2003
Los huérfanos y las viudas: amados de Dios
agosto de 2003


Mensaje de la Primera Presidencia

Los huérfanos y las viudas: amados de Dios

Hace muchos años, asistí a una concurrida reunión de miembros de la Iglesia en la ciudad de Berlín, Alemania. Mientras se interpretaba un preludio de himnos en el órgano, reinaba entre la congregación un espíritu de reverencia. Observando a los que estaban sentados frente a mí, me fijé en que había parejas de padres y unos pocos niños. La mayoría de las personas que estaban sentadas en los bancos repletos de gente eran mujeres de mediana edad y se hallaban solas.

De pronto, se me ocurrió que tal vez fueran viudas que habían perdido a sus maridos durante la Segunda Guerra Mundial. Mi curiosidad me llevó a tratar de encontrar una respuesta a aquel interrogante, de modo que le pedí al líder que dirigía las reuniones que pidiera a todas las viudas que se pusieran de pie. Entonces, casi la mitad de la congregación se puso de pie. En sus rostros se reflejaban los terribles efectos de la crueldad de la guerra; sus esperanzas habían quedado destrozadas, su vida alterada, y se les había despojado del futuro; detrás de cada rostro se escondía una historia de lágrimas. Entonces dirigí mis palabras a esas personas y a todas aquellas que habían amado y perdido a sus seres queridos.

La muerte no conoce la misericordia

Aunque quizás no tan crueles y dramáticas, pero igualmente conmovedoras, son las vidas de aquellos cuyos nombres aparecen en las noticias necrológicas de los diarios, tiempo en que la muerte se asoma al foro de nuestra existencia mortal y nos arrebata a un cónyuge querido, y, con frecuencia, en la joven exuberancia de la vida, a nuestros hijos y nietos. La muerte no conoce la misericordia, no hace acepción de personas, sino que de manera insidiosa nos visita a todos. A veces, es una bendición después de un largo sufrimiento, mientras que, en otros casos, arrebata a los que están en la flor de la vida.

Como en la antigüedad, los afligidos repiten frecuente y silenciosamente esta pregunta: “¿No hay bálsamo en Galaad?”1. “¿Por qué yo?, ¿por qué ahora?”. La letra de un hermoso himno nos da la respuesta en parte:

¿Dónde hallo el solaz, dónde el alivio

cuando mi llanto nadie puede calmar,

cuando muy triste estoy o enojado

y me aparto a meditar? …

Él siempre cerca está; me da Su mano.

En mi Getsemaní, es mi Salvador.

Él sabe dar la paz que tanto quiero.

Con gran bondad y amor me da valor2.

La viuda de Sarepta

Las tribulaciones de la viuda son un tema constante de las Escrituras. Sentimos compasión por la viuda de Sarepta, cuyo esposo había muerto y las escasas provisiones de alimento se le estaban acabando; le esperaban el hambre y la muerte. Entonces llegó a su puerta un profeta de Dios con el mandato aparentemente osado de que le diera de comer. La respuesta de ella es particularmente conmovedora: “Vive Jehová tu Dios, que no tengo pan cocido; solamente un puñado de harina tengo en la tinaja, y un poco de aceite en una vasija; y ahora recogía dos leños, para entrar y prepararlo para mí y para mi hijo, para que lo comamos y nos dejemos morir”3.

Las palabras tranquilizadoras de Elías penetraron el alma de la mujer:

“No tengas temor; ve, haz como has dicho; pero hazme a mí primero de ello una pequeña torta cocida debajo de la ceniza, y tráemela; y después harás para ti y para tu hijo.

“Porque Jehová Dios de Israel ha dicho así: La harina de la tinaja no escaseará, ni el aceite de la vasija disminuirá…

“Entonces ella fue e hizo como le dijo Elías…

“Y la harina de la tinaja no escaseó, ni el aceite de la vasija menguó…”4.

La viuda de Naín

La viuda de Naín era similar a la de Sarepta. En el Nuevo Testamento de nuestro Señor se registra un conmovedor relato acerca de la tierna compasión que el Maestro sintió por la viuda afligida:

“Aconteció… que él iba a la ciudad que se llama Naín, e iban con él muchos de sus discípulos, y una gran multitud.

“Cuando llegó cerca de la puerta de la ciudad, he aquí que llevaban a enterrar a un difunto, hijo único de su madre, la cual era viuda; y había con ella mucha gente de la ciudad.

“Y cuando el Señor la vio, se compadeció de ella, y le dijo: No llores.

“Y acercándose, tocó el féretro; y los que lo llevaban se detuvieron. Y dijo: Joven, a ti te digo, levántate.

“Entonces se incorporó el que había muerto, y comenzó a hablar. Y lo dio a su madre”5.

¡Qué gran poder, ternura y compasión demostró nuestro Maestro y modelo! Nosotros también podemos bendecir a los demás con sólo seguir Su noble ejemplo. Las oportunidades se presentan por doquier. Se necesitan ojos para ver la situación del afligido, oídos que oigan las plegarias silenciosas del corazón quebrantado; sí, y un alma llena de compasión, a fin de que podamos comunicarnos no sólo con los ojos y con la voz, sino en el estilo majestuoso del Salvador, de corazón a corazón.

“Visita al triste”

Parece que la palabra viuda tenía un significado muy importante para nuestro Señor, pues amonestó a Sus discípulos a que se cuidaran del ejemplo de los escribas, que fingían rectitud con sus túnicas largas y sus oraciones interminables, pero que devoraban las casas de las viudas6.

A los nefitas exhortó así: “Yo me acercaré a vosotros para juicio, y seré pronto testigo contra… los que defraudan… a la viuda”7.

Al profeta José Smith le dijo: “…se mantendrá el almacén por medio de las consagraciones de la iglesia; y se proveerá lo necesario a las viudas y a los huérfanos, como también a los pobres”8.

La casa de la viuda no es, por lo general, ni grande ni ostentosa. Con frecuencia es modesta de tamaño y humilde de apariencia; muchas veces está escondida al final de las escaleras o en la parte trasera del pasillo, y consta solamente de una habitación. A esos hogares es a los que Él nos envía a ustedes y a mí.

Quizás exista una verdadera necesidad de alimentos, de ropa e incluso de alojamiento. Estas cosas se pueden conseguir; pero casi siempre queda la esperanza de tener ese algo especial que nutra el alma.

Visita al triste y al afligido,

consuela al que llora, al dolorido.

Siembra actos de amor por doquier

y verás que el mundo mejor ha de ser9.

Recordemos que después de marchitarse las flores del funeral y convertirse en recuerdos los buenos deseos de las amistades, las oraciones y las palabras que una vez se ofrecieron se van borrando de la mente, y los dolientes muchas veces se quedan solos. Ya no se oye la risa de niños, el alboroto de los adolescentes ni se disfruta de la tierna y amorosa preocupación del compañero que se ha ido. El tic tac del reloj se hace cada vez más fuerte, el tiempo pasa con más lentitud y las cuatro paredes de la habitación se convierten en una prisión.

Afortunadamente, todos podemos oír de nuevo el eco de las palabras del Maestro, que nos inspiran a hacer buenas obras: “De cierto os digo que en cuanto lo hicisteis a uno de estos… más pequeños, a mí lo hicisteis”10.

El fallecido élder Richard L. Evans nos dio la siguiente exhortación para que la meditáramos y la pusiéramos en práctica:

“Los que somos más jóvenes nunca debemos estar tan ciegamente entregados a nuestras propias ocupaciones y olvidar que todavía hay entre nosotros aquellos que vivirán en la soledad a menos que les permitamos compartir nuestra vida como una vez ellos compartieron la suya con nosotros…

“No podemos devolverles sus días de juventud, pero sí ayudarles a vivir en la tibia calidez de un atardecer que se hace más bello gracias a nuestra cordialidad, nuestro sustento y nuestro amor sincero y activo. La vida en su plenitud es un ministerio amoroso de servicio de generación en generación. Dios quiera que aquellos que nos pertenecen nunca queden abandonados en la soledad”11.

“¿Podría usted hacer los arreglos necesarios?”

Hace muchos años, una severa sequía azotó el Valle del Lago Salado. Las mercancías del almacén de la Manzana de Bienestar no eran de la calidad acostumbrada, y tampoco eran abundantes. Faltaban muchos productos, en especial fruta fresca. Siendo yo entonces un joven obispo, sumamente preocupado por las necesidades de muchas de las viudas de mi barrio, la oración que hice una noche es singularmente sagrada para mí. Rogué al Señor diciéndole que aquellas viudas, que se contaban entre las mejores mujeres que conocía en el mundo y cuyas necesidades eran sencillas y modestas, no tenían recursos de los que pudieran valerse.

A la mañana siguiente, recibí una llamada de un miembro del barrio que era propietario de una tienda de frutas y verduras. “Obispo”, dijo, “quisiera enviar un camión lleno de naranjas, pomelos [toronjas] y plátanos al almacén del obispo para que se distribuyan entre los necesitados. ¿Podría usted hacer los arreglos necesarios?”. ¡Qué pregunta! ¡Sí que podía hacer los arreglos! Se avisó al almacén; después, se llamó a cada obispo y toda esa mercadería fue distribuida.

La esposa de aquel generoso hombre de negocios es ahora viuda. Sé que la decisión que tomaron ella y su esposo le ha traído dulces recuerdos y le ha llenado el alma de consoladora paz.

Gracias

Expreso mi sincero agradecimiento a todos aquellos que se ocupan de las viudas, a los vecinos cordiales que invitan a una viuda a cenar; y al ejército real de nobles mujeres, las maestras visitantes de la Sociedad de Socorro, les digo: Dios las bendiga por su caridad y amor sincero hacia la que extiende sus manos para tocar las ya desvanecidas de un ser querido y oye las voces que han quedado silenciadas para siempre. Las palabras del profeta José Smith describen su misión: “Asistí por invitación a la Sociedad de Socorro femenina, cuyo objetivo es aliviar al pobre, al destituido, a la viuda y al huérfano, y realizar todo acto de benevolencia”12.

Doy las gracias también a los obispos tiernos y caritativos que se aseguran de que los armarios de la viuda no estén vacíos, de que su casa no esté fría y de que se la bendiga en todo. Admiro a los líderes de barrio que invitan a las viudas a todas sus actividades sociales, a menudo haciendo arreglos para que un jovencito del Sacerdocio Aarónico sea su acompañante especial en esa ocasión.

Viudas y viudos

Frecuentemente, la necesidad de la viuda no es de comida ni de alojamiento, sino de sentirse parte de lo que sucede a su alrededor. El élder Bryan Richards, de los Setenta, llevó a mi oficina a una dulce viuda cuyo marido había fallecido mientras ambos cumplían una misión de tiempo completo. El élder Richards explicó que la situación económica de la hermana era buena y que ella deseaba contribuir al fondo misional general de la Iglesia los ingresos de dos pólizas de seguro de vida de su esposo. No pude evitar que se me salieran las lágrimas cuando ella me dijo con humildad: “Eso es lo que quiero hacer. Es lo que a mi esposo, que amaba la obra misional, le hubiera gustado”.

Se aceptó la ofrenda, registrándose como un donativo considerable al servicio misional. Vi el recibo que se extendió a su nombre, pero, de corazón, creo que también se registró en los cielos. Los invité a ella y al élder Richards a acompañarme al salón de conferencias de la Primera Presidencia, que en ese momento estaba desocupado. Esa habitación es hermosa y allí se puede sentir una sensación de paz. Le pedí a esa buena hermana que se sentara en la silla que habitualmente ocupa el Presidente de la Iglesia. Pensé que a él no le molestaría, ya que conozco sus sentimientos.

Cuando se sentó con toda humildad en esa silla de cuero, puso las manos sobre los brazos de la butaca, y dijo: “Éste es uno de los días más felices de mi vida”. También lo fue para el élder Richards y para mí.

Siempre que voy por la transitada calle Siete Este de Salt Lake City, me parece ver, con la imaginación, a una buena hija que padecía artritis llevando en las manos un plato de comida caliente para su anciana madre, que vivía en la acera de enfrente de esa calle. Ella ya se ha ido para unirse con la madre que la precedió en la muerte, pero esa lección la aprendieron bien sus propias hijas, que deleitan a su padre limpiándole la casa todas las semanas, invitándole a cenar con ellas y sus familias y compartiendo con él la risa de los buenos momentos que pasan juntos, dejando en el corazón de ese viudo una oración de gratitud por sus hijos, que son la luz de su vida. Los padres también se sienten solos, igual que las madres.

La religión pura

Una noche de Navidad, mi esposa y yo fuimos a una casa de reposo en Salt Lake City. En vano buscamos a una viuda de noventa y cinco años, cuya memoria se había deteriorado y no podía articular palabra. Uno de los asistentes nos ayudó a buscarla y la encontramos en el comedor; había terminado de comer y estaba sentada sola, con la mirada perdida, y no mostró señal de reconocernos. Al tratar de tomarle la mano, ella la alejó. Noté que tenía firmemente agarrada una tarjeta de Navidad. El ayudante sonrió y dijo: “No sé quién le envió esa tarjeta, pero no la pierde de vista. No puede hablar, pero la acaricia, se la acerca a la boca y la besa”. Reconocí la tarjeta: era una que mi esposa Frances le había enviado la semana anterior.

Salimos de allí llenos del espíritu de la Navidad, sin haber hecho mención del misterio de aquella tarjeta especial, de la vida que había alegrado y el corazón que había conmovido. Nos sentimos muy cerca del cielo.

No es necesario esperar a que llegue la Navidad, ni es preciso posponer hasta una fecha especial la respuesta a esta tierna exhortación del Salvador: “Ve, y haz tú lo mismo”13.

Seremos bendecidos al seguir Sus pasos, al meditar en Sus palabras y Sus obras, y al guardar Sus mandamientos. La viuda afligida, la criatura huérfana y el corazón solitario recibirán regocijo, consuelo y apoyo mediante nuestro servicio, y obtendremos un conocimiento más profundo de las palabras registradas en la epístola de Santiago:

“La religión pura y sin mácula delante de Dios el Padre es esta: Visitar a los huérfanos y a las viudas en sus tribulaciones, y guardarse sin mancha del mundo”14.

Ideas Para los Maestros Orientadores

Una vez que se prepare por medio de la oración, comparta este mensaje empleando un método que fomente la participación de las personas a las que enseñe. A continuación se encuentran algunos ejemplos:

  1. Pida a los integrantes de la familia que hagan una lista de todas las viudas, los viudos y los huérfanos que conozcan. Lean aquellas secciones del mensaje del presidente Monson que les ayude a entender los retos por los que pasan las viudas y otras personas que están en circunstancias similares, e invíteles a alegrar el corazón de alguna persona de la lista.

  2. Invite a los miembros de la familia a compartir experiencias de las ocasiones en las que hayan visitado o prestado servicio a alguien que viviera solo. Lean el agradecimiento del presidente Monson, y a continuación lea en voz alta la última sección de este mensaje y testifique de las bendiciones que se reciben al recordar a la gente que está sola.

Notas

  1. Jeremías 8:22.

  2. “¿Dónde hallo el solaz?”, Himnos , N.º 129.

  3. 1 Reyes 17:12.

  4. 1 Reyes 17:13–16.

  5. Lucas 7:11–15.

  6. Véase Lucas 20:46–47.

  7. 3 Nefi 24:5.

  8. D. y C. 83:6.

  9. “Make the World Brighter”, Deseret Sunday School Songs, 1909, N.º 197.

  10. Mateo 25:40.

  11. Thoughts for One Hundred Days , 1966, pág. 222.

  12. History of the Church, 4:567.

  13. Lucas 10:37.

  14. Santiago 1:27.