2004
El árbol de Navidad de los Apalaches
diciembre de 2004


El árbol de Navidad de los Apalaches

La Navidad de 1977 no fue muy feliz para mí. No había ningún familiar que viviera lo bastante cerca como para ir a visitarlo, casi no teníamos dinero y carecíamos de decoraciones bonitas que me levantaran el ánimo… sólo un escuálido arbolito de Navidad decorado con papeles de colores y cadenas de palomitas de maíz. De no ser por la inocente esperanza de nuestros pequeños, ni me habría molestado en poner el árbol.

A mi esposo le tomaba 45 minutos para ir al trabajo en el auto, llevándose nuestro único medio de transporte. Me pasaba todo el día en casa, cada día, a kilómetros de distancia de todo y de nada. El pueblo más cercano estaba a 20 minutos en automóvil por unas carreteras montañosas increíblemente sinuosas. La capilla y la mayoría de los miembros de nuestra pequeña rama estaban casi a una hora de distancia.

Nos habíamos mudado a ese aislado valle de los Apalaches en un ataque de idealismo y aventura. Mi esposo había oído de unos terrenos baratos en Virginia y antes de que pudiera decirle que estaba “donde el diablo perdió el poncho”, ya nos habíamos mudado para allá. Construyó una casita en la ladera de la montaña, con agua procedente de un arroyo cercano.

Teníamos vecinos, aunque eran contados. La casa más próxima era una cabaña de troncos de 1801 que alquiló por una corta temporada una joven familia de nuestra rama, los Anderson (se han cambiado los nombres), que eran tan pobres como nosotros. Donald, el padre, trabajaba seis y hasta siete días a la semana. Donald y Ruth tenían tres hijos pequeños, como nosotros, y Ruth estaba constantemente agotada.

El trayecto desde mi casa hasta la de Ruth era algo precario, por tener que ir por un camino enlodado y lleno de profundos surcos. Para cualquiera de las dos, con un bebé en brazos y otros dos pequeños a nuestro cuidado, resultaba un tanto difícil visitarnos. Sin embargo, durante una de esas raras ocasiones, Ruth me dijo que no habían podido conseguir un árbol de Navidad. Donald salía de casa antes de que amaneciera y no volvía hasta bien entrada la noche. Ruth no se sentía bien como para ir de un lado a otro por el bosque en busca de un árbol.

Una noche, antes de la Navidad, me vino la repentina y urgente impresión de buscar un árbol de Navidad para los Anderson. La idea me había llegado de repente: tenía que conseguirles un árbol. Por patético que fuera nuestro árbol, al menos trajo una porción del espíritu navideño a nuestro hogar.

Pasé el resto de la tarde preparando cadenas de papel y de palomitas y, por supuesto, una estrella amarilla y brillante para lo alto del árbol. Por la mañana salí a la montaña y busqué hasta que encontré un árbol pequeño. Lo corté con un hacha y encontré una lata vieja que decoré y llené de tierra a modo de base. El producto final causaba más risa que admiración, pero era suficiente para levantar el ánimo… si se entrecerraban los ojos.

Llamé para preguntarle a Ruth si podía ir a visitarla, arropé a los niños y bajamos por la montaña. Me las arreglé para llevar el árbol y los niños sin mayores contratiempos y llegamos sanos y salvos a la puerta de la cabaña. Cuando Ruth abrió la puerta, echó un vistazo a mi cómico arbolito y se echó a llorar. Entré en la casa bastante temerosa de que mi idea no había sido tan buena después de todo.

Cuando Ruth recobró la compostura, se explicó entre lágrimas. Era ya tarde, la noche anterior, cuando Donald por fin llegó a casa del trabajo. Como casi se les había acabado la comida, toda la familia se subió al auto para realizar el largo trayecto hasta la tienda. Al poco rato, el pequeño Michael, de tres años, dijo: “Papi, ¿podemos hacer una oración?”.

Donald le preguntó si le gustaría ofrecerla, y con la sencilla fe de un niño, Michael le pidió a nuestro Padre Celestial que los ayudara a obtener un árbol de Navidad. Después de decir “Amén”, Donald y Ruth se miraron, conscientes de que tendrían que esforzarse mucho para satisfacer el deseo del corazón de su pequeño. Aquella noche no lograron idear un plan y se fueron a la cama algo más que perplejos.

Así que cuando aparecimos con nuestro arbolito, fuimos la respuesta a más de una oración. Cuando los hijos de los Anderson nos vieron, gritaron de alegría y prepararon un lugar de honor para nuestro extraño árbol. Jamás podría haber habido un árbol de Navidad más querido.

Sin embargo, el milagro de aquella Navidad no fue tan sólo la oración que partió del corazón de un pequeño hacia el cielo para bajar al corazón de alguien que podía ayudar, sino que también lo fue el poder que encontré en el acto de dar a los demás.

Desde el momento en que tuve la impresión de buscar un árbol para los Anderson, el Espíritu de la Navidad comenzó a llenar mi propio corazón. Me sentí agradecida de que el Señor me amara tanto como para emplearme como un instrumento y enseñarme. Volví a recordar que cuando nos hallamos a nosotros mismos es cuando nos perdemos en el servicio a los demás. Al servir, descubrimos que “Él sana a los quebrantados de corazón, y venda sus heridas” (Salmos 147:3).

Laurie Hopkins es miembro del Barrio Big Thompson, Estaca Loveland, Colorado.