Cómo recordar el amor del Señor
Debemos procurar conocer el amor del Señor y sentirlo en nuestra vida.
La pintura de Cristo con un manto rojo, de Minerva Teichert, pareció ser la perfecta para representar la Escritura que elegimos para esta tarde: “Estoy para siempre envuelto entre los brazos de su amor” (2 Nefi 1:15). Con los brazos extendidos hacia nosotras, se ve cómo Cristo nos da una bienvenida; así como cuando invitó a los nefitas “Levantaos y venid a mí” (3 Nefi 11:14), nos invita a cada una de nosotras, a ir de una en una hacia Él, para que también sepamos que Él es “el Dios de toda la tierra, y que [ha] sido muerto por los pecados del mundo” (3 Nefi 11:14). Al aceptar esta invitación, comprendemos qué se siente al estar envueltas entre los brazos de Su amor.
Estoy segura de que todas ustedes, en un momento u otro, se han sentido envueltas entre los brazos de Cristo; pero si son como yo, habrá momentos en que sientan temor, en los que el estrés y el ajetreo de la vida parezcan abrumadores, y se sientan sin la guía del Espíritu; quizás hasta piensen que han quedado desamparadas. Cuando experimento esos sentimientos, el mejor remedio son los recuerdos de los momentos en que la paz de Cristo me ha fortalecido. Por lo tanto, esta tarde las invito a recordar conmigo lo que es sentir el amor del Señor en su vida y a sentirse envueltas entre Sus brazos.
Mi madre falleció cuando yo era una madre joven, cuando aún necesitaba de su apoyo y de sus consejos. Ella sobrevivió sólo seis semanas después de habérsele diagnosticado cáncer. Al principio me preocupaba mi padre, pero sentía gratitud porque mamá no había sufrido mucho y porque su fallecimiento había sido una dulce experiencia para nosotros. Pero pocas semanas más tarde, llegaban el Día de la Madre y su cumpleaños, y empecé a extrañarla muchísimo. Deseaba que me rodeara con sus brazos y deseaba saber que ella estaba bien. Quería decirle que la amaba y la extrañaba.
Una noche, mientras oraba y lloraba (lo cual hacía a menudo en ese entonces), sentí cómo el consuelo llenaba mi cuerpo de una manera súbita y poderosa. Ese sentimiento me restableció y me brindó paz. Aunque físicamente no duró mucho, fue inmensamente reconfortante. Sabía que era el amor del Señor que me envolvía para brindarme paz y fortaleza. Ese momento tan importante ha permanecido en mi memoria como un regalo que desenvuelvo y recuerdo cuando la vida se torna difícil.
En ocasiones, sin que haya necesidad, también he experimentado esos momentos de amor y la paz resultante de éstos de forma inesperada, sin tener ningún problema o asunto en particular que haya estado afrontando. Un apacible domingo de otoño, estaba sentada en mi silla para leer las Escrituras mientras veía cómo caían las hojas amarillas del duraznero (melocotonero) del vecino. Al levantar la vista de las Escrituras, y sin ningún aviso, me llenó un sentimiento de paz y satisfacción; fue un momento fugaz, pero el recuerdo del amor que sentí ha perdurado. Al llegar los momentos de dificultad, el recordar es un don de la memoria.
Siento el amor del Señor en mi vida todos los días al buscarlo, y siento que me rodea con Sus brazos. Veo la evidencia del amor del Señor en mis caminatas matutinas en las que el aire es puro y el primer rayito de sol se asoma por el oriente. Siento Su amor cuando un versículo de las Escrituras emerge en mi mente con una nueva perspectiva. Reconozco Su amor en las buenas hermanas de la Sociedad de Socorro que me enseñan o en las maestras visitantes que están pendientes de mí. Siento Su presencia cuando se me conmueve el corazón al escuchar música hermosa o al oír un discurso memorable. Hermanas, el Señor está por doquier cuando abrimos los ojos y el corazón hacia Su amor.
Sin embargo, hay mujeres entre ustedes, estoy segura, que ahora se preguntan: “¿Cuándo tengo tiempo para caminar en la mañana? ¿Cuándo fue la última vez que tuve diez minutos de tranquilidad para leer las Escrituras?” o “¿Cuándo fue la última vez que tuve un día sin dolor, o que estuve sin preocupaciones, o sin penas?” En verdad reconozco que a veces la vida tiene la apariencia de un enorme cúmulo de obligaciones, frustraciones y decepciones; pero el Señor está allí, sin cambiar nunca; aún con Sus brazos abiertos. Cuando nos sintamos abrumadas debemos recordar la paz de la que Él nos ha hablado en ocasiones anteriores. Su paz brinda consuelo y fortaleza; lo cual el mundo no puede brindarnos.
En calidad de mujeres fieles de La Iglesia de Jesucristo de los Santos de los Últimos Días, hemos sido bendecidas con el Espíritu Santo. Al invitar al Salvador en nuestra vida, el Espíritu Santo nos testificará del amor que el Padre y Su Hijo, nuestro Salvador, sienten por cada una de nosotras. Pero el sentir ese amor no depende sólo de nuestro deseo, sino también de los hechos que se nos han dado a conocer y que debemos hacer: la oración sincera, que es específica y humilde, seguida por escuchar tranquilamente las respuestas del Señor; el estudio regular de las Escrituras y tiempo para meditar lo que hemos leído; y finalmente, el tener la disposición de reflexionar sobre nuestros sentimientos y pensamientos, y confiar en la promesa del Señor de que “[hará] que las cosas débiles sean fuertes para [nosotras]” (Éter 12:27). Al estudiar y meditar, tenemos derecho a tener acceso a las impresiones del Espíritu, y al prestar más atención a éstas, reconoceremos lo que el Señor hace por nosotras día tras día; lo encontraremos, tal como dijo el élder Neal A. Maxwell: “en los pequeños detalles de nuestra vida” (“Becoming a Disciple”, Ensign, junio de 1996, pág. 19). Y cuando reconocemos esas cosas, sentimos Su paz y nos damos cuenta de que ciertamente nos sentimos envueltas en los brazos de Su amor.
En la Reunión mundial de capacitación de líderes, de enero de 2004, el presidente Gordon B. Hinckley amonestó a las mujeres de la Iglesia a “permanecer firmes e inquebrantables” en contra de la maldad que crece en el mundo (“Standing Strong and Immovable”, Reunión mundial de capacitación de líderes, 10 de enero de 2004, pág. 20). Hermanas, ésa es la razón por la que debemos procurar conocer el amor del Señor y sentirlo en nuestra vida. Ésa es la razón por la que debemos recordar y atesorar nuestras propias experiencias junto con Su paz y la fortaleza que emana de ellas. Ése también es el motivo por el que debemos relatar nuestras experiencias de fe y de testimonio a nuestros hijos y a los que no tienen padres ni seres queridos.
Nuestras familias necesitan la paz de Dios, y si nosotras no podemos o no queremos invitar al Señor en nuestra vida, entonces nuestra familia se convierte en un reflejo de nuestra propia confusión. Se ha pedido que la mujer tenga la tarea de cuidar con amor a la familia, pero también debemos ser firmes. Debemos tener cimientos sólidos sobre los que nuestro hogar se mantenga de pie. Nuestra familia necesita que le hablemos paz de la misma forma en la que el Señor nos habla a nosotras. Nuestro hogar debe ser el aposento en el que la familia y los amigos deseen estar, donde todo el que entre halle la fortaleza y el temple para hacer frente a los crecientes desafíos en un mundo cada vez más lleno de maldad. Nuestros hijos necesitan oír que “hablamos de Cristo… nos regocijamos en Cristo, [y] predicamos de Cristo” (2 Nefi 25:26) para que sepan a qué fuente han de acudir para hallar la paz “que sobrepasa todo entendimiento” (Filipenses 4:7).
Hermanas, recuerden que la invitación del Salvador es clara y directa, y de importancia para nosotras; es constante: “Venid a mí todos los que estáis trabajados y cargados… Llevad mi yugo sobre vosotros… porque… ligera [es] mi carga” (Mateo 11:28–30). Ésa es la promesa del Señor tanto para mí como para ustedes.
Es mi oración que cada una de nosotras recordemos los momentos en que el Señor nos ha hablado Su paz y nos ha envuelto en los brazos de Su amor. Y de la misma manera, si alguna de ustedes no lo ha sentido por un tiempo, busquen verlo y sentirlo al efectuar las tareas cotidianas. Al hacerlo y al pasar los días, los meses y los años de su vida, los recuerdos de esos lazos con el Señor constituirán dulces regalos para abrirlos una segunda vez o muchas más, para fortalecerlas durante los momentos difíciles.
“Mi paz os doy”, promete el Señor, “yo no os la doy como el mundo la da” (Juan 14:27). Paz y fortaleza, ése es nuestro anhelo, y lo podemos lograr. Sólo tenemos que dirigirnos hacia Sus brazos extendidos. En el nombre de Jesucristo. Amén.