Mensaje de la Primera Presidencia
Dones atesorados
El presidente David O. McKay (1873–1970) frecuentemente nos sugería la necesidad de olvidarnos por un momento de nuestras agitadas ocupaciones diarias, llenas de cartas por contestar, llamadas por hacer, gente por ver y reuniones a las que asistir, y tomarnos el tiempo para meditar, reflexionar y pensar profundamente en las verdades eternas y en las fuentes de gozo y de felicidad que toda persona busca y desea alcanzar.
Al hacerlo, lo mundano, lo mecánico y las prácticas repetitivas de la vida ceden a las cualidades espirituales y adquirimos una perspectiva diferente y esencial que nos brinda inspiración en nuestro diario vivir. Cuando sigo ese consejo, pasan por mi mente pensamientos sobre mi familia, experiencias que he vivido con mis amigos y recuerdos de días especiales y de noches silenciosas que me dan un sentimiento de paz y felicidad.
La época navideña, con su especial significado, baña inevitablemente de lágrimas nuestros ojos y nos inspira a renovar nuestro compromiso con Dios.
Reflexiono sobre los contrastes de la Navidad. Los extravagantes regalos, presentados sin reparar en gastos y envueltos de manera profesional, cobran su máxima importancia en famosos catálogos comerciales que incluyen en la cubierta la leyenda: “Para el que lo tiene todo”. Al mirar uno de esos catálogos, vi una enorme casa de unos 372 m2 envuelta con una cinta gigantesca y con una gran tarjeta que decía: “Feliz Navidad”. Entre los demás artículos había palos de golf con incrustaciones de diamantes para el deportista, un crucero por el Caribe para el viajero y un viaje de lujo a los Alpes Suizos para el aventurero.
Existe también el inolvidable cuento navideño del escritor estadounidense O. Henry sobre un joven esposo y su mujer que vivían en extrema pobreza, pero aún así, deseaban hacerse un regalo especial el uno al otro; sin embargo, no tenían nada que regalarse, pero el esposo tuvo una gran idea: “Voy a comprarle a mi querida esposa un hermoso broche para el pelo con el fin de que adorne su hermosa y larga cabellera negra”. La esposa también tuvo una brillante idea: “Voy a comprar una preciosa cadena para el valioso reloj que mi esposo tanto aprecia”.
Finalmente llegó el día de Navidad y la pareja intercambió sus preciados regalos. Entonces llegó el sorprendente final, tan típico de los cuentos cortos de O. Henry. La esposa se había cortado el cabello con el fin de venderlo y obtener así el dinero necesario para comprar la cadena para el reloj de su esposo, sólo para descubrir que, mientras tanto, él había vendido el reloj para comprarle un broche con el cual adornar el hermoso cabello largo que ella se había cortado1.
En algún rincón de mi casa tengo un pequeño bastón negro con el mango de imitación de plata que una vez perteneció a un pariente lejano. ¿Por qué lo he conservado durante más de setenta años? Existe una razón especial. De pequeño, participé en una obra de teatro sobre la Navidad organizada en nuestro barrio, y tuve el privilegio de representar a uno de los Reyes Magos. Con una bufanda grande de colores en la cabeza, la cubierta del banco del piano de mi madre sobre los hombros y el bastón negro en la mano, recité mi parte: “¿Dónde esta el rey de los judíos, que ha nacido? Porque su estrella hemos visto en el oriente, y venimos a adorarle”2. Todavía se mantiene vívido en mi mente lo que sentí en mi interior cuando nosotros tres, los “Reyes Magos”, miramos hacia arriba y vimos la estrella mientras atravesaba el escenario, encontramos a María con el pequeño Jesús, nos postramos y adoramos al Niño, y luego abrimos nuestros tesoros y le ofrecimos los presentes: oro, incienso y mirra.
En especial me gustaba el hecho de que no volvimos al perverso Herodes para traicionar a Jesús; antes bien, obedecimos a Dios y tomamos otro camino.
Si bien han transcurrido los años, el bastón de Navidad sigue ocupando un lugar especial en mi casa; y en mi corazón anida un compromiso con Cristo.
Dejemos por algunos momentos los catálogos de Navidad con sus exóticos regalos. Más aún, dejemos a un lado las flores para mamá, la corbata especial para papá, la hermosa muñeca, el tren con su silbato, la tan ansiada bicicleta —incluso los libros y los videos— y dirijamos nuestros pensamientos hacia las dádivas perdurables de Dios. De una larga lista, citaré tan sólo cuatro:
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El don del nacimiento.
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El don de la paz.
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El don del amor.
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El don de la vida eterna.
Primero: El don del nacimiento. Este don se ha concedido de manera universal a todos nosotros. Tuvimos el privilegio divino de dejar nuestro hogar celestial para venir a la tierra a obtener un tabernáculo de carne y hueso a fin de demostrar, por medio de nuestra forma de vivir, que poseíamos la dignidad y la aptitud para volver algún día con nuestro Padre y nuestros seres queridos a un reino llamado celestial. Nuestros padres nos han otorgado ese maravilloso regalo y, por lo tanto, tenemos la responsabilidad de demostrar nuestra gratitud por medio de nuestros actos.
Mi propio padre, que era impresor, me regaló la copia de un documento que había impreso, titulado “La carta de un padre”, y que terminaba con este pensamiento: “Quizás mi esperanza más grande como padre sea el tener una relación tal contigo, que cuando llegue el día en que mires por primera vez la carita de tu primer hijo, sientas muy dentro de ti el deseo de ser para él la clase de padre que yo he tratado de ser para ti. Es el cumplido más grande que un hombre puede recibir. Con cariño, papá”.
La gratitud hacia nuestra madre por el don del nacimiento es igual o superior a la que debemos a nuestro padre. Ella, que cuidó de nosotros como si fuéramos “un nuevo y delicado capullo de flor humana, recién salido del hogar de Dios para florecer aquí en la tierra”3, que se preocupó de cada una de nuestras necesidades, que consoló todos nuestros llantos, y que más tarde se regocijó en cualquier logro que obtuvimos y lloró con nuestros fracasos y desilusiones, ocupa un especial lugar de honor en nuestro corazón.
Un pasaje de 3 Juan establece la fórmula con la que podemos expresar a nuestros padres la gratitud que sentimos por el don de nacer: “No tengo yo mayor gozo que este, el oír que mis hijos andan en la verdad”4. Andemos en la verdad y honremos a los que nos han dado el don invalorable del nacimiento.
Segundo: El don de la paz. En el tumultuoso mundo en el que vivimos, el estridente sonido del tráfico, el alboroto ensordecedor de los medios publicitarios y las muchas demandas de nuestro tiempo —por no hablar de los problemas del mundo— provocan jaquecas, infligen dolor y nos minan la fortaleza para sobrellevarlos. La carga de las enfermedades o del dolor del luto por el fallecimiento de un ser querido hace que nos arrodillemos para implorar la ayuda divina. Al igual que en la antigüedad, nosotros también tal vez nos preguntemos: “¿No hay bálsamo en Galaad?”5. Hay cierta tristeza, incluso desesperanza, en el siguiente poema:
No hay vida sin tristeza,
Ni corazón libre de pesar;
El que verdadero solaz busca
En este mundo, en vano lo hará6.
Él, que fue varón de dolores, experimentado en quebranto, le habla a todo corazón atormentado y le concede el don de la paz: “La paz os dejo, mi paz os doy; yo no os la doy como el mundo la da. No se turbe vuestro corazón, ni tenga miedo”7.
Él envía Su palabra a todo el mundo por medio de los misioneros, que proclaman Su Evangelio de buenas nuevas y Su mensaje de paz. Las preguntas que nos inquietan, como “¿de dónde vengo?”, “¿cuál es el propósito de la vida?”, “¿adónde iré después de la muerte?”, las contestan Sus siervos escogidos. La frustración se esfuma, las dudas desaparecen y la incertidumbre se desvanece cuando la verdad se enseña con audacia, pero con espíritu de humildad, por quienes han sido llamados a servir al Príncipe de paz, el Señor Jesucristo. Él nos concede Su don en forma individual: “He aquí, yo estoy a la puerta y llamo; si alguno oye mi voz y abre la puerta, entraré a él”8.
La oración es el pasaporte para la paz. Los sentimientos del corazón, expresados con humildad en lugar de convertirse en un simple recitado de palabras, proporcionan la paz que tanto anhelamos.
En Hamlet, la obra de Shakespeare, el inicuo rey Claudius se arrodilla y trata de orar, pero se levanta decepcionado y dice: “Mis palabras vuelan a lo alto; mis pensamientos quedan en tierra; palabras sin pensamientos no van al cielo”9.
Alguien que recibió con los brazos abiertos el don de la paz fue Joseph Millet, uno de los primeros misioneros enviados a las provincias marítimas de Canadá, que aprendió mientras se encontraba allí, y luego, por medio de experiencias posteriores, la necesidad de confiar en la ayuda divina. Una de esas experiencias, recogida en su diario personal, constituye un hermoso reflejo de una fe sencilla pero profunda:
“Uno de mis hijos vino y me dijo que la familia del hermano Newton Hall no tenía pan; que ese día no habían comido.
“Entonces puse parte de mi harina en un costal para enviarla al hermano Hall, pero en ese instante él llegó.
“Le pregunté: ‘Hermano Hall, ¿es verdad que se le terminó la harina?’.
“Él contestó: ‘No tenemos nada, hermano Millett’.
“ ‘Bueno, hermano, en este costal hay un poco. La dividí entre ustedes y nosotros y estaba a punto de enviársela cuando usted llegó. Sus hijos les dijeron a los míos que ya no tenían’.
“El hermano Hall empezó a llorar. Dijo que había pedido ayuda a otras personas, pero que no había conseguido nada. Entonces se había dirigido al bosque a orar y el Señor le dijo que fuera a ver a Joseph Millett.
“ ‘Bien, hermano Hall, no me tiene que devolver la harina. Si el Señor lo envió a buscarla, usted no me debe absolutamente nada’.
“No tengo palabras para expresar lo bien que me hace sentir el saber que el Señor sepa que existe alguien llamado Joseph Millett”10.
La oración otorgó el don de la paz a Newton Hall y a Joseph Millett.
Tercero: El don del amor. “Maestro, ¿cuál es el gran mandamiento en la ley?”, preguntó el intérprete de la ley a Jesús. A lo que el Señor contestó sin vacilar:
“…Amarás al Señor tu Dios con todo tu corazón, y con toda tu alma, y con toda tu mente.
“Este es el primero y grande mandamiento.
“Y el segundo es semejante: Amarás a tu prójimo como a ti mismo”11.
En otra ocasión, el Señor enseñó: “El que tiene mis mandamientos, y los guarda, ése es el que me ama”12. Las Escrituras están repletas de ejemplos de la importancia que tiene el amor y de su relevancia en nuestra vida. El Libro de Mormón enseña que “la caridad es el amor puro de Cristo”13. El Maestro mismo proporcionó un modelo ideal para que lo siguiéramos. De Él se dijo que “anduvo haciendo bienes… porque Dios estaba con él”14.
Unas líneas de la obra musical “Sonrisas y lágrimas” indican un curso de acción que todos deberíamos seguir:
Una campana no es campana hasta que la hacen sonar;
Una canción no es canción hasta que se la oye cantar;
Y el amor no fue puesto en el corazón para olvidar,
Porque el amor no es amor si no lo usamos para amar15.
Una parte de nuestra sociedad que está desesperadamente hambrienta de amor verdadero es la de la gente que va envejeciendo, y en particular los ancianos que sufren de soledad. El viento helado de las esperanzas moribundas y de los sueños desvanecidos sopla amargamente entre las filas de ancianos y entre aquellos que se aproximan al declive de la vida.
“Lo que ellos necesitan en la soledad de su vejez se puede comparar, por lo menos en parte, con lo que necesitamos en los años inciertos de nuestra juventud: el sentir aceptación, la seguridad que brinda el sabernos queridos y la bondadosa atención de manos y corazones amorosos, y no simplemente el cuidado que se nos presta por obligación, no simplemente una habitación en un edificio, sino un lugar en el corazón y en la vida de una persona.
“No podemos devolverles sus días de juventud, pero sí ayudarles a vivir en la tibia calidez de un atardecer que se hace más bello gracias a nuestra cordialidad, nuestro sustento y nuestro amor sincero y activo”16. Así escribió hace años el élder Richard L. Evans (1906–1971), del Quórum de los Doce Apóstoles.
En ocasiones, cuando un joven nos lo recuerda, nos damos cuenta de que pasan los años y de que también nosotros nos acercamos a la vejez. Quisiera compartir con ustedes un cuento tradicional paquistaní que ilustra muy bien esta verdad:
Una anciana abuela vivía con su hija y su nieto. A medida que la buena señora se debilitaba, en lugar de ser una ayuda en los quehaceres de la casa, se convertía en una constante preocupación. Rompía platos y tazas, perdía los cuchillos y volcaba el agua. Un día, exasperada porque la anciana mujer había roto un plato valioso, la hija mandó al nieto a comprar un plato de madera para la abuela. El niño vaciló; sabía que un plato de madera humillaría a su abuela, pero su madre insistió y no le quedó más remedio que ir. Cuando volvió, traía consigo dos platos de madera en lugar de uno.
“Sólo te pedí que compraras uno”, le dijo su madre. “¿No me escuchaste?”.
“Sí”, contestó el muchacho, “pero compré otro más para cuando tú seas anciana”.
A menudo tendemos a esperar toda una vida para expresar amor por la bondad o la ayuda que nos hayan brindado otras personas tiempo atrás. Fue quizás una experiencia así la que inspiró a George Herbert a decir: “Tú que me has dado tanto; te pido una cosa más: Un corazón agradecido”17.
Se cuenta de un grupo de hombres que conversaban sobre las personas que habían influido en su vida y por las cuales se sentían agradecidos. Un hombre pensó en una maestra de secundaria que le había dado a conocer al poeta Tennyson, así que decidió escribirle una carta y darle las gracias.
Pasado un tiempo, recibió una carta escrita con débiles garabatos:
“Mi querido Willie:
“No puedes imaginarte lo que significó para mí tu carta. Tengo ya más de ochenta años, vivo sola en un pequeño cuarto, yo misma me preparo la comida, me siento muy sola y soy como la última hoja que pende de la rama del árbol. Quizás te interese saber que, a pesar de haber sido maestra durante cincuenta años, tu carta de agradecimiento es la primera que recibo. Llegó en una triste y fría mañana y alegró mi vida como nada lo había hecho durante años”.
Al leer ese relato, me acordé del hermoso dicho: “El Señor tiene dos hogares: El cielo y un corazón agradecido”.
Mucho se puede decir sobre el don del amor; sin embargo, uno de mis poemas favoritos resume bastante bien ese preciado don:
En la noche lloré
por mi ceguedad
porque no pude ver
la necesidad de otro ser;
pero nunca me arrepentí
de la bondad que mostré18.
Cuarto: El don de la vida eterna, incluso la inmortalidad. El plan de nuestro Padre Celestial contiene la más grande expresión de amor verdadero. Todo lo que es de gran valor para nosotros, entre ello nuestra familia, nuestros amigos, nuestro gozo, nuestro conocimiento y nuestro testimonio, desaparecería si no fuera por nuestro Padre y Su Hijo, el Señor Jesucristo. Entre los pensamientos y escritos más preciados de este mundo se encuentra la siguiente declaración divina de la verdad: “Porque de tal manera amó Dios al mundo, que ha dado a su Hijo unigénito, para que todo aquel que en él cree, no se pierda, mas tenga vida eterna”19.
Ese preciado Hijo, nuestro Señor y Salvador, expió nuestros pecados y los de toda la humanidad. En aquella memorable noche en Getsemaní, Su sufrimiento fue tan grande, Su angustia tan terrible, que clamó: “…Padre mío, si es posible, pase de mí esta copa; pero no sea como yo quiero, sino como tú”20. Más tarde, en la cruel cruz, Él murió para que nosotros pudiéramos vivir, y vivir por toda la eternidad. A la mañana de la Resurrección la precedió el dolor y el sufrimiento, según el plan divino de Dios. Antes de la Pascua de Resurrección, tuvo que existir la cruz. El mundo no ha sido testigo de un don más grande, ni se ha conocido un amor más eterno.
Nefi nos explica nuestra responsabilidad:
“…debéis seguir adelante con firmeza en Cristo, teniendo un fulgor perfecto de esperanza y amor por Dios y por todos los hombres… si marcháis adelante, deleitándoos en la palabra de Cristo, y perseveráis hasta el fin, he aquí, así dice el Padre: Tendréis la vida eterna.
“Y ahora bien… ésta es la senda; y no hay otro camino, ni nombre dado debajo del cielo por el cual el hombre pueda salvarse en el reino de Dios”21.
Concluyo con las palabras de un venerado profeta, el presidente Harold B. Lee (1899–1973): “La vida es el don de Dios para el hombre. Lo que hagamos con ella será el regalo que le hagamos a Él”.
Seamos generosos con Él, así como Él, en abundancia, lo ha sido con nosotros, viviendo y amando como Él y Su Hijo tan pacientemente nos han enseñado.
Ideas para los maestros orientadores
Una vez que estudie este mensaje con ayuda de la oración, preséntelo empleando un método que fomente la participación de las personas a las que enseñe. A continuación se citan algunos ejemplos:
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Presente a la familia diversos objetos de valor mundano (un caramelo, una billetera, un juguete) y pídales que digan cuál de ellos consideran de más valor. Después muéstreles algo que tenga un valor sentimental (una foto familiar, un diario personal, las Escrituras, etc.) y lean los primeros cuatro párrafos del artículo. Comparen las cosas materiales que damos en la época de Navidad con las espirituales, y exhorte a la familia a valorar y a hacer regalos que tengan un mayor significado.
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Prepare de antemano una presentación sobre los cuatro dones que cita el presidente Monson (por ejemplo: Envuelva regalos o haga unos dibujos). Presente cada don de uno en uno a los miembros de la familia y hablen de cada uno empleando los ejemplos y los relatos del artículo. Testifique de la generosidad de nuestro Salvador y analicen cómo podemos entregarle nuestra vida.
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Pida a los integrantes de la familia que piensen en los regalos que duran para siempre. ¿Qué características tienen? Enumere los dones que menciona el presidente Monson y comenten cómo éstos modelan la eternidad. Inste a la familia a hacer un regalo esta Navidad que tenga un efecto eterno.