influencia. “El campo en el que hay que trabajar es extenso —escribió—, y espero que todas las hermanas aprovechen todas las oportunidades de que disponen para darse a conocer y que su influencia se perciba en un círculo tan amplio como sea posible”. Al saber que la guerra había privado a ramas de misioneros y líderes del sacerdocio, alentó de manera específica a las mujeres a encontrar tiempo para distribuir folletos misionales.

“Esto se ha hecho en algunos casos con un efecto espléndido —escribió—, se han abierto muchas puertas para la predicación del Evangelio de esta forma”30.

En otoño de 1916, el presidente Richards apoyó los esfuerzos de las mujeres locales de prestar servicio como misioneras en los pueblos y ciudades donde vivían. Instruyó a los líderes de la misión a que llamaran a “damas misioneras”, que las sostuvieran en conferencias, las apartaran y les entregaran certificados misionales. También recomendó dar a las mujeres responsabilidades de rama, como orar y discursar en las reuniones sacramentales, tareas que efectuaban los hombres antes de la guerra31.

En Glasgow, Escocia, más de una docena de mujeres fueron llamadas a servir en misiones locales, entre ellas Isabella Blake, la presidenta de la Sociedad de Socorro de la rama. Isabella tenía gran respeto por Ida Smith y, siguiendo su ejemplo, trabajó junto con su Sociedad de Socorro y con otras iglesias para proporcionar ropa a soldados y marineros. Cuando enviaban artículos a las líneas del frente, agregaban mensajes de compasión y ánimo para las tropas. También consolaron a las muchas mujeres afligidas de Glasgow que habían perdido a seres queridos en la guerra, y oraban constantemente para que finalizara el terrible conflicto32.

Ida le había dicho una vez a Isabella: “Hagas lo que hagas, siempre mantén vivo el lado espiritual”. Isabella trató de mantener ese consejo en mente al asumir sus responsabilidades. Todas las nuevas misioneras tenían empleos durante el día, y algunas eran esposas y madres. La propia Isabella tenía cinco hijos y esperaba al sexto. El tiempo libre que tenían —en su medio día semanal de descanso del trabajo o los domingos— pasaban tiempo repartiendo folletos, enseñando el Evangelio, efectuando reuniones de la Sociedad de Socorro o prestando servicio como visitar a soldados heridos en hospitales33.

Del mismo modo que otras misioneras antes que ellas, las mujeres de Glasgow lograron llegar a personas que desconfiaban de los élderes estadounidenses. Los vecindarios de clase obrera de su ciudad resultaron ser un campo fructífero para el mensaje del Evangelio, y como conversa local, Isabella podía testificar de su propia experiencia con el Evangelio. Al hablar con las personas de su ciudad, Isabella vio que eran bondadosos y que anhelaban encontrar la verdad.

—Solo nosotros, un pequeño puñado de personas en este mundo densamente poblado, hemos recibido este conocimiento revelado sobre la renovación de la relación familiar del otro lado —testificó—. Sabemos que el Señor ha abierto el camino para que, al cumplir Sus requisitos, la esposa sea restaurada a su esposo y al esposo a su esposa, y de nuevo sean uno en Cristo Jesús34.

El buen espíritu entre los santos de Glasgow contribuyó a su éxito. Trabajando junto a los pocos hombres que quedaban en su rama, Isabella y sus compañeras misioneras trajeron de vuelta a muchas personas que habían dejado la Iglesia. Además, la Sociedad de Socorro pasó de tener dos reuniones al mes a cuatro. Isabella valoraba sobre todo sus reuniones de testimonio. “Algunas noches no sentimos deseos de terminarlas”, informó.

Los logros de la Rama Glasgow y sus recién llamadas misioneras, hicieron que Isabella deseara que la Iglesia se estableciera mejor en la ciudad. “Si tuviéramos una pequeña iglesia aquí, que se pudiera mantener con el único propósito de adorar a Dios y efectuar bautismos —escribió a las oficinas de la misión—, creo que sería la mejor rama de la Misión Británica”35.