Palabras de Jesús: de la resurrección a la ascensión
“Me seréis testigos… hasta lo último de la tierra” (Hechos 1:8).
Cuando se bajó a Jesús de la cruz y se le preparó amorosamente para ser enterrado según las costumbres judías, Sus discípulos quisieron proteger Su cuerpo de cualquier intrusión o daño. Lo envolvieron con un lienzo limpio y rodaron una gran piedra al lugar para sellar la entrada del sepulcro (véase Mateo 27:57– 60). Tres días después, Jesús salió del sepulcro tras haber vencido a la muerte. Durante los 40 días siguientes enseñó y ministró a Sus discípulos en lo que debió haber sido una experiencia intensa y poderosa, en preparación para Su ascensión a los cielos.
Las palabras que pronunció el Salvador durante esos 40 días constituyen un maravilloso modelo para nosotros, a medida que contemplamos Su regreso seguro y triunfal a la tierra. El Señor dio por lo menos tres mensajes sumamente significativos a Sus discípulos en Jerusalén: 1) Su resurrección fue real y todos somos herederos de ese don maravilloso; 2) se había llevado a cabo Su Expiación, pero habría requisitos a fin de que pudiésemos participar plenamente de sus bendiciones; 3) Sus discípulos eran responsables de llevar al mundo el mensaje de Su Evangelio.
La realidad de la resurrección
Tanto para el creyente como para el incrédulo, la evidencia de la mañana del tercer día resultó convincente. La piedra estaba rodada a un lado y el Cristo muerto ya no estaba en el sepulcro. Sin embargo, a pesar de esa evidencia, el Señor decidió confirmar Su resurrección en diversas visitaciones gloriosas. La primera fue a María Magdalena, que lloraba afuera del sepulcro, y a la que se le aparecieron dos ángeles que le preguntaron: “Mujer, ¿por qué lloras? Les dijo: Porque se han llevado a mi Señor, y no sé dónde le han puesto.
“Cuando había dicho esto, se volvió, y vio a Jesús que estaba allí; mas no sabía que era Jesús.
“Jesús le dijo: Mujer, ¿por qué lloras? ¿A quién buscas? Ella, pensando que era el hortelano, le dijo: Señor, si tú lo has llevado, dime dónde lo has puesto, y yo lo llevaré.
“Jesús le dijo: ¡María! Volviéndose ella, le dijo: ¡Raboni! (que quiere decir, Maestro)” (Juan 20:13–16).
Podemos aprender una gran lección de la experiencia que María Magdalena tuvo con el Señor resucitado. Aprendemos que si verdaderamente le buscamos y deseamos conocerle, le hallaremos y le conoceremos como Él es en realidad. María había llegado a ser discípula mediante la conversión y había seguido fielmente al Salvador hasta Su muerte, y ahora sabía por sí misma que Él estaba vivo.
Después de esta primera confirmación de la resurrección del Cristo ocurrieron otras. El Señor resucitado acompañó a dos discípulos por el camino a Emaús; conversaron sobre las noticias que se rumoreaban de la aparición de unos ángeles y del cuerpo desaparecido del Salvador. “¿No era necesario que el Cristo padeciera estas cosas, y que entrara en su gloria?”, preguntó a los dos discípulos. “Y comenzando desde Moisés, y siguiendo por todos los profetas, les declaraba en todas las Escrituras lo que de él decían” (Lucas 24:26–27). El Salvador se apareció luego a Simón Pedro y más tarde a los once apóstoles y a otras personas: “Paz a vosotros”, les dijo. “Mirad mis manos y mis pies, que yo mismo soy; palpad, y ved; porque un espíritu no tiene carne ni huesos, como veis que yo tengo” (Lucas 24:36, 39).
Si bien todas esas confirmaciones de Su resurrección son de gran valor, quizás la más gráfica sea la aparición del Salvador a Tomás y a otras personas ocho días más tarde. Tomás había dudado de que Jesús fuera el Señor resucitado. “Pon aquí tu dedo, y mira mis manos; y acerca tu mano, y métela en mi costado; y no seas incrédulo, sino creyente. Entonces Tomás respondió y le dijo: ¡Señor mío, y Dios mío!” (Juan 20:27–28). Con esta confirmación se dio a Tomás una reprimenda cariñosa, pero clara: “Porque me has visto, Tomás, creíste; bienaventurados los que no vieron, y creyeron” (versículo 29).
La experiencia de Tomás nos transmite un mensaje concreto: si queremos conocer las cosas sagradas y disfrutar de todas las ricas bendiciones relacionadas con esas experiencias sagradas, la fe debe ser más fuerte que la curiosidad.
Hubo otras confirmaciones notables de la resurrección del Señor, entre las que se cuenta Su aparición, sus enseñanzas y su comida junto a siete discípulos en las costas de Galilea. “¿Me amas…?”, preguntó a Pedro (véase Juan 21:15–17). “Sígueme” (Juan 21:22) fue Su mandato. En el momento de Su ascensión, ninguno de Sus fieles discípulos dudaba de Su inmortalidad.
La Expiación perfecta
El Salvador estaba ansioso de ayudar a Sus discípulos a entender que si bien la resurrección era universal para todos los hijos de nuestro Padre Celestial, había una diferencia entre llegar a ser inmortal y heredar la vida eterna. El Salvador ya había explicado en Juan 14 la diferencia que existe entre ambas cuestiones:
“En la casa de mi Padre muchas moradas [reinos]1hay; si así no fuera, yo os lo hubiera dicho; voy, pues, a preparar lugar para vosotros.
“Y si me fuere y os preparare lugar, vendré otra vez, y os tomaré a mí mismo, para que donde yo estoy, vosotros también estéis.
“Y sabéis a dónde voy, y sabéis el camino.
“Le dijo Tomás: Señor, no sabemos a dónde vas; ¿cómo, pues, podemos saber el camino?
“Jesús le dijo: Yo soy el camino, y la verdad, y la vida; nadie viene al Padre, sino por mí” (versículos 2–6).
La pregunta de Tomás (véase Juan 20:25) aún persiste en el corazón de muchos de los hijos de nuestro Padre, y la respuesta del Salvador sigue siendo la única que hay: ningún hijo o hija de nuestro Padre Celestial podrá volver a casa a menos que se haga partícipe de la Expiación de Cristo. Cuando el Salvador resucitado estaba enseñando a los discípulos en Galilea, dejó bien claro por qué todo el mundo debe oír el Evangelio: “El que creyere y fuere bautizado, será salvo” (Marcos 16:16).
Mateo registra además las palabras que el Salvador pronunció en esta ocasión:
“Por tanto, id, y haced discípulos a todas las naciones, bautizándolos en el nombre del Padre, y del Hijo, y del Espíritu Santo;
“enseñándoles que guarden todas las cosas que os he mandado; y he aquí yo estoy con vosotros todos los días, hasta el fin del mundo” (Mateo 28:19–20).
Por tanto, debemos llegar a la conclusión de que el participar de la Expiación que Cristo efectuó por los pecados es condicional; depende de que seamos bautizados y aceptemos Su “camino” y vivamos los mandamientos. Del Nuevo Testamento aprendemos que Su camino comienza con una fe viva en Jesucristo como el Redentor del mundo.
Esta clase de fe nos conduce al convenio del bautismo, cuando tomamos Su nombre sobre nosotros y prometemos guardar Sus mandamientos. A éste le siguen otros convenios. Aprendemos, como lo manifestaron Sus primeros discípulos, que nuestra vida debe ser compatible con nuestros convenios; sólo entonces recibiremos la pacífica confirmación del Espíritu Santo de que podemos ser partícipes de la Expiación del Salvador. “Juan ciertamente bautizó con agua, mas vosotros seréis bautizados con el Espíritu Santo”, dijo Jesús a Sus discípulos (Hechos 1:5). Al final, todas las ordenanzas deben ser validadas por el Santo Espíritu de la promesa (véase D. y C. 132:7). Únicamente cuando la Expiación del Señor se aplica a nosotros de forma individual somos libres de nuestros pecados y dignos de entrar en la presencia de nuestro Padre Celestial.
Llevar el mensaje del Evangelio al mundo
En las costas de Galilea y en el Monte de los Olivos, el Salvador extendió a Sus apóstoles la asignación o el llamamiento de que ellos (así como otras personas a las que ellos llamaran) debían llevar al mundo el mensaje de la resurrección y la redención. El Señor presentó esa asignación primeramente con una pregunta que aludía a la comida que ofrecía a Sus discípulos: “Jesús dijo a Simón Pedro: Simón, hijo de Jonás, ¿me amas más que éstos? Le respondió: Sí, Señor; tú sabes que te amo. El le dijo: Apacienta mis corderos” (Juan 21:15). Jesús le preguntó por segunda vez y recibió una respuesta similar. Luego preguntó “la tercera vez: Simón, hijo de Jonás, ¿me amas? Pedro se entristeció de que le dijese la tercera vez: ¿Me amas? y le respondió: Señor, tú lo sabes todo; tú sabes que te amo. Jesús le dijo: Apacienta mis ovejas” (versículo 17).
Aquellos primeros discípulos tuvieron que tomar una decisión de suma importancia: ¿Tendrían prioridad los pescados y el pan, u otros bienes terrenales y materiales, sobre las cuestiones del corazón y del alma que se requieren de aquellos que buscan la vida eterna? Si hubieran dejado que las cosas terrenales tuviesen la prioridad principal, les habría resultado difícil cumplir con la tarea fundamental: enseñar a los hijos de nuestro Padre Celestial en todo el mundo, o sea, alimentar espiritualmente a Sus ovejas.
Justo antes de Su ascensión al cielo, el Señor repitió el llamado: “Me seréis testigos en Jerusalén, en toda Judea, en Samaria, y hasta lo último de la tierra” (Hechos 1:8).
Como miembros de la Iglesia y discípulos de Cristo, debemos aceptar este reto en la actualidad. En una época en la que los profetas de Dios han llamado a todos los miembros a ser misioneros con nuestro prójimo, con nuestros familiares y con los que se encuentran en países distantes, ¿escogeremos apacentar las ovejas del Señor o escogeremos la parte buena, aunque menor? El número cada vez mayor de jóvenes y de matrimonios mayores que toman parte en la obra misional de tiempo completo constituyen un alentador testimonio de que hay muchos que sí entienden y sienten el llamamiento a servir. Un número cada vez mayor de los miembros que se quedan en sus hogares se están uniendo a las filas de aquellos que entienden la necesidad de enseñar el Evangelio en donde viven así como en el extranjero. Aprendemos que los discípulos de Cristo buscan constantemente maneras de compartir este gran mensaje.
Al prepararnos para ese día futuro en que el Salvador regrese y reine como Rey de reyes y Señor de señores, esas enseñanzas cobran una urgencia cada vez mayor. Al estudiar el Nuevo Testamento y orar en busca de luz y sabiduría, recibiremos la seguridad de nuestro origen divino. Hallaremos gran gozo en la realidad de la resurrección, la redención y la exaltación por medio del Señor Jesucristo. Nos esforzaremos por llevar el mensaje a todos, para que nuestro gozo, y el de ellos, sea pleno y podamos participar de la vida eterna mediante el Señor Jesucristo.