Capítulo 35
No podemos fracasar
A comienzos de la década de 1950, la guerra fría entre los Estados Unidos y la Unión Soviética iba creciendo en intensidad. Bajo la influencia soviética, los nuevos gobiernos comunistas en Europa central y del este estaban cerrando sus fronteras y cambiando su modo de vida social y económico. Al mismo tiempo, varios países de Europa occidental se alineaban con los Estados Unidos y Canadá, para defenderse contra posibles ataques de los países comunistas. Y había empezado una carrera por fabricar y almacenar armas luego que la Unión Soviética llevara a cabo su primera prueba exitosa de armas nucleares, alarmando al mundo con la detonación de una bomba como las que Estados Unidos había usado contra Japón en la guerra1.
En Checoslovaquia, los líderes de la misión, Wallace y Martha Toronto, se preparaban para una posible expulsión. El gobierno comunista del país, que seguía vigilándolos a ellos y a sus misioneros, recientemente había aprobado una ley que restringía la libertad religiosa y prohibía que extranjeros sirvieran como líderes religiosos en la nación. El número de misioneros Santos de los Últimos Días obligados a abandonar el país ahora ascendía a doce, y solo era cuestión de tiempo hasta que el régimen expulsara al resto.
Wallace le escribió a la Primera Presidencia acerca de la crisis, y le aconsejaron que enviara fuera de Checoslovaquia a su familia y a la mayoría de los misioneros que quedaban. Sin embargo, el presidente George Albert Smith y sus consejeros aun esperaban que Wallace y uno o dos élderes que servían como asistentes obtuvieran un permiso para permanecer en el país.
—Han sido leales y valientes —le dijo la Primera Presidencia—. Continuaremos pidiendo al Señor que Él les dé guía divina, confiando en que Su poder superior proteja y haga prosperar Su Iglesia en aquella tierra escogida2.
El lunes 30 de enero, miembros de la Rama Prostějov informaron a Wallace que dos misioneros que servían en su ciudad, Stanley Abbott y Aldon Johnson, no se habían presentado en la Escuela Dominical el día anterior. Al principio los santos asumieron que los misioneros habrían perdido el tren, o que se hubieran retrasado por la intensa nevada. Pero los miembros de la rama se habían enterado entre tanto que el apartamento de los élderes había sido registrado, y que la policía secreta había interrogado a un Santo de los Últimos Días local. Ahora, todos temían lo peor.
Wallace se comunicó con la embajada estadounidense, e inmediatamente partió hacia Prostějov. A través de canales diplomáticos, se enteró de que los élderes habían sido encarcelados por tratar de visitar a un miembro de la Iglesia en un campo de trabajos forzados.
Pasaron días y luego fueron semanas, en tanto que el gobierno checoslovaco se rehusaba a comunicarse directamente con Wallace. La policía local de Prostějov prohibió a los santos realizar reuniones en la ciudad, y algunos miembros de la rama eran interrogados y hostigados. Para el 20 de febrero, Wallace había supervisado la evacuación de once misioneros más, pero a nadie en la misión se le había permitido visitar al élder Abbott ni al élder Johnson.
Se mantenía separados a los misioneros encarcelados, y el élder Abbott estaba retenido en una celda de aislamiento. En la prisión le daban a los misioneros un trozo de pan de centeno por la mañana y un plato de sopa por la noche. No se podían bañar ni cambiar de ropa. Durante los interrogatorios, la policía secreta amenazaba con golpearlos con varillas de hierro y dejarlos como prisioneros por años, si no confesaban ser espías3.
El 24 de febrero, Martha contestó una llamada telefónica del embajador estadounidense. El gobierno checoslovaco había reubicado a los misioneros prisioneros en Praga, y estaba dispuesto a liberarlos si prometían dejar el país en las siguientes dos horas. Martha rápidamente reservó dos pasajes en un avión con destino a Suiza. Entonces se puso en contacto con Wallace, y acordaron encontrarse en el aeropuerto, donde serían entregados los misioneros.
En el aeropuerto, Wallace solo tuvo tiempo de darles a los misioneros sus pasajes y algunas instrucciones. Mientras tanto, Martha permanecía en un punto de observación cercano. Cuando vio a la policía escoltar a los dos jóvenes al avión, los saludó con la mano. Los élderes tenían un aspecto demacrado y descuidado, y les preguntó en voz alta si estaban bien.
—Sí —respondieron, saludando con la mano. Luego abordaron el avión, y Martha lo observó hasta que desapareció entre las sombrías nubes que se cernían sobre la ciudad4.
En los días que siguieron, Martha se apresuró a prepararse para la evacuación de su familia. Planificó viajar sola con sus seis hijos, uno de los cuales era un niño pequeño, mientras Wallace permanecería en Checoslovaquia, siempre y cuando lo permitiera el gobierno.
El día antes de su partida, la familia estaba almorzando, cuando unos hombres con chaquetas de cuero llegaron a la casa de la misión y exigieron hablar con Wallace. Inmediatamente Martha supo que era la policía secreta. Ella ya se sentía enferma y emocionalmente exhausta, y su presencia solo la hizo sentir peor. Después de lo que había pasado con los misioneros y con muchos ciudadanos checoslovacos, ella no tenía idea de lo que la policía haría con su esposo.
—Martha, tengo que irme con estos hombres —dijo Wallace. Él estaba seguro de que querían interrogarlo sobre los misioneros recién expulsados—. En caso de que no vuelva, toma a los niños mañana por la mañana, tal como lo planeamos, y llévalos a casa.
Las horas pasaban lentamente sin tener noticias de Wallace, y parecía que Martha iba a tener que irse sin saber lo que le había sucedido a su esposo. Siete horas después de que la policía lo llevara, Wallace regresó a casa, a tiempo para llevar a su familia al tren.
En la estación, se juntó una multitud de miembros de la Iglesia con paquetes con frutas, productos horneados y sándwiches para Martha y los niños. Algunos santos les dieron la comida a través de las ventanillas del tren cuando comenzaba a alejarse. Otros corrían por la plataforma y les tiraban besos. Martha los miraba con los ojos llenos de lágrimas, hasta que el tren dobló en una curva y se perdieron de vista5.
—El presidente Mauss viene a Nagoya. ¿Puede ir a conocerlo?
La pregunta de los misioneros sorprendió a Toshiko Yanagida. Ella había estado esperando tener noticias del nuevo presidente de la Misión Japonesa, desde que le escribió acerca de traer una rama de habla japonesa a su ciudad natal de Nagoya. El presidente Mauss nunca le había respondido, por lo que ella no estaba segura de que él hubiera recibido la carta6.
Toshiko aceptó ir, y ella y los misioneros se encontraron poco después con el presidente Mauss en la estación de trenes. En cuanto llegó, le preguntó si había leído la carta. “Sí —le dijo—. Es por eso que vine”. Él quería que ella lo ayudara a encontrar un lugar para efectuar las reuniones de la Iglesia en la ciudad. Toshiko estaba emocionada7.
Empezaron la búsqueda inmediatamente. No había muchos santos en Nagoya —solo los misioneros, la familia de Toshiko, y una mujer llamada Yoshie Adachi en una ciudad de seiscientas mil personas—, por lo que no necesitaban mucho espacio para reunirse. Sin embargo, el presidente Mauss decidió rentar un salón de conferencias de una escuela grande de la ciudad.
Los santos de Nagoya tuvieron su primera reunión de Escuela Dominical en enero de 1950. Para atraer a más personas, Toshiko y los misioneros pusieron anuncios en un periódico local. El domingo siguiente aparecieron 150 personas en el salón de conferencias. Las reuniones de los Santos de los Últimos Días frecuentemente atraían multitudes en el Japón de posguerra, ya que muchas personas buscaban esperanza y sentido luego del trauma que habían experimentado8. Pero para la mayoría, el interés en la Iglesia era temporal, especialmente al hacerse el país más estable económicamente. Conforme iban siendo menos las personas que sentían la necesidad de recurrir a la fe, la asistencia a las reuniones fue decreciendo9.
Por su parte, Toshiko y su esposo, Tokichi, se debatían con ciertos aspectos de su condición de Santos de los Últimos Días —especialmente con el pago de diezmos. Tokichi no ganaba mucho dinero, y a veces se preguntaban si tendrían lo suficiente para pagar el almuerzo de su hijo en la escuela. También deseaban comprar una casa.
Luego de una reunión de la Iglesia, Toshiko le preguntó a un misionero acerca de los diezmos. “Los japoneses somos muy pobres ahora, después de la guerra —dijo—. Pagar diezmos es muy difícil para nosotros. ¿Debemos pagar?”10.
El élder le respondió que Dios mandó a todos a pagar diezmos, y habló de las bendiciones por obedecer el principio. Toshiko estaba escéptica, y un poco enojada. “Esto es un modo de pensar estadounidense”, se dijo.
Otros misioneros la alentaron a tener fe. Una misionera le prometió a Toshiko que pagar diezmos podría ayudar a su familia a lograr la meta de tener su casa propia. Deseando ser obedientes, Toshiko y Tokichi decidieron pagar sus diezmos y confiar en que las bendiciones llegarían11.
Para esta época, las misioneras empezaron a tener reuniones informales de Sociedad de Socorro en su apartamento, con Toshiko y otras mujeres de la zona. Compartían mensajes del Evangelio, analizaban formas prácticas de mantener la casa y aprendían a cocinar comidas económicas. Como las Sociedades de Socorro en otras partes del mundo, tenían bazares, en los que vendían chocolate y otros productos para ganar dinero para sus actividades. Aproximadamente un año después que los santos empezaran a tener reuniones, se organizó formalmente la Sociedad de Socorro, con Toshiko como presidenta12.
Ella y Tokichi también empezaron a ver las bendiciones del pago de diezmos. Compraron un lote asequible en la ciudad y trazaron los planos para una casa. Luego solicitaron un préstamo inmobiliario mediante un programa nuevo del gobierno, y una vez que recibieron la aprobación para construir, empezaron a trabajar en los cimientos.
El proceso fue sin contratiempos hasta que un inspector notó que su lote era inaccesible para los bomberos. “Esta tierra no es adecuada para la construcción de una casa —les dijo—. No pueden continuar adelante con la construcción”.
Sin saber que hacer, Toshiko y Tokichi hablaron con los misioneros. “Nosotros seis ayunaremos y oraremos por ustedes —les dijo un élder—. ¡Hagan ustedes lo mismo!”.
Durante los dos días siguientes, los Yanagida ayunaron y oraron con los misioneros. Entonces llegó otro inspector para volver a evaluar su lote. Tenía la reputación de ser estricto, y al principio les dio a los Yanagida poca esperanza de pasar la inspección. Pero al mirar el lote, se dio cuenta de una solución. En una emergencia, los bomberos podrían acceder a la propiedad solo quitando un vallado cercano. Los Yanagida podrían construir su casa, después de todo.
—Supongo que ustedes dos deben haber hecho algo excepcionalmente bueno en el pasado —les dijo el inspector—. En todos mis años, nunca he sido tan complaciente.
Toshiko y Tokichi estaban encantados. Habían ayunado y orado y pagado sus diezmos. Y exactamente como había prometido la misionera, pudieron tener su casa propia13.
A principios de 1951, David O. McKay lidiaba con los problemas que afrontaba el programa misional de la Iglesia. Durante los seis meses anteriores, había observado desde lejos cómo estallaba otro conflicto mundial, esta vez en Asia del este. Con el respaldo de China y la Unión Soviética, Corea del Norte comunista estaba en guerra con Corea del Sur. Temiendo la expansión del comunismo, los Estados Unidos y otros aliados habían mandado tropas para apoyar a los surcoreanos en su lucha14.
En ese momento, la Iglesia tenía aproximadamente cinco mil misioneros de tiempo completo, prácticamente todos de los Estados Unidos, y cientos de nuevos misioneros eran llamados cada mes15. Pero la guerra de Corea había generado una nueva demanda de soldados, y el gobierno de los Estados Unidos una vez más estaba reclutando jóvenes entre diecinueve y veintiséis años, el mismo grupo de edades del cual la Iglesia recibía la mayoría de sus misioneros. Luego de una cuidadosa consideración, la Primera Presidencia temporalmente bajó la edad misional de veinte a diecinueve, lo que les daba a los jóvenes la oportunidad de servir en una misión antes de afrontar las tentaciones que encontrarían en la vida militar, si eran reclutados16.
Como consejero en la Primera Presidencia que supervisaba la obra misional, el presidente McKay pronto se sintió presionado desde muchos lados. A veces, recibía cartas de algunos santos que acusaban a los líderes de mostrar favoritismo al recomendar a algunos jóvenes para la misión, lo que les permitía posponer el servicio militar, mientras que dejaban que otros fueran reclutados. Los ciudadanos y los centros de reclutamiento de la localidad, por su parte, acusaban a la Iglesia de descuidar su deber patriótico al continuar llamando jóvenes como misioneros17.
Los líderes de la Iglesia no lo veían de esa forma. Por mucho tiempo habían estado alentando a los santos a responder al llamado de su país cada vez que este viniera18. Sin embargo, luego de consultar con los oficiales de reclutamiento de Utah, la Primera Presidencia hizo más cambios a las normas vigentes. Mientras durara la guerra, decidieron, los jóvenes que eran candidatos para el servicio militar no serían llamados a misiones de tiempo completo. Los llamamientos se limitarían a mujeres solteras y hombres mayores, matrimonios, jóvenes que habían concluido su servicio militar y jóvenes que no fueran elegibles para el servicio militar. La Iglesia también llamó a más matrimonios mayores para servir en misiones19.
Ese invierno, mientras el presidente McKay negociaba con los oficiales de los centros de reclutamiento, la salud del presidente George Albert Smith empezó a deteriorarse. El presidente McKay visitó al profeta en su cumpleaños, el 4 de abril, y lo encontró al borde de la muerte, rodeado de su familia. Conmovido por la emoción, el presidente McKay dio una bendición al profeta solo unas horas antes de que este falleciera20.
Dos días después, el presidente McKay abrió la primera sesión de la Conferencia General de abril de 1951. Desde el púlpito del Tabernáculo, habló de la vida ejemplar del presidente Smith. “La suya fue un alma noble —le dijo a la congregación—, la más feliz cuando podía hacer felices a los demás”.
Más tarde en la conferencia, los santos sostuvieron a David O. McKay como el Presidente de la Iglesia, con Stephen L Richards y J. Reuben Clark como sus consejeros. “Nadie puede presidir sobre la Iglesia sin estar primero en sintonía con la cabeza de la Iglesia, nuestro Señor y Salvador, Jesucristo —dijo el presidente McKay a los santos al cerrar la conferencia—. Sin Su divina guía y constante inspiración, no podemos tener éxito. Con Su guía, con Su inspiración, no podemos fracasar”21.
Al mirar hacia el futuro, el nuevo profeta contaba con décadas de experiencia que le servían de guía. Muchas personas creían que su altura, su porte distinguido, sus ojos penetrantes y su cabello blanco ayudaban a darle el aspecto de un profeta. Su sentido del humor, su amor por las personas y su cercanía al Espíritu también lo hacían granjearse el cariño de hombres y mujeres dentro y fuera de la Iglesia. Sus años como maestro y director de escuela todavía eran evidentes en su personalidad. Era tranquilo y decidido bajo presión, y un orador fascinante, que a menudo citaba poesía en sus discursos. Cuando no estaba en asignaciones de la Iglesia, generalmente estaba en su granja familiar en Huntsville, Utah.
Muchas cuestiones pesaban sobre la mente del presidente McKay cuando empezó su presidencia. Durante su ministerio apostólico, frecuentemente había hablado del carácter sagrado del matrimonio, la familia y la educación, y su atención continua a estas prioridades lo ayudó a guiar a la Iglesia por la senda correcta. El final de la Segunda Guerra Mundial había traído un gran crecimiento del número de nacimientos en los Estados Unidos al volver los soldados a casa, casarse y establecerse en la vida doméstica. Con la ayuda del gobierno, muchos de estos hombres se habían registrado en universidades para obtener una formación académica y recibir una capacitación profesional crucial. El presidente McKay estaba ansioso por ofrecerles apoyo22.
También estaba preocupado por los horrores de la guerra de Corea y la expansión del comunismo en ciertas partes del mundo. En ese momento, muchos líderes gubernamentales y religiosos hablaban en contra del comunismo. Como ellos, el presidente McKay creía que los regímenes comunistas suprimían la religión y coartaban la libertad.
—La Iglesia de Cristo está a favor de la influencia del amor —declaró poco después de la conferencia general—, que es finalmente el único poder que traerá redención y paz a la humanidad23.
Esa primavera, en Salt Lake City, la Presidenta General de la Primaria, Adele Cannon Howells, sabía que su salud estaba mermando. Solo tenía sesenta y cinco años, pero un episodio de fiebre reumática cuando era niña le había dañado el corazón. A pesar de su enfermedad, se rehusaba a dejar de trabajar24.
Su plan de encargar una serie de pinturas del Libro de Mormón por el quincuagésimo aniversario de la revista Children’s Friend finalmente estaba avanzando. Mientras no todos pensaban que contratar a un artista formado profesionalmente como Arnold Friberg era el mejor uso del tiempo y dinero, Adele creía que las pinturas despertarían el interés de los niños en el Libro de Mormón y bien valdría el gasto25.
Durante los dos últimos años, había logrado el apoyo de la Escuela Dominical y había convencido a los miembros del Cuórum de los Doce Apóstoles que las pinturas valdrían la pena. Adele y los oficiales de la Escuela Dominical formaron conjuntamente un comité para supervisar el proyecto, y enviaron algunos de los bocetos de Arnold al presidente McKay y sus consejeros26.
En enero de 1951, Adele y un representante de la Escuela Dominical se reunieron con la Primera Presidencia para analizar la propuesta27. Tanto ella como Arnold deseaban representar las historias del Libro de Mormón que estaban repletas de poder espiritual y acciones persuasivas, tales como los jóvenes guerreros de Helamán marchando hacia la batalla y Samuel el lamanita profetizando sobre el nacimiento del Salvador. Arnold no quería hacer las pinturas en un estilo infantil. Creía que los niños necesitaban ver la palabra de Dios como poderosa y majestuosa. Quería que los héroes del Libro de Mormón aparecieran físicamente poderosos, casi más grandes de lo normal. “La musculatura en mis pinturas es solo una expresión del espíritu interior”, explicó después28.
La Primera Presidencia estuvo de acuerdo con Adele en que Arnold era el artista correcto para el trabajo29. La Escuela Dominical y la compañía propiedad de la Iglesia, Deseret Book, se comprometieron a pagar dos tercios del costo inicial, y Adele pagaría el otro tercio de su propio bolsillo30. En los meses que siguieron, ella y Arnold hicieron planes para las pinturas, mientras su salud continuaba deteriorándose. En poco tiempo, ella estuvo confinada en cama31.
La noche del 13 de abril, Adele estuvo organizando la venta de algunas cosas de su propiedad para pagar las pinturas32. También llamó a Marion G. Romney, un asistente del Cuórum de los Doce Apóstoles, para hablar sobre el Libro de Mormón y los niños de la Iglesia. Habló acerca de las pinturas y su deseo de que estuvieran finalizadas al año siguiente. Ella dijo que esperaba que todos los niños de la Iglesia empezaran a leer el Libro de Mormón desde pequeños.
Adele falleció la tarde siguiente. En su funeral, el élder Romney rindió tributo a la mujer creativa y dinámica que había dado de sí sin reserva a la organización de la Primaria. “Amaba profundamente el trabajo en la Primaria —dijo—. Todas las personas en las que influyó sentían su profundo amor por ellos en forma individual”33.
Poco tiempo después, Arnold Friberg comenzó su primera pintura del Libro de Mormón: El hermano de Jared ve el dedo del Señor34.
Cerca de la ciudad de Valence, al sudeste de Francia, Jeanne Charrier salió a dar un paseo con su prima. Enclavada en la ribera del río Ródano, Valence era un hermoso lugar con una catedral católica romana de siglos de antigüedad. Mientras que la mayoría de las personas en la ciudad eran católicos, los miembros de la familia de Jeanne estaban entre los pocos protestantes. Algunas generaciones atrás, su familia había arriesgado su reputación e incluso sus vidas por sus creencias35.
Jeanne había crecido como una devota cristiana, pero más recientemente, durante sus estudios universitarios de Matemáticas y Filosofía, se topó con ideas que la llevaron a dudar de su fe. Meditaba sobre las famosas palabras del filósofo francés René Descartes: “Pienso, luego existo”. La reflexión solo trajo nuevas preguntas. Pensaba: “¿Dónde estoy, cómo llegué aquí y por qué?”.
Un tiempo antes de la caminata de Jeanne por la ladera de la montaña, sus preguntas la habían llevado a arrodillarse y buscar al Señor. “Dios —oró—, si existes, espero una respuesta”36.
Jeanne y su prima no habían llevado nada para beber en su caminata, y no tardaron en tener sed. Vieron a un grupo pequeño de personas y decidieron pedirles un poco de agua. Un hombre y una mujer mayores estaban dispuestos a ayudar, y se presentaron como Léon y Claire Fargier. Eran miembros de La Iglesia de Jesucristo de los Santos de los Últimos Días, y los dos jóvenes que estaban con ellos eran misioneros. El grupo les ofreció a Jeanne y a su prima un folleto acerca de la Iglesia, y Léon las invitó a una conferencia de misión próxima y a un concierto de un cuarteto de cuerdas de la Universidad Brigham Young37.
Jeanne tenía curiosidad y decidió asistir. En la conferencia, alguien le dio un Libro de Mormón. Cuando regresó a casa y empezó a leerlo, no pudo parar. “Esto es realmente impresionante”, pensó38.
Luego de eso, Jeanne comenzó a pasar más tiempo con los Fargier. Léon y Claire habían estado casados por trece años cuando se bautizaron en la Iglesia, en 1932. Antes de la Segunda Guerra Mundial, Léon había servido como misionero y dirigido las reuniones dominicales de un grupo pequeño de santos de Valence y Grenoble, un pueblo a más de sesenta y cinco kilómetros de distancia39. Cuando empezó la guerra y los misioneros estadounidenses fueron evacuados, Léon supervisó una región mucho más grande. Viajaba por todo Francia, dando bendiciones a los enfermos y administrando la Santa Cena. Algunos días lograba tomar el tren entre ciudades, pero más a menudo iba caminando o en bicicleta, a veces durante varias horas al día40.
Cuando conocieron a Jeanne, Léon y Claire eran misioneros locales en la Rama Valence. La pequeña congregación se reunía en una casa de huéspedes en tanto que luchaba por reconstruirse luego de la devastación de la guerra. A pesar de las humildes circunstancias, Jeanne se sentía atraída a la reuniones y estaba ansiosa por aprender más acerca del Evangelio. Pidió más libros y se le dio una copia de Doctrina y Convenios. Al leer el libro, no podía negar el poder de sus palabras.
“Esto es verdad —concluyó—. De otra forma no sería posible”41.
En poco tiempo, Jeanne quería bautizarse, pero estaba preocupada en cuanto a la reacción de su familia. Se oponían vehementemente a la Iglesia, y sabía que jamás apoyarían su decisión. Por un tiempo, se debatía entre su fe y su familia, y postergó comprometerse al bautismo. Luego recordó lo que Pedro y otros apóstoles en el Nuevo Testamento habían dicho el día de Pentecostés: “Es necesario obedecer a Dios antes que a los hombres”.
Sus palabras resonaban en su cabeza, y supo qué debía hacer. En una hermosa mañana de mayo de 1951, entró en una fuente termal en las montañas Cevenas, y fue bautizada por Léon Fargier. Ella deseaba que sus padres estuvieran allí con ella, pero la hostilidad que tenían hacia el Evangelio restaurado era demasiado fuerte, y decidió mantener su bautismo en secreto42.
Sin embargo, su familia pronto se enteró, y no quiso tener más nada que ver con ella. Su rechazo fue doloroso para Jeanne. Era joven —tenía solo veinticinco años— y se preguntaba si sería mejor mudarse a los Estados Unidos y unirse a los santos de allí43. Pero los Fargier le imploraban que se quedase. Había solo novecientos santos en todo Francia, Bélgica y Suiza de habla francesa, y la necesitaban a ella para ayudar a edificar la Iglesia en Valence44.
A una distancia de mil trescientos setenta kilómetros, en Brno, Checoslovaquia, Terezie Vojkůvková abrió un paquete de su amiga Martha Toronto, quien había llegado a salvo a su hogar en los Estados Unidos. Adentro, Terezie encontró ropa para su familia, y se sintió inmensamente agradecida. Su familia apenas podía subsistir desde que su esposo, Otakar Vojkůvka, había perdido su negocio de encuadernación dos años antes. Los funcionarios comunistas habían confiscado la empresa y arrestado a Otakar, quien era un exitoso empresario y el presidente de la Rama Brno. Luego de sobrevivir en un campo de trabajo forzado por seis meses, ahora ganaba un salario miserable como obrero en una fábrica.
Terezie le escribió a Martha para agradecerle por el paquete. “La renta es elevada, y el mantenimiento de nuestra casa cuesta mucho —le dijo a su amiga—. La enfermedad se ha llevado buena parte de los ingresos, y es poco lo que queda para vestir a la familia”45.
En la misma carta, Terezie mencionaba las nuevas restricciones que ella y otros santos de Checoslovaquia soportaban durante el gobierno comunista. Unas semanas después de que Martha huyera del país, su esposo, Wallace, se había visto forzado a hacer lo mismo. Poco tiempo después, el gobierno comunista ordenó al presidente de misión en funciones, un santo checoslovaco llamado Rudolf Kubiska, disolver la misión. A los santos de todo el país también les ordenaron suspender las reuniones públicas.
Inseguros en cuanto a cómo responder a las acciones del gobierno, algunos santos se preguntaban si debían permitir que el gobierno nombrara a sus líderes de la Iglesia para poder continuar llevando a cabo las reuniones, como sucedía con otras denominaciones. Sin embargo, la presidencia de la misión sentía que un acuerdo así era completamente inaceptable.
Terezie extrañaba asistir a las reuniones de la Iglesia cada semana. “Los domingos son largos y sin inspiración cuando no podemos compartir nuestros sentimientos y testimonios con los demás”, le escribió a Martha.
Aun así, no se sentía abandonada. Como miembro del partido comunista, el presidente Kubiska tenía contactos políticos, lo cual resguardaba a los santos checoslovacos de la persecución y el hostigamiento extremos que sufrían otras agrupaciones religiosas. Con algunas instrucciones finales del presidente Toronto, él y sus consejeros también habían llevado a cabo discretamente un plan simple para continuar con los servicios de adoración46.
Instruyeron a los santos sobre cómo adorar en casa. Cada persona y familia debía orar, estudiar las Escrituras, apartar los diezmos y ofrendas y aprender el Evangelio de cualquier material de la Iglesia que tuvieran disponible, entre ellos los ejemplares recientes de Improvement Era que los Toronto habían censurado cuidadosamente para extraer cualquier crítica al comunismo. Una vez por mes, pequeños grupos de santos podrían reunirse en la casa de alguien para tomar la Santa Cena. Cuando fuera posible, los cuórums del sacerdocio debían reunirse en privado, y los líderes de la rama y de la misión tratarían de visitar a los santos.
Como precaución, la presidencia de la misión no puso estas instrucciones por escrito, sino que las difundía de boca en boca. No tener reuniones públicas ayudó a muchos de los santos checoslovacos a darse cuenta de cuán valioso era ser miembro de la Iglesia. Crecieron espiritualmente y algunos de ellos continuaban compartiendo el Evangelio con sus amigos a pesar del riesgo. Algunas personas incluso fueron bautizadas en medio de la opresión47.
Con la ayuda de los santos de los Estados Unidos, Terezie logró que se hiciera la obra del templo por sus padres. Ella misma deseaba poder ir al templo junto con su familia y ser sellados. “Los miembros de la Iglesia en Sion, me aventuraría a decir, no aprecian el gran privilegio que tienen de vivir tan cerca del templo del Señor”, le escribió a Martha.
“¿Habrá alguna vez la paz tan deseada entre los hombres sobre la faz de la tierra? —reflexionaba también en la carta—. ¡Si tan solo pudiéramos amarnos los unos a los otros —todos nosotros—, y si solo la guerra y el odio pudieran cesar!”48.