Un repollo para la Navidad
“Protegerá a los justos por su poder” (1 Nefi 22:17).
Una historia real
“Annie, necesitamos un repollo para la cena de Navidad de mañana”, dijo mamá. “Por favor, ve a casa de los Olsen y pídeles un repollo a cambio de estas patatas. Apúrate, ya casi es de noche”.
Annie, que tenía 11 años, suspiró. Dejó a un lado su tejido y tomó la bolsa de patatas. En Noruega era costumbre que las familias cenaran repollo para la Navidad y Annie sabía que estaría delicioso, pero no quería dejar el agradable calor de la cocina. “¿Puede acompañarme Gunnild?”, preguntó esperanzada.
“No, ella tiene que dar de comer a las cabras y ayudar a tu padre”.
Annie se abotonó el abrigo de piel de cabra y se apresuró a salir al frío aire. La nieve crujía bajo sus pies y el viento helado azotaba sus rubias trenzas mientras corría por el sendero.
En pocos minutos llegó a la cabaña de los Olsen y llamó a la puerta de madera. La señora Olsen se asomó y sus ojos azules se agrandaron con la sorpresa.
“¡Pero Annie! ¿Qué haces en medio de este frío viento? Tienes las mejillas como fresas. Pasa y caliéntate”.
Annie sentía un hormigueo en los dedos de las manos y de los pies mientras se calentaba junto a la lumbre. “Mi madre me ha pedido que le dé estas patatas a cambio de un repollo”, dijo.
“Ay, cuánto lo siento. Ya no tengo más repollo. Comimos el último ayer”. La señora Olsen removió el contenido de la gran olla negra que pendía sobre el fuego. “¿Te apetece un poco de avena?”.
“No, muchas gracias”, respondió Annie. “No puedo quedarme. ¿Sabe dónde puedo conseguir un repollo?”.
“Tal vez los Petersen tengan uno. Jens ha tenido una buena cosecha este año. Pero si vas allí debes darte prisa. Parece que se avecina una tormenta”.
“Gracias, señora Olsen”, dijo Annie mientras salía. Con la bolsa bajo el brazo, metió las manos en los bolsillos y avanzó. El viento helado le golpeaba el rostro y unos negros nubarrones resonaban sobre su cabeza.
Después de lo que parecieron horas, llegó a la casa de los Petersen. Afortunadamente, la señora Petersen tenía un repollo que podía darle a Annie a cambio de las patatas. Después de despedirse, Annie se dirigió a casa. A su alrededor iban cayendo pequeños copos de nieve que cubrían el camino de un blanco semejante al de las plumas de los gansos.
Annie pensó en la calientita cabaña de su familia. Casi podía oler el delicioso lutefisk (bacalao seco) y las patatas cocinándose. Tal vez su madre hiciera riskrem (budín de arroz) y escondiera una almendra en su interior. Quizás Annie fuera la afortunada en encontrarla.
La nieve empezó a caer con más fuerza. Sus pestañas estaban recubiertas de gruesos copos que también ocultaban el sendero. Annie escudriñó el terreno en busca del camino. “¿Es esa nuestra cabaña?”, pensó al ver una forma oscura en medio de la ventisca. Pero no eran más que unos matorrales. Annie estaba confusa. “¿Dónde estoy?”, se preguntaba. “¿Por qué las montañas parecen gigantes?”. Se sentía como en el interior de un sueño.
Las grandes acumulaciones de nieve parecían una cálida y blanca cama de plumas, que le invitaba a detenerse y dormir. Al principio se resistió a hacerlo al pensar en su casa. Avanzó con piernas que parecían postes de madera mientras mantenía agarrado el repollo. Pero al final las piernas le fallaron y se recostó, arropándose en un blando manto de nieve.
En casa, el padre de Annie contemplaba los remolinos que surcaban la nieve. ¿Dónde estaba Annie? Se puso su grueso abrigo y tomó el farol. Se apresuró por el camino, gritando al viento: “¡Annie, Annie!”.
Al lado de un enorme abeto se fijó en un extraño montículo. Avanzó con el farol en alto. Bajo la pálida luz vio una blanca figura en la nieve. ¿Era Annie? Se apresuró hacia ella, la tomó en brazos y la envolvió en su abrigo de piel.
“Por favor, Dios”, oró, “permite que viva”.
Una débil aliento escapó de los labios de Annie, mientras susurraba: “Papá”.
“¡Annie, estás viva! ¡Es un milagro!”, exclamó. “Dios ha preservado tu vida para un propósito especial”.
Nueve años más tarde, Annie se casó con Soren Hansen y tuvieron ocho hijos. Cuando Soren falleció, Annie vendió aserrín a las carnicerías para sostener a su familia. Cada día enganchaba su pony amarillo al carrito y llevaba una carga de aserrín a la cercana ciudad de Oslo.
Un día en que Annie se acercaba al mercado, oyó un alboroto inusual. Dos jóvenes hablaban a una multitud reunida cerca del mercado de verduras. Annie sintió curiosidad y se detuvo a escuchar. Ellos hablaban de un profeta y del Libro de Mormón.
El mensaje de ellos llegó al corazón de Annie. Se bautizó el 2 de marzo de 1857 y fue uno de los primeros conversos en Noruega.
Annie llegó a ser una poderosa misionera. Compartía el Evangelio con quien quisiera escucharla. Hasta el señor Gulbradsen, dueño del aserradero, se unió a la Iglesia después de que Annie le enseñó el Evangelio. Ella siguió compartiendo su testimonio hasta su muerte, acaecida en Noruega a los 81 años de edad. Algunos de sus hijos y nietos emigraron a América.
Hoy día, a sus tataranietos aún les encanta oír acerca del milagro de Annie, que fue en busca de un repollo para la Navidad.
Trisa Martin es miembro del Barrio Bountiful 30, Estaca Bountiful Este, Utah.
“Dios nos preservará y nos protegerá, y preparará el camino delante de nosotros para que vivamos y nos multipliquemos… y hagamos siempre Su voluntad”.
Presidente Joseph F. Smith (1838–1918), en Conference Report , octubre de 1905, págs. 5–6.