No es más que cabello
Una rara enfermedad me dejó sin cabello. ¿Cómo podría enfrentarme a algo tan duro?
Estando en segundo año de enseñanza media, creía que mi cabello rubio hasta los hombros lo era todo. Cada mañana dedicaba cerca de 30 minutos a probarme varios peinados hasta que el adecuado parecía casi perfecto. Lo hacía cada mañana, hasta que un día mi rutina cambió para siempre.
Aquel día empezó como cualquier otro. Me desperté, me lavé la cara y me puse los lentes de contacto [lentillas]. Aún medio dormida me miré al espejo y vi algo terrible: una pequeña calva en lo alto de mi cabeza. Me acerqué al espejo y pasé los dedos por la calva para cerciorarme de que los ojos no me engañaban; y no lo estaban haciendo.
Empecé a sentir pánico y, llorando, fui en busca de mi madre. Ambas comentamos la posibilidad de que el cabello se hubiese enganchado en algo mientras dormía; o que tal vez no estuviera comiendo suficientes verduras. Pero aún sin tener una respuesta definitiva, terminé por peinarme de tal modo que el cabello ocultara la calva y me fui corriendo a la escuela.
Desde ese día empecé a perder mechones de cabello; los mechones eran de tamaños diferentes, variaban entre el tamaño de una moneda y hasta el del puño cerrado. Fui a numerosos médicos que examinaron cada centímetro de mi cabeza; también pasé mucho tiempo de rodillas, orando, en busca de consuelo y fuerza para saber hacer frente a lo que dictaminaran los médicos.
En septiembre de 2000 supe que tenía una enfermedad inmunodeficitaria conocida como alopecia areata. Aún conservo el recuerdo de la voz de mi médico cuando me explicó que consistía en la “pérdida total del cabello sin que se conozca remedio alguno”. De inmediato mi mente se llenó de pensamientos de duda tales como: “¿Y después qué?” y “¿Por qué yo?”.
Luego de ver a un especialista al mes siguiente me afeité mi casi calvo cráneo. Sin cabello me sentía como una persona totalmente diferente. La autoestima se me cayó a los pies y resultaba casi imposible tener ánimo de ir a la escuela. “¿Qué iban a pensar los demás? ¿Qué dirán?”, me preguntaba.
Las bufandas se convirtieron en mi peinado cotidiano. En vez de dedicar cada mañana media hora al cabello, ahora pasaba cinco minutos sujetando cuidadosamente una bufanda a mi calva cabeza. Las bufandas eran divertidas y cómodas, pero no eran mi cabello. En cierta ocasión intenté ponerme una peluca del mismo color que mi cabello, pero no me ocasionó más que una preocupación constante de que se me cayera delante de todos en la escuela, así que volví a las bufandas.
Ir a la escuela era todo un desafío. Sabía que mi Padre Celestial me amaba y que podía contar con Él aun cuando los demás me dieran la espalda, pero me costaba recordar todo eso cuando mis compañeros me lanzaban rápidas miradas furtivas. También fue difícil cuando se extendieron los rumores y supe que era el objeto de las conversaciones. No entendía por qué, de todos los momentos de mi vida, tenía que pasar por esto mientras estaba en la secundaria, una época en que deseaba tanto ser aceptada y ser del agrado de los que me rodeaban.
Logré terminar el último año de enseñanza media sólo gracias a ciertas cosas que me obligué a recordar mientras caminaba por los pasillos de la escuela. Cada mañana oraba y daba gracias al Señor por la bendición de estar viva y por la belleza que me rodeaba. Oraba para suplicar fuerza para soportar cada día y recordar que tenía el amor de muchas personas. Además, agradecía a mi Padre Celestial las cosas que estaba aprendiendo por medio de esa experiencia. Parece simple, pero me sirvió de mucho. Siempre que alguien me miraba con aire burlón o gastaba una broma cruel, yo me limitaba a recordar mi lema: “No es más que cabello. En realidad no importa”.
Sabía que no podía controlar lo que le fuera a suceder a mi cabello, pero también sabía que yo tenía control total de la forma en que iba a hacerle frente. Podría hacer de ello una bendición y una oportunidad, o podía verlo como un castigo y simplemente darme por vencida.
Han pasado casi tres años desde la mañana en que hallé aquella pequeña calva en la cabeza. En ese tiempo he tenido que afeitarme el cráneo cinco veces más porque aún conservo algunas zonas con vello. Cada vez lo he afeitado con más entusiasmo y aprecio por la vida.
Sé que no podría haberlo hecho yo sola; he confiado en el Señor, pues Él no me juzga ni se ríe de mí. Sé que me ama igual sin cabello que con él. También he confiado en el amor y el apoyo de mi familia.
Sé que todos somos hijos de Dios con un potencial divino; que estamos aquí para aprender y crecer de muchas formas y con retos diferentes. Tenemos un Padre Celestial que nos ama por ser quienes somos y por lo que podemos llegar a ser. Él está a nuestro lado en los momentos más difíciles. Me siento agradecida por el sacrificio expiatorio del Salvador Jesucristo y por el consuelo que me brinda la Expiación. Sé que Él vive y que ha padecido y soportado mucho más dolor físico y espiritual que el que yo haya sentido o sienta en el futuro.
Juli Housholder es miembro del Barrio Fruit Heights 7, Estaca Fruit Heights, Utah.