Mensaje de la Primera Presidencia
Seamos uno
El Salvador del mundo, Jesucristo, dijo a los que iban a ser parte de Su Iglesia: “…Sed uno; y si no sois uno, no sois míos” (D. y C. 38:27). Y al crear al hombre y a la mujer, no se citó la unidad en el matrimonio como una esperanza de que fuera así, ¡sino como un mandamiento! “Por tanto, dejará el hombre a su padre y a su madre, y se unirá a su mujer; y serán una sola carne” (Génesis 2:24). Nuestro Padre Celestial desea que nuestros corazones estén entrelazados; esa unión en amor no es simplemente un ideal: es una necesidad.
El requisito de que seamos uno no se limita sólo a esta vida, sino que es imperecedero. Dios efectuó el primer matrimonio en el Jardín cuando Adán y Eva no estaban expuestos a la muerte. Desde el principio, Él infundió en el hombre y en la mujer un deseo de estar juntos para siempre como marido y mujer para vivir en familia, en una unión perfecta y correcta. También inculcó en Sus hijos el deseo de vivir en paz con todos los que los rodeaban.
Pero con la Caída, se hizo obvio que no iba a ser fácil vivir en unidad. La tragedia los afligió desde el principio: Caín asesinó a su hermano Abel; los hijos de Adán y Eva se vieron expuestos a las tentaciones de Satanás. Con habilidad, odio y astucia, Satanás trata de alcanzar su meta, que es el extremo opuesto del propósito de nuestro Padre Celestial y del Salvador. Ellos quieren que tengamos una unión perfecta y una felicidad eterna. Satanás, el enemigo de Ellos y el nuestro, ha conocido el plan de salvación desde antes de la Creación; él sabe que las relaciones sagradas y gozosas que tenemos con nuestra familia pueden continuar para siempre únicamente si alcanzamos la vida eterna; Satanás quiere apartarnos de nuestros seres queridos y hacernos desdichados. Él es quien planta las semillas de discordia en el corazón humano, confiando en que nos dividamos y que nos separemos.
Todos nosotros hemos experimentado una porción tanto de la unidad como de la división. A veces hemos visto, en las familias o en otras circunstancias, a una persona que pone los intereses de otra por encima de los suyos propios, con amor y con sacrificio, y todos hemos sentido un poco de la tristeza y de la soledad de estar separados y solos. No necesitamos que se nos diga qué debemos elegir: ya lo sabemos. Pero nos hace falta la esperanza de que podemos lograr la unidad en esta vida y merecer tenerla para siempre en el mundo por venir. También debemos entender cómo se recibirá esa gran bendición, a fin de saber lo que debemos hacer.
Es posible cambiar nuestra manera de ser
El Salvador del mundo se refirió a esa unidad y al cambio que debemos efectuar en nuestra naturaleza para hacerla posible; lo enseñó claramente en la oración que pronunció cuando tuvo la última reunión con Sus Apóstoles antes de Su muerte. Aquella bellísima oración está registrada en el libro de Juan. Él estaba a punto de enfrentar por todos nosotros el terrible sacrificio que iba a poner la vida eterna a nuestro alcance; estaba a punto de dejar a los Apóstoles a los que Él había ordenado y a quienes amaba, y en cuyas manos iba a dejar las llaves para dirigir Su Iglesia. De modo que oró a Su Padre, el Hijo perfecto al Padre perfecto. En Sus palabras vemos la forma en que los miembros de la familia pueden ser uno, así como todos los hijos de nuestro Padre Celestial que sigan al Salvador y a Sus siervos:
“Como tú me enviaste al mundo, así yo los he enviado al mundo.
“Y por ellos yo me santifico a mí mismo, para que también ellos sean santificados en la verdad.
“Mas no ruego solamente por éstos, sino también por los que han de creer en mí por la palabra de ellos,
“para que todos sean uno; como tú, oh Padre, en mí, y yo en ti; que también ellos sean uno en nosotros; para que el mundo crea que tú me enviaste” (Juan 17:18–21).
En esas pocas palabras, Él puso en claro cómo el Evangelio de Jesucristo puede lograr que nuestros corazones sean uno. Los que creyeran en la verdad que Él enseñaba aceptarían las ordenanzas y los convenios que les brindaran Sus siervos autorizados; y luego, por medio de la obediencia a esas ordenanzas y a esos convenios, su naturaleza cambiaría. De ese modo, la expiación del Salvador hace posible que nos santifiquemos. Entonces podremos vivir en unidad, como debemos, a fin de tener paz en esta vida y morar con el Padre y Su Hijo en la eternidad.
El ministerio de los apóstoles y profetas de aquellos días, tal como en la actualidad, era traer a los hijos de Adán y Eva a la unidad de la fe en Jesucristo. El propósito fundamental de lo que ellos enseñaron y de lo que nosotros enseñamos es unir a las familias: esposo, esposa, hijos, nietos, antepasados y, finalmente, a toda la familia de Adán y Eva que decida seguir el camino de la unidad.
Recuerden que el Salvador dijo en Su oración: “…por ellos” —refiriéndose a los Apóstoles— “yo me santifico a mí mismo, para que también ellos sean santificados en la verdad” (Juan 17:19). El Espíritu Santo es un santificador, y podemos tenerlo como compañero porque el Señor restauró el Sacerdocio de Melquisedec por medio del profeta José Smith. Las llaves de ese sacerdocio están en la tierra actualmente, y mediante su poder podemos hacer convenios que nos permiten tener al Espíritu Santo con nosotros constantemente.
Dondequiera que la gente tenga ese Espíritu consigo, esperamos que haya armonía. El Espíritu pone el testimonio de la verdad en nuestro corazón, lo que unifica a los que comparten ese testimonio. El Espíritu de Dios nunca produce contención (véase 3 Nefi 11:29). Ese Espíritu nunca provoca entre las personas los sentimientos de división que conducen a la discordia1. El prestar atención al Espíritu Santo lleva a la paz personal y a un sentido de unión con los demás que unifica a las almas. De la unificación de las almas depende tener una familia unida, una Iglesia unida y un mundo en paz.
El Espíritu Santo como compañero constante
Hasta un niño puede entender qué es lo que debe hacer para tener al Espíritu Santo como compañero. La oración de la Santa Cena nos lo dice y la oímos todas las semanas al asistir a las reuniones sacramentales. En esos momentos sagrados renovamos los convenios que hicimos en el bautismo; y el Señor nos recuerda la promesa que recibimos al ser confirmados miembros de la Iglesia: la promesa de que recibiríamos el Espíritu Santo. Éstas son esas palabras de la oración de la Santa Cena: “…que están dispuestos a tomar sobre sí el nombre de tu Hijo, y a recordarle siempre, y a guardar sus mandamientos que él les ha dado, para que siempre puedan tener su Espíritu consigo…” (D. y C. 20:77).
Podemos tener Su Espíritu al guardar ese convenio. Primero, prometemos tomar Su nombre sobre nosotros, lo cual significa que debemos considerarnos Suyos; que le daremos a Él el primer lugar en nuestra vida; querremos lo que Él quiera en vez de lo que nosotros deseemos o lo que el mundo nos enseña a desear. No gozaremos de paz mientras amemos primero las cosas de este mundo. El considerar como un ideal el que una familia o una nación logren la felicidad por medio de bienes materiales terminará por dividirla2. El ideal de hacer unos por otros lo que el Señor quiere que hagamos, lo cual viene naturalmente cuando tomamos Su nombre sobre nosotros, nos puede llevar a un nivel espiritual que es una pequeña muestra del cielo en la tierra.
Segundo, prometemos que siempre lo recordaremos. Hacemos eso cada vez que oramos en Su nombre; especialmente lo recordamos cuando le pedimos perdón, lo cual debemos hacer a menudo. En ese momento recordamos Su sacrificio que hace posibles el arrepentimiento y el perdón. Cuando suplicamos, lo recordamos como nuestro Abogado ante el Padre. Cuando se reciben los sentimientos de perdón y paz, recordamos Su paciencia y Su amor infinito. Esos recuerdos nos llenan el corazón de amor.
Además, cumplimos nuestra promesa de recordarlo cuando oramos juntos en familia y cuando leemos las Escrituras. Durante la oración familiar alrededor de la mesa del desayuno, tal vez un hijo ore para que otro sea bendecido para que todo le salga bien ese día en un examen u otro hecho importante. Cuando se reciba la bendición, el niño bendecido recordará el amor manifestado aquella mañana y pensará en la bondad del Abogado, en cuyo nombre se ofreció la oración. Esos corazones quedarán unidos en amor.
Cumplimos nuestro convenio de recordarlo cada vez que reunimos a nuestra familia para leer las Escrituras, las cuales testifican del Señor Jesucristo, porque ése es y ha sido siempre el mensaje de los profetas. Aunque los niños no recuerden las palabras, recordarán a su verdadero Autor, Jesucristo.
Tercero, al tomar la Santa Cena, prometemos guardar Sus mandamientos, todos ellos. El presidente J. Reuben Clark, hijo (1871–1961), consejero de la Primera Presidencia, en un discurso de conferencia general en el que rogó que hubiera unidad —y lo hizo muchísimas veces— nos amonestó en cuanto a no ser selectivos en lo que vayamos a obedecer, diciendo: “El Señor no nos ha dado nada que sea inútil o innecesario. Él ha llenado las Escrituras con todo lo que debemos hacer a fin de obtener la salvación”.
El presidente Clark continuó: “Cuando tomamos la Santa Cena, hacemos convenio de obedecer y guardar Sus mandamientos. No hay excepciones. No hay distinciones ni diferencias”3. El presidente Clark enseñó que, así como nos arrepentimos de todos los pecados, no de uno solo, prometemos guardar todos los mandamientos. Por difícil que parezca, no es complicado. Sencillamente, nos sometemos a la autoridad del Salvador y prometemos ser obedientes a lo que sea que Él nos mande (véase Mosíah 3:19). Nuestra sumisión a la autoridad de Jesucristo es lo que nos permitirá estar unidos como familia, como Iglesia y como hijos de nuestro Padre Celestial.
El Señor confiere esa autoridad a siervos humildes por medio de Su profeta. La fe, entonces, convierte nuestro llamamiento de maestro orientador o maestra visitante en un mandato del Señor. Vamos por Él, cuando Él nos manda. Un hombre común y un compañero menor jovencito van a los hogares que les toque visitar, esperando que los poderes del cielo les ayuden a asegurarse de que esas familias estén unidas y que no haya entre ellas aspereza, mentiras, difamaciones ni calumnias (véase D. y C. 20:54). El tener fe en que el Señor llama a Sus siervos contribuirá a que pasemos por alto las limitaciones de ellos cuando nos aconsejen, como seguramente lo harán; veremos sus buenas intenciones más claramente que sus limitaciones humanas, y estaremos menos propensos a sentirnos ofendidos y más inclinados a sentir gratitud hacia el Maestro, que es quien los llamó.
Las barreras para la unidad
Hay algunos mandamientos que, cuando se quebrantan, destruyen la unidad. Unos tienen que ver con lo que nosotros digamos y otros con la forma en que reaccionemos ante lo que otros nos digan. No debemos hablar mal de nadie; debemos ver lo bueno de los demás y hablar bien unos de otros siempre que podamos4.
Al mismo tiempo, debemos enfrentar a los que hablan despectivamente de las cosas sagradas, porque el efecto seguro que causan es ofender al Espíritu y crear así contención y confusión. El presidente Spencer W. Kimball (1895–1985) demostró la forma de mostrarse firme sin ser hostil cuando se encontraba en una camilla de hospital, y dijo al asistente que, en un momento de frustración, había tomado el nombre del Señor en vano:
“‘¡Por favor, por favor! Los nombres que usted ultraja son los de mi Señor’.
“Hubo un silencio sepulcral y después una voz que en tono sumiso susurró: ‘Lo siento’”5. Una admonición inspirada y afectuosa puede ser una invitación a la unidad; el no expresarla cuando el Espíritu Santo así lo inspire conducirá a la discordia.
Si queremos tener unidad, hay mandamientos que debemos guardar y que tienen que ver con nuestros sentimientos. Debemos perdonar y no sentir rencor hacia los que nos ofendan. El Salvador estableció el ejemplo cuando estaba en la cruz: “…Padre, perdónalos, porque no saben lo que hacen” (Lucas 23:34). No sabemos lo que piensan y sienten aquellos que nos ofenden, así como tampoco sabemos todos los orígenes de nuestro propio enojo y dolor. El apóstol Pablo nos explicó cómo amar en un mundo de gente imperfecta, entre ellos nosotros mismos, cuando dijo: “El amor es sufrido, es benigno; el amor no tiene envidia, el amor no es jactancioso, no se envanece; no hace nada indebido, no busca lo suyo, no se irrita, no guarda rencor…” (1 Corintios 13:4–5). Después hizo una solemne admonición sobre el hecho de reaccionar ante las faltas de los demás así como el de olvidar las nuestras, cuando escribió: “Ahora vemos por espejo, oscuramente; mas entonces veremos cara a cara. Ahora conozco en parte; pero entonces conoceré como fui conocido” (1 Corintios 13:12).
La oración de la Santa Cena nos recuerda todas las semanas cómo se recibe el don de la unidad a través de la obediencia a las leyes y ordenanzas del evangelio de Jesucristo. Si obedecemos los convenios que hacemos de tomar Su nombre sobre nosotros, de recordarlo siempre y de guardar todos Sus mandamientos, recibiremos la compañía de Su Espíritu, lo cual nos ablandará el corazón y nos unirá. Pero hay dos advertencias que deben acompañar a esa promesa:
Primero, el Espíritu Santo quedará con nosotros sólo si nos mantenemos limpios y libres del amor que tengamos por las cosas del mundo. La decisión de ser impuros alejará al Espíritu Santo, pues Él mora solamente con los que eligen al Señor antes que al mundo. “…sed limpios…” (3 Nefi 20:41; D. y C. 38:42) y amen a Dios con todo su “corazón, alma, mente y fuerza” (D. y C. 59:5) no son sugerencias sino mandamientos, y son necesarios para tener la compañía del Espíritu, sin el cual no podemos ser uno.
La otra admonición es que nos cuidemos del orgullo. La unidad de una familia o de un pueblo que se ha hecho humilde por el Espíritu traerá consigo gran poder. Con ese poder se recibirá el reconocimiento del mundo; y ya sea que ese reconocimiento venga acompañado de alabanza o de envidia, puede conducirnos al orgullo, y eso ofendería al Espíritu. Pero existe una protección contra el orgullo, que es la fuente segura de la desunión: consiste en ver las bendiciones que Dios derrama sobre nosotros no sólo como una señal de Su favor, sino también como una oportunidad de reunirnos con los que nos rodean para prestar mayor servicio. El esposo y su esposa aprenden a ser uno empleando sus afinidades para comprenderse, y sus diferencias para complementarse en servirse el uno al otro y en prestar servicio a los que los rodeen. Del mismo modo, podemos unirnos con los que no aceptan nuestra doctrina pero comparten nuestro deseo de bendecir a los hijos de nuestro Padre Celestial.
Podemos llegar a ser pacificadores y merecer así ser llamados bienaventurados e hijos de Dios (véase Mateo 5:9).
Dios nuestro Padre vive. Su amado Hijo, Jesucristo, es la cabeza de esta Iglesia y Él ofrece el estandarte de la paz a todos los que quieran aceptarlo. Que todos vivamos de tal forma que seamos dignos de ese estandarte.