2004
Un bordado de Navidad
diciembre de 2004


Un bordado de Navidad

Después de la muerte de mi madre durante la temporada navideña, supimos que podíamos volver a sentir paz.

Acabo de ser padre por primera vez y tal vez por ello ahora más que nunca deseo y necesito una familia eterna.

El principio de la familia eterna cambió mi vida incluso antes de nacer. Cuando mi padre le pidió a mi madre que se casara con él, ella le expresó sus convicciones respecto al templo en una carta que tiene un valor incalculable para nuestra familia, parte de la cual dice así:

“El matrimonio en el templo es para siempre; perdura más allá de la muerte. Los hijos que nacen a padres casados en el templo [y] que viven de acuerdo con sus votos, se reunirán con sus padres en el cielo. La unidad familiar se preserva por el tiempo y la eternidad. Steve, creo tan claramente como creo que el sol saldrá mañana que esto es verdad; creo también que así como mi Padre Celestial me ama, así como Él te ama a ti, no podría preservar ningún otro tipo de relación más allá de la muerte porque Él es un Dios de verdad, obligado por Su palabra.

“Steve, si te amo tanto y sólo te conozco desde hace dos años y medio, ¿cuánto más significarás para mí con el paso del tiempo? Si no puedo responderte ahora debido a que no puedo enfrentar las posibles consecuencias, ¿cómo podría enfrentarlas más adelante?

“Sin el convenio de Dios, dos personas pueden edificar sus vidas en unión para verlas caer como una pesadilla inesperada. No se puede tener una conciencia tranquila”.

Estas palabras brindaron a mi padre el ánimo que necesitaba para unirse a la Iglesia. Mi madre accedió a casarse y mis padres se sellaron en el templo por esta vida y por la eternidad. El testimonio de mi padre se fortaleció por la serenidad que halló en el matrimonio en el templo, una paz que adquiriría un gran significado años más tarde.

A tempranas horas de un sábado por la mañana, el 19 de diciembre de 1987, nuestra familia se subió a la camioneta para realizar el trayecto de cuatro horas entre Shelley, Idaho, y Salt Lake City, Utah, para terminar nuestras compras de Navidad y ver las luces de la Manzana del Templo. Era un viaje de rutina; lo habíamos hecho varias veces, así que no tardé en quedarme dormido en el asiento posterior.

Menos de una hora más tarde, desperté aterrorizado por las sacudidas del vehículo a la izquierda y luego a la derecha. En un instante fui arrojado fuera del vehículo y aterricé de espaldas en el pavimento frío y cubierto de nieve. Apenas unos instantes antes, mi madre aseguró el asiento de carro de mi hermanita de un año luego de darle de comer, pero no se había abrochado su propio cinturón. Me senté mientras me friccionaba la cadera, oía el ruido de la camioneta que daba tumbos e intentaba recordar las circunstancias en las que me había quedado dormido.

Cuando la camioneta se detuvo, todo quedó en silencio por un momento; luego vi nuestro vehículo destrozado y comencé a percatarme de lo sucedido, aunque sin llegar a captar la magnitud del trágico suceso.

Algo magullado y bastante confuso, caminé hasta el siniestro y mi familia. Todos parecían estar heridos. Me acerqué a mi madre, que estaba recostada contra una de las llantas y le pregunté cómo se encontraba. La indecisa frase “No lo sé” tranquilizó mi mente asustada.

A los pocos minutos llegó un helicóptero de emergencias para llevarse a mi madre y a Josh, mi hermano de cinco años, a un hospital cercano. Yo me subí a una de las dos ambulancias que se llevaron al resto de mi accidentada familia a la sala de urgencias. Yo sólo tenía un ligero rasguño en la espalda y era el menos herido de todos.

Mi familia se dispersó por varias salas de observación para recibir tratamiento individual antes de volver a reunirnos una hora más tarde en una pequeña sala del hospital a petición de mi padre. Observé a los demás miembros de la familia, cuyos tratamientos médicos habían sido pospuestos temporalmente, y comencé a preocuparme por los efectos de esa tragedia inconcebible. Faltaban dos miembros de la familia: Josh, quien, como me enteré más tarde, estaba en coma y muy grave, y mamá.

Las palabras de mi padre jamás se borrarán de mi memoria.

“Mamá ha muerto”, masculló entre lágrimas.

Mi corazón se acongojó y los ojos también se me llenaron de lágrimas. La sala permaneció en silencio por unos minutos mientras absorbíamos la realidad de esas palabras.

“¿Quién nos va a preparar la comida?”, preguntó Sarah, de nueve años.

Papá respondió con las mejores palabras de consuelo que pudo hallar en tales circunstancias: “No lo sé. Ya veremos”.

Aquel año la Navidad fue diferente, pues se celebraba seis días después del accidente. Retrasamos la celebración de la festividad hasta que Josh se recuperó lo suficiente como para unirse a la familia. Entonces, aquella mañana especial de Navidad, mis siete hermanos y hermanas y yo nos reunimos con mi padre en un círculo alrededor del árbol para abrir los regalos. Nuestra familia tenía por costumbre que el más pequeño, en aquel entonces, mi hermanita de un año, eligiera el primer regalo que íbamos a abrir. Ella escogió un regalo que mi madre había preparado para la familia antes de morir.

Papá quitó el envoltorio de un bordado enmarcado que decía: “El círculo de nuestro amor es eterno”. La repercusión de aquella frase fue una fuente de paz para mi familia en aquel momento de prueba, y el significado de aquellas palabras nos ha unido más desde entonces con el conocimiento de que volveremos a ver a nuestra madre.

Hoy día, cerca de 17 años más tarde, recuerdo la poderosa verdad del carácter eterno de la familia ahora que comienzo la mía. Mi constante recordatorio de vivir dignamente emana no sólo del deseo de ver de nuevo a mi madre, sino también de mi deseo de vivir para siempre con mi esposa y mi hijito.

A menudo reflexiono en las consoladoras palabras del profeta José Smith: “Y la misma sociabilidad que existe entre nosotros aquí, existirá entre nosotros allá; pero la acompañará una gloria eterna que ahora no conocemos” (D. y C. 130:2).

El bordado que desenvolvimos hace muchos años aún cuelga en la sala de estar de mi familia, recordándonos a mí y a mis hermanos a nuestra amada madre, brindándonos una esperanza continua en el plan divino de nuestro Padre Celestial y concediéndonos serenidad debido a la promesa de que las familias eternas son posibles gracias al sacrificio de nuestro Salvador Jesucristo.

David Toy es miembro del Barrio Tates Creek, Estaca Lexington, Kentucky.