Qué firmes cimientos
Podemos fortalecer nuestro cimiento de fe y nuestro testimonio de la verdad a fin de no flaquear ni desfallecer.
Mis queridos hermanos y hermanas, tanto los que se encuentran al alcance de mi vista como los que se hallan reunidos por todo el mundo, les pido su fe y sus oraciones al cumplir con la asignación y el privilegio de dirigirles la palabra.
En 1959, poco después de haber comenzado mi servicio como presidente de la Misión Canadiense, cuya oficina central se encontraba en Toronto, Ontario, Canadá, conocí a N. Eldon Tanner, un distinguido canadiense que tan sólo unos meses después sería llamado al cargo de Ayudante del Quórum de los Doce Apóstoles, más tarde al Quórum de los Doce y posteriormente como consejero de cuatro Presidentes de la Iglesia.
Cuando le conocí, el presidente Tanner era presidente de la gran empresa Trans-Canada Pipelines, Ltd., y presidente de la Estaca Calgary, Canadá, país donde lo conocían como “Sr. Integridad”. En aquella primera reunión, hablamos, entre otras cosas, de los fríos inviernos canadienses durante los que rugen las tempestades y las temperaturas bajo cero se mantienen a lo largo de semanas, y donde los vientos glaciales bajan la temperatura aún más. Le pregunté al presidente Tanner por qué razón los caminos y las carreteras de la parte occidental de Canadá se conservan básicamente intactos durante semejantes inviernos, casi sin indicios de resquebrajaduras ni grietas mientras que en muchas regiones donde los inviernos no son tan fríos ni tan crudos la superficie de las carreteras se llena de baches.
Él me explicó: “La respuesta yace en la profundidad de la base de los materiales de pavimentación. Para que el pavimento se conserve firme e intacto, es preciso afirmar los cimientos con varias capas profundas. Si los cimientos no tienen la profundidad suficiente, la superficie del pavimento no resiste las temperaturas extremas”.
A través de los años, he reflexionado muchas veces en aquella conversación y en la explicación del presidente Tanner, dado que reconozco en sus palabras una sustancial aplicación a nuestra vida. Planteado con sencillez, si no tenemos un cimiento profundo de fe ni un sólido testimonio de la verdad, tendremos dificultades para soportar las rigurosas tempestades y los vientos glaciales de la adversidad que inevitablemente le sobrevienen a cada uno de nosotros.
La vida terrenal es un periodo de prueba, el tiempo para probar que somos dignos de volver a la presencia de nuestro Padre Celestial. A fin de ser probados, debemos hacer frente a problemas y dificultades. Éstos podrán derribarnos y la superficie de nuestra alma podrá agrietarse y desmoronarse si nuestro cimiento de fe y nuestro testimonio de la verdad no están firme y profundamente establecidos en nuestro interior.
Podremos depender de la fe y del testimonio de los demás sólo por un tiempo limitado. Al final, tendremos que contar con nuestro propio, firme y profundamente establecido cimiento, o no podremos resistir las tormentas de la vida, las que, de cierto, sobrevendrán. Tales tormentas presentan diversas formas. Podríamos enfrentarnos con el pesar y con la congoja de ver a un hijo escoger apartarse del sendero que conduce a la verdad eterna y preferir viajar por las sendas peligrosas del error y de la desilusión. La enfermedad podría sobrevenirnos a nosotros o a un ser querido, trayendo consigo el sufrimiento y a veces la muerte. Los accidentes podrían dejar sus crueles huellas o acabar con la vida. La muerte sobreviene a los ancianos al caminar con sus pasos vacilantes, pero la muerte también llama a los que apenas han llegado a la mitad del viaje de la vida y suele acallar la risa de niños pequeños.
A veces no vemos ninguna luz al final del túnel ni ninguna alborada que rompa las tinieblas de la noche. Nos sentimos rodeados del dolor de corazones desconsolados, de la desilusión de ver sueños que se hacen añicos y de la desesperación de ver esfumarse las esperanzas. Nos sumamos a la súplica bíblica: “¿No hay bálsamo en Galaad?” (Jeremías 8:22). Nos inclinamos a ver nuestras propias desgracias personales a través del distorsionado prisma del pesimismo. Nos sentimos abandonados, desconsolados y solos.
¿Cómo podemos edificar un cimiento firme que resista tales vicisitudes de la vida? ¿Cómo podemos mantener la fe y el testimonio indispensables para llegar a experimentar el regocijo prometido a los fieles? Es preciso realizar un esfuerzo constante y tenaz. La mayoría de nosotros hemos experimentado inspiración con tal fuerza que ello nos ha hecho derramar lágrimas y sentir la determinación de permanecer siempre fieles. He oído decir: “Si tan sólo pudiese conservar siempre esos sentimientos, nunca tendría dificultades para hacer lo que debo”. Sin embargo, esos sentimientos suelen ser efímeros. La inspiración que sentimos durante estas sesiones de la conferencia podrá disminuir y esfumarse al llegar el lunes y enfrentarnos con la rutina del trabajo, de los estudios y del dirigir el hogar y la familia. Esas cosas podrán trasladar fácilmente nuestra mente de lo santo a lo mundano, de lo que eleva a lo que, si lo permitimos, comenzará a socavar poco a poco nuestro testimonio y nuestro firme cimiento.
Naturalmente, no vivimos en un mundo donde experimentemos nada más que lo espiritual, pero sí podemos fortalecer nuestro cimiento de fe y nuestro testimonio de la verdad a fin de no flaquear ni desfallecer. Podrían ustedes preguntar: ¿Cómo se puede adquirir y mantener con la mayor eficacia el cimiento necesario para sobrevivir espiritualmente en el mundo en que vivimos?
Quisiera sugerirles tres pautas que nos servirán de ayuda en nuestra búsqueda.
Primero, fortalezcan su cimiento por medio de la oración. “La oración del alma es el medio de solaz” (“La oración del alma es”, Himnos, Nº 79).
Cuando oremos, comuniquémonos de verdad con nuestro Padre Celestial. Es fácil que nuestras oraciones se vuelvan repetitivas y que pronunciemos palabras sin pensar casi en lo que decimos. Si recordamos que cada uno de nosotros es literalmente un hijo o una hija espiritual de Dios, no hallaremos dificultad alguna para acercarnos a Él en oración. Él nos conoce, Él nos ama y desea lo mejor para nosotros. Oremos con sinceridad y con sentido, oremos con acción de gracias y pidamos lo que necesitemos. Escuchemos la respuesta de nuestro Padre, a fin de reconocerla cuando se manifieste. Si lo hacemos así, seremos fortalecidos y bendecidos. Llegaremos a conocerle a Él y lo que Él desea para nuestra vida. Si le conocemos, si confiamos en Su voluntad, el cimiento de nuestra fe se fortificará. Si alguno de nosotros ha sido lento en escuchar y obedecer el consejo de orar siempre, no hay momento mejor para comenzar a hacerlo que ahora mismo. William Cowper indicó: “Satanás tiembla cuando ve de rodillas al más débil de los santos” (en William Neil, Concise Dictionary of Religious Quotations, 1974, pág. 144).
No descuidemos nuestras oraciones familiares, puesto que éstas son eficaces para disuadir del pecado y, por lo tanto, son la fuente más benéfica de regocijo y felicidad. El antiguo refrán sigue siendo cierto: “La familia que ora unida permanece unida”. Cuando damos a nuestros hijos el ejemplo de la oración, les ayudamos a comenzar a edificar su propio cimiento profundo de fe y el testimonio que les hará falta tener a lo largo de toda su vida.
Mi segunda pauta: Estudiemos las Escrituras, “de día y de noche [meditemos] en [ellas]” como aconseja el Señor en el libro de Josué (1:8).
En 2005, cientos de miles de Santos de los Últimos Días aceptaron el desafío del presidente Gordon B. Hinckley de leer el Libro de Mormón antes del final de año. Creo que diciembre de 2005 ha marcado un récord sin precedentes del total de horas dedicadas a cumplir puntualmente con dicho desafío. Fuimos bendecidos tras llevar a cabo esa tarea, dado que se fortaleció nuestro testimonio y aumentó nuestro conocimiento. Quisiera instar a todos, y a mí mismo, a proseguir leyendo y estudiando las Escrituras, a fin de entenderlas y de aplicar a nuestra vida las lecciones que se encuentran en ellas. Parafrasearé las palabras del poeta James Phinney Baxter:
El que aprende y aprende sin llegar nunca a entender
Es como el que ara y ara sin llegar nunca a sembrar.
(“The Baxter Collection”, Baxter Memorial Library, Gorham, Maine)
El dedicar cada día al estudio de las Escrituras ciertamente fortalecerá nuestro cimiento de fe y nuestro testimonio de la verdad.
Recordemos el regocijo que experimentó Alma cuando viajaba hacia el sur, de la tierra de Gedeón a la tierra de Manti, y se encontró con los hijos de Mosíah. Alma no los había visto desde hacía algún tiempo y se alegró muchísimo de ver que “aún eran sus hermanos en el Señor; sí, y se habían fortalecido en el conocimiento de la verdad; porque eran hombres de sano entendimiento, y habían escudriñado diligentemente las Escrituras para conocer la palabra de Dios” (véase Alma 17:1–2).
Ruego que nosotros también conozcamos la palabra de Dios y que dirijamos nuestra vida de acuerdo con ella.
Mi tercera pauta para edificar un firme cimiento de fe y de testimonio tiene que ver con el servicio.
Cuando me dirigía a la oficina una mañana, pasé junto a una tintorería que tenía un cartel en la ventana que decía: “Lo que cuenta es el servicio”. El mensaje de aquel cartel sencillamente no se me iba de la mente. Y de súbito me di cuenta del porqué: En realidad, el servicio es lo que cuenta, vale decir, el servicio al Señor.
En el Libro de Mormón leemos del noble rey Benjamín. Con la verdadera humildad de un líder inspirado, él expresó su deseo de servir a los de su pueblo y conducirlos por las sendas de la rectitud. En seguida, les dijo:
“Por haberos dicho que había empleado mi vida en vuestro servicio, no deseo yo jactarme, pues sólo he estado al servicio de Dios.
“Y he aquí, os digo estas cosas para que aprendáis sabiduría; para que sepáis que cuando os halláis al servicio de vuestros semejantes, sólo estáis al servicio de vuestro Dios” (Mosíah 2:16–17).
Ése es el servicio que cuenta, el servicio al que todos hemos sido llamados: el servicio del Señor Jesucristo.
A lo largo del sendero de la vida, observarán que no son los únicos viajeros. Hay otras personas que necesitan su ayuda; hay pasos que afirmar, manos que estrechar para brindarles ayuda, mentes que alentar, corazones que inspirar y almas que salvar.
Hace trece años tuve el privilegio de dar una bendición a una hermosa jovencita de doce años llamada Jami Palmer. Acababan de diagnosticarle cáncer y se sentía asustada y desconcertada. Posteriormente fue sometida a una operación quirúrgica y a una dolorosa quimioterapia. Hoy está libre del cáncer y es una radiante y hermosa joven de veintiséis años que ha logrado mucho en la vida. Hace un tiempo, me enteré de que, en su hora más sombría, cuando el futuro le parecía lúgubre, se le comunicó la necesidad de realizar varias operaciones en la pierna donde tenía localizado el cáncer. Tendría que olvidarse de la excursión que su clase de las Mujeres Jóvenes había planeado desde hacía mucho tiempo para ascender por el escarpado sendero hasta la “Timpanogos Cave”, una cueva enclavada en las Montañas Wasatch, a unos sesenta y cinco kilómetros al sur de Salt Lake City, Utah. Jami les dijo a sus amigas que tendrían que ir sin ella. Estoy seguro de que lo dijo con emoción en la voz y desencanto en el corazón. Pero las otras jóvenes le respondieron enérgicamente: “¡No, Jami, tú vienes con nosotras!”.
“Pero si no puedo caminar”, fue la angustiada respuesta.
“Entonces”, le contestaron las amigas, “¡te llevaremos nosotras!”. Y así lo hicieron.
Hoy, la excursión es sólo un recuerdo, pero en realidad es mucho más que eso. James Barrie, poeta escocés, dijo: “Dios nos ha dado recuerdos para que tengamos rosas primaverales en el invierno de nuestra vida” (parafraseando a James Barrie, en Laurence J. Peter, compiladores, Peter’s Quotations: Ideas for Our Time, 1977, pág. 335). Ninguna de esas valiosísimas jóvenes olvidará jamás aquel día memorable en el que nuestro amoroso Padre Celestial las contempló desde los cielos con una sonrisa de aprobación y contentamiento.
Cuando el Señor nos llama a Su obra, nos invita a acercarnos más a Él, y nosotros sentimos Su Espíritu.
Al establecer el firme cimiento de nuestra vida, recuerde cada uno de nosotros la preciosa promesa del Señor:
Pues ya no temáis, y escudo seré,
que soy vuestro Dios y socorro tendréis;
y fuerza y vida y paz os daré,
y salvos de males… vosotros seréis.
(“Qué firmes cimientos”, Himnos, Nº 40)
Que cada uno de nosotros se haga merecedor de esa bendición, ruego humildemente, en el nombre de Jesucristo, nuestro Salvador. Amén.