2004
Venid a Cristo
diciembre de 2004


Principios del Libro de Mormón

Venid a Cristo

En la maravillosamente adecuada conclusión del Libro de Mormón, el profeta Moroni nos exhorta a venir a Cristo (véase Moroni 10:30, 32). Al meditar en el significado de esta súplica apremiante, se me han planteado varias preguntas: ¿Por qué venir a Cristo? ¿Cómo podemos hallar el camino? Y ¿cómo sabemos que estamos en el camino correcto?

¿Por qué venir a Cristo?

El mundo nos ofrece muchas opciones de a qué o a quién “venir”. Diversas religiones, filosofías, sistemas sociales, ideologías políticas e intereses comerciales o personales luchan insistentemente por obtener nuestra afiliación. Muchos son los que creen que hay varios caminos para llegar al cielo y que en realidad no importa por cuál se viaja.

Durante el ministerio terrenal de Jesús hubo un periodo en el que miles de personas le siguieron. Tal vez simplemente tenían curiosidad o querían algo. Él los alimentó con cinco panes y dos peces, y les enseñó: “Yo soy el pan de vida” (Juan 6:48). Al darse cuenta de la obediencia que se les requeriría, muchos decidieron dejar de “venir” a Él. Jesús preguntó a Sus Doce Apóstoles: “¿Queréis acaso iros también vosotros?” (versículo 67).

Pedro respondió: “Señor, ¿a quién iremos? Tú tienes palabras de vida eterna. Y nosotros hemos creído y conocemos que tú eres el Cristo, el Hijo del Dios viviente” (versículos 68–69).

¿Por qué venir a Cristo? Dicho con sencillez, porque ningún otro camino conduce a la vida eterna. Jesús hizo esta audaz declaración: “Yo soy el camino, y la verdad, y la vida; nadie viene al Padre, sino por mí” (Juan 14:6).

Las Escrituras declaran que “nada impuro puede entrar” en la santa presencia de Dios. Para quedar limpios y presentarnos ante Él “sin mancha” en el postrer día, debemos ser purificados mediante la sangre expiatoria de Jesucristo (véase 3 Nefi 27:19–20; véase también Moroni 10:33). Cristo es el único nombre, camino o medio para venir al Padre (véase Mosíah 3:17; Helamán 5:9).

En ocasiones tal vez volvamos la vista hacia lugares equivocados —a otras personas o cosas— en busca de respuestas a las preguntas cruciales de la vida cuando debiéramos acudir al Salvador y a la guía del Espíritu Santo. Cuando tomamos la decisión de acudir a Cristo y seguir los nobles pensamientos y sentimientos de nuestro interior, nuestro carácter adquiere integridad. El presidente David O. McKay (1873–1970) dijo: “Aquello que pensamos sinceramente de Cristo en el corazón determinará lo que serán [y] determinará en gran medida cuáles serán sus actos”1.

¿Cómo podemos hallar el camino?

Por designio divino, siempre enfrentamos decisiones importantes. Tal vez nos planteemos preguntas como: ¿Por qué hay tanto sufrimiento y odio? ¿Existe Dios? ¿Qué piensa Él de mí? Con el tiempo llegamos a la conclusión de que no conocemos todas las respuestas y de que con toda certeza debe haber alguien que sepa más que nosotros. Si somos capaces de darnos cuenta de que ese alguien es Jesucristo, es probable que lleguemos a ser más humildes y dóciles y, al igual que Abraham, deseemos “ser un seguidor más fiel de la rectitud” (Abraham 1:2).

En los momentos apacibles que dedicamos a la reflexión, podemos escudriñar nuestros pensamientos en busca de la senda que nos lleve a Cristo. El presidente James E. Faust, Segundo Consejero de la Primera Presidencia, dijo: “Apacigüen su alma y escuchen los susurros del Santo Espíritu. Sigan los sentimientos nobles e instintivos plantados en lo profundo de su alma por Dios”2. El Espíritu Santo es un revelador cuya responsabilidad consiste en conducirnos a Cristo (véanse Moroni 10:5–7; D. y C. 11:12–14). Conforme vayamos sometiéndonos al “influjo del Santo Espíritu” (Mosíah 3:19), admitiremos nuestras faltas y nos arrepentiremos de verdad.

Con la ayuda del Espíritu Santo seremos capaces de obedecer con humildad las leyes de la obediencia y el sacrificio, y soportar la adversidad que se nos avecine. Entonces comenzaremos a desarrollar la dignidad personal y un corazón blando y comprensivo. Si logramos evitar el murmurar, nuestras obras se convierten en “frutos… de arrepentimiento” (Alma 9:30), concediéndonos así el corazón quebrantado y el Espíritu contrito requeridos. De este modo, al venir a Cristo, nuestro camino se convierte en Su camino.

Al entrar en ese camino estrecho y angosto (véase 2 Nefi 9:41), tal vez nos preguntemos: ¿Por qué es tan angosto? Pero también sabremos que todos los demás senderos no hacen sino malgastar nuestro don común: el tiempo. El sendero estrecho sigue siendo la distancia más corta que existe entre el hombre natural y el discípulo de Cristo.

¿Cómo sabemos que estamos en el camino correcto?

Podemos saber que nos hallamos en el camino correcto por medio de las bendiciones y las manifestaciones del Espíritu Santo en nuestra vida, quien gentilmente nos dará conocimiento, instrucción y corrección para que podamos regresar a la presencia del Padre. Al honrar el sacerdocio y tomar parte en las sagradas ordenanzas, “el poder de la divinidad” se manifestará en nuestra vida personal (véase D. y C. 84:20. “Las palabras de Cristo [nos] dirán todas las cosas que [debemos] hacer” (2 Nefi 32:3) y nos conducirán a un gozo que nadie conoce, excepto los humildes y penitentes (véase Alma 27:18).

Al escudriñar las Escrituras, podremos decir que hemos oído la voz del Salvador (véase D. y C. 18:34–36). En medio de nuestras aflicciones podremos sentir Su dolor y padecimientos e identificarnos con ellos. Al arrepentirnos, Su Expiación nos acercará aún más a Él.

Si seguimos el sendero, le permitimos a Él obrar en nosotros y por medio de nosotros; nos damos cuenta de que Él puede hacer más con nosotros de lo que nosotros podríamos hacer; servimos con más capacidad de lo que habríamos imaginado.

Somos verdaderamente bendecidos cuando elegimos venir a Cristo. El participar de Su amor expiatorio es un gozo inmensurable, y ser Su discípulo y seguir Su camino es la mejor decisión que jamás podremos tomar, pues Él es el Cristo mismo.

Notas

  1. En Conference Report, abril de 1951, pág. 93.

  2. “Cuán cerca de los ángeles”, Liahona, julio de 1998, pág. 108.