2006
Las últimas palabras de mi padre
Diciembre de 2006


Lecciones del Antiguo Testamento

Las últimas palabras de mi padre

Servir en una misión de tiempo completo fue una de las mayores bendiciones de mi vida. Fue un evento maravilloso para toda la familia, ya que yo era el mayor de tres hermanos. Mis padres eran conversos a la Iglesia y se habían bautizado cuando yo tenía cuatro años, gracias a dos magníficos misioneros que llamaron a la puerta de nuestro hogar en Bernal, un barrio del sur de Buenos Aires, Argentina. Como resultado, mis padres siempre esperaban que sus hijos ayudaran igualmente a otras personas a conocer la religión que tan felices les había hecho.

Las cosas iban magníficamente bien durante el primer año de mi misión, pero cuando me hallaba sirviendo en Córdoba, Argentina, recibí tristes noticias de casa: mi padre estaba muy enfermo. Acababan de operarle y los médicos descubrieron que su enfermedad estaba muy avanzada, en fase terminal.

Mi presidente de misión decidió que yo debía ir a casa, visitar a mi padre y regresar al campo misional al día siguiente. Así que fui a casa y encontré a mi padre al borde de la muerte; pasaba la mayor parte del tiempo inconsciente e inmóvil. Estuve casi todo el tiempo junto a su cabecera. Fueron horas de pesar, de paz y de una abundante presencia del Espíritu. Todos mis pensamientos se dirigían al Señor y a Su gran plan.

En cierto momento, mi padre recuperó el conocimiento. Me miró pero no me reconoció. Sin embargo, al comenzar a expresarle lo mucho que lo amaba y lo agradecido que estaba por ser su hijo, se dio cuenta de que estaba oyendo a su hijo mayor, el misionero. Las lágrimas comenzaron a bañar sus mejillas y, haciendo un gran esfuerzo por comunicarse, dijo: “Tu madre es una mujer santa; ella es nuestro ejemplo”. Y entonces oí con total claridad las siguientes palabras de sus labios: “Aun si no tienes nada para comer, paga siempre el diezmo”.

No dijo mucho más. Anoté sus palabras en mi diario personal, salí de casa y regresé al campo misional. Mi padre falleció pocas horas después.

Con el paso del tiempo, al empezar a tener mi propia familia y ver crecer a mis hijos, recordé aquella experiencia con mi padre. Al meditar en el significado de la vida y la muerte, pensé: “¿Qué último consejo daría a mis hijos si supiera que había llegado el tiempo de dejar este mundo?”. No podía pensar en nada mejor que el consejo que me había dado mi padre: “Aun si no tienes nada para comer, paga siempre el diezmo”.

La ley del diezmo es una gran bendición para nuestra familia. He aprendido que el Señor no necesita mi diezmo; antes bien, soy yo el que necesita las bendiciones que se reciben al obedecer esa ley.

También aprendí que no importa si nuestro sobre de donativos está lleno o si sólo contiene unas cuantas monedas. Si nuestro diezmo equivale al 10% de nuestros ingresos, habremos cumplido con nuestras obligaciones con el Señor. Al pagar el diezmo, nos hacemos socios de Él; estamos a favor de construir templos que permitan a las familias recibir las ordenanzas del Evangelio restaurado de Jesucristo; estamos a favor de edificar centros de reuniones a los que podemos asistir cada domingo con nuestra familia y participar de la Santa Cena si somos dignos; estamos a favor de ayudar a que la obra misional alcance los extremos de la tierra; y por último, estamos a favor de que “la iglesia se sostenga independiente de todas las otras criaturas bajo el mundo celestial” (D. y C. 78:14).

Considero la ley del diezmo una ley de protección para mi hogar y el principio más importante de la sabia gestión económica de nuestros recursos familiares.

Los miembros de la Iglesia que entienden el principio del diezmo saben que no es principalmente una cuestión de dinero, sino de fe. Tengamos fe en las promesas del Señor, que dijo: “Traed todos los diezmos al alfolí y haya alimento en mi casa; y probadme ahora en esto, dice Jehová de los ejércitos, si no os abriré las ventanas de los cielos, y derramaré sobre vosotros bendición hasta que sobreabunde” (Malaquías 3:10).

El élder Jorge Luis del Castillo sirvió como Setenta de Área desde 1997 hasta 2005.