Dirigir la mirada hacia Cristo y acudir y venir a Él
El Mesías extiende Su brazo de misericordia a todos, siempre dispuesto a recibirnos, si es que decidimos venir a Él.
En la magnifica pintura de Minerva Teichert, Cristo con un manto rojo, con las marcas de los clavos en las manos y con los brazos abiertos, se muestra en toda Su majestuosidad. Con ternura y compasión dirige Su mirada hacia las mujeres que tratan de llegar hasta Él.
Me encanta el simbolismo de las mujeres que extienden su mano para tocar al Salvador. Deseamos estar cerca del Salvador porque sabemos que Él nos ama y desea envolvernos “para siempre en los brazos de Su amor”1. Su mano puede curar cualquier dolencia, sea espiritual, emocional o física. Él es nuestro Abogado, el Gran Ejemplo, el Buen Pastor y el Redentor. ¿A dónde más podríamos dirigir nuestra mirada, a dónde más podríamos acudir, a dónde más podríamos venir, sino a Jesucristo, “el autor y consumador de la fe”?2
Él dijo: “Sí, en verdad… si venís a mí, tendréis vida eterna. He aquí, mi brazo de misericordia se extiende hacia vosotros; y a cualquiera que venga, yo lo recibiré”3. Su promesa nos invita no sólo a extender nuestra mano hacia Él, sino también a dar los importantísimos pasos siguientes: Venir a Él.
Esta doctrina es sumamente motivadora y alentadora. El Mesías extiende Su brazo de misericordia a todos, siempre dispuesto a recibirnos, si es que decidimos venir a Él. Si venimos al Salvador con “íntegro propósito de corazón”4, sentiremos Su amorosa mano en las formas más personales.
“Una mujer”5 tomó esa decisión y sintió Su poder: “Una mujer que padecía de flujo de sangre desde hacía doce años, y que había gastado en médicos todo cuanto tenía, y por ninguno había podido ser curada,
“se le acercó por detrás y tocó el borde de su manto; y al instante se detuvo el flujo de su sangre.
“Entonces Jesús dijo: ¿Quién es el que me ha tocado? Y negando todos, dijo Pedro y los que con él estaban: Maestro, la multitud te aprieta y oprime, y dices: ¿Quién es el que me ha tocado?
“Pero Jesús dijo: Alguien me ha tocado; porque yo he conocido que ha salido poder de mí.
“Entonces, cuando la mujer vio que no había quedado oculta, vino temblando, y postrándose a sus pies, le declaró delante de todo el pueblo por qué causa le había tocado, y cómo al instante había sido sanada.
“Y él le dijo: Hija, tu fe te ha salvado; vé en paz” 6.
Me he preguntado qué habría ocurrido si esa mujer aquejada por el flujo de sangre no hubiese creído en el Salvador lo suficiente como para llevar a cabo el esfuerzo necesario para tocar el borde de Su manto. Entre aquella multitud, me imagino que llegar a estar tan cerca de Él le habrá requerido un gran esfuerzo. No obstante, “no dudando nada”7, ella persistió.
De forma similar, debemos demostrar que la fe en el Señor se ha adentrado en nuestro corazón lo suficiente como para motivarnos a actuar.
Una amiga me habló de una ocasión en la que se sentía inconsolable. Era tal el dolor que la afligía, debido a una tragedia ocurrida en la familia, que cierto día ni siquiera fue capaz de salir de casa. Inesperadamente, una hermana de la Sociedad de Socorro llamó a su puerta y le dijo: “Sentí que me necesitabas”. Esa hermana no hizo preguntas ni indagó los detalles; sólo abrazó a mi amiga y le dijo: “¿Quieres que ofrezcamos una oración?”. Después de orar, la hermana se marchó. Ese amable detalle y delicada actitud fue de gran ayuda para sanar el corazón herido de mi amiga.
Esa amorosa hermana de la Sociedad de Socorro no sólo escuchó al Espíritu, sino que actuó conforme a esa inspiración. En un sentido real, ella demostró que la virtud de las doctrinas salvadoras había llegado hasta su corazón a tal grado que todos los días se empeñaba en ser más como Cristo. Sus actos reflejaban su comprensión particular de que “la caridad nunca deja de ser” 8.
De los millares de ustedes, fieles hermanas de la Sociedad de Socorro que, al igual que esa compasiva hermana, reflejan el “eterno” amor de Cristo,9 que es la caridad, el presidente Gordon B. Hinckley ha dicho: “Innumerables son las obras de esas notables, magníficas y generosas mujeres al prestar socorro a los afligidos, al atender a los enfermos, al dar alegría y consuelo a los que sufren pesares… al levantar a los que han caído, infundiéndoles fortaleza, aliento y el deseo de seguir adelante”10.
Esa misma voluntad para seguir adelante hacia nuestro Salvador a veces requiere de un arrepentimiento inmediato. Se trata de reconocer que hemos cometido errores o que no hemos hecho lo que debíamos para animar o ayudar a alguien. Esas rectificaciones en nuestros pensamientos, palabras y obras son esenciales para todos los que desean venir a Cristo. Representan decisiones individuales sobre cómo podremos tocar la vida de los demás, en sentido literal y figurado.
Nos acercamos al Salvador a medida que envolvemos a los demás en los brazos de nuestro amor, o no lo hacemos; aliviamos las heridas emocionales o físicas, o no lo hacemos; dirigimos una mirada amorosa más bien que crítica, o no lo hacemos; pedimos perdón por el daño que hemos causado, aunque no haya sido intencionado, o no lo hacemos; realizamos el difícil trabajo espiritual de perdonar a los que nos han ofendido, o no lo hacemos; corregimos enseguida nuestros errores o negligencias en nuestros tratos con los demás en cuanto nos damos cuenta de ellos, o no lo hacemos.
Al igual que ustedes, yo sé qué significa realizar rectificaciones esenciales en el rumbo que tomamos. Recuerdo una ocasión en la que, sin querer, ofendí a una hermana de mi barrio. Tenía que arreglar el asunto, pero debo admitir que mi orgullo me impidió ir a ella y pedirle perdón. Ya fuese por mi familia, otros compromisos, etc., el caso es que encontré el modo de posponer mi arrepentimiento. Estaba segura de que las cosas se arreglarían solas, pero no fue así.
En la quietud no de una noche, sino de varias, me desperté con la clara comprensión de que no iba por el camino que el Señor deseaba que tomase. No estaba obrando conforme a mi fe de que Su brazo de misericordia en verdad se hallaba extendido hacia mí, siempre y cuando actuara de la forma correcta. Oré para recibir fuerza y valor, me humillé y fui hasta la casa de esa hermana y le pedí perdón. Esa experiencia resultó ser algo dulce y benéfico para ambas.
A veces, una rectificación de rumbo es algo tan inmediato como detener nuestro apresurado paso hacia la salida después de las reuniones de la Iglesia y, en vez de ello, cruzar el vestíbulo para saludar a una solitaria hermana que sabemos que hablará por largo rato con nosotras. Con frecuencia, será algo a largo plazo como el superar el resentimiento hacia los miembros de nuestra familia que nos tratan de forma desconsiderada, todo ello mientras procuramos edificar vínculos positivos. Normalmente, esas rectificaciones de rumbo, que son casos cruciales de arrepentimiento, “da[n] fruto apacible de justicia…”11.
Al buscar ese fruto de justicia, no es de extrañar que, al igual que las mujeres de la extraordinaria obra de arte de Minerva Teichert, extendamos nuestras manos con fervor y adoración por el Salvador, pues nosotros sabemos que Él extiende “su brazo de misericordia hacia aquellos que ponen su confianza en él”12. Y debido a que esa gloriosa promesa es verdadera, ¿a dónde más podríamos dirigir nuestra mirada, a dónde más podríamos acudir, a dónde más podríamos venir, sino a Jesucristo, la Luz del Mundo, el Cordero de Dios, nuestro Mesías?
Yo sé que “[surge] el Hijo de Justicia, con salvación en sus alas”13 no sólo para esa mujer en particular aquejada por el flujo de sangre, sino también para cada una de nosotras. Él nos guiará, nos bendecirá y nos congregará, si decidimos venir a Él. Es mi ruego que podamos hacerlo todos los días de nuestra vida.
En el nombre de Jesucristo. Amén.