Tamales de Navidad
Me quedaban dos meses de misión en Costa Rica y estaba sirviendo con una compañera estadounidense: la hermana Nguyen. Estábamos animadas por poder celebrar la Navidad y preparamos unas bolsitas con caramelos y galletitas para repartir durante la Nochebuena a los amigos y a las familias del pueblito donde vivíamos.
Había pasado la mayor parte de la misión en regiones muy pobres y me sentía agradecida porque el Señor me había bendecido al permitirme enseñar el Evangelio en hogares modestos, vivir entre esas personas y conocer su bondad, su humildad y su espíritu de sacrificio.
La última familia que visitamos para dejar los dulces fue la familia Carmona, una familia numerosa. Todos, —los padres, los hijos, los nietos y los suegros— vivían en una pequeña cabaña de madera recubierta de planchas metálicas, sin electricidad ni otras comodidades modernas. Estaban preparando los típicos tamales que iban a comer durante los días festivos. Les dimos el regalo y regresamos a nuestra casa.
La mañana de Navidad, muy temprano, oímos que alguien llamaba a la puerta. Para mi sorpresa, me hallé cara a cara con Minor, el hijo de 13 años de los Carmona, que tenía un pequeño paquete en la mano.
“Hermanas”, dijo, “mi madre me envía para darles estos tamales. ¡Que pasen una feliz Navidad!”.
Estaba muy agradecida de que pensaran en nosotras, puesto que aún no habíamos recibido nada de nuestras propias familias y ya no esperábamos nada. Aquella familia humilde nos ofreció parte de su banquete navideño.
Le mostré el paquete a mi compañera y vi que las lágrimas le bañaban las mejillas. “Hermana, ¿qué le sucede?”, le pregunté.
Ella respondió con sencillez: “Hermana Burción, ¡es Navidad!”.
Sí, era Navidad y aquella familia había compartido lo poco que tenían con nosotras, las misioneras, como si lo hubieran compartido con Cristo. Fue el único regalo que recibimos el día de Navidad, un regalo que jamás olvidaré.