El diario de mamá
Mi madre había estado viviendo conmigo por casi cinco años; con amor y gratitud me alegraba poder cuidarla tal como ella me había cuidado durante tantos años. Sin embargo, extrañaba sus sonrisas y comentarios graciosos, y anhelaba que ella experimentara de nuevo el gozo y la emoción que una vez había sentido al pasearse conmigo en el auto. No importaba a dónde nos dirigiéramos, mamá siempre señalaba las flores, los pájaros, las líneas telefónicas o a los niños que estaban jugando.
Yo extrañaba la mutua compañía que habíamos disfrutado conforme pelábamos papas, partíamos habichuelas o leíamos juntas. Añoraba compartir con ella experiencias de la niñez y contarle las noticias de sus nietos y de mis hermanos. Siempre le había encantado que la familia la visitara, especialmente los nietos, pero ahora la demencia lo había cambiado todo. Ella ya no estaba segura de quién era yo, excepto de que era alguien especial que la cuidaba.
Había sido un día particularmente difícil con mamá. Cuando trataba de entablar una conversación con ella o de ayudarla con algo, me miraba con desconfianza y con una mirada carente de expresión. Yo me sentía cansada y frustrada y me senté en el sofá para pensar. Comencé a leer en voz alta uno de los diarios de mamá, con la esperanza de que eso la entretuviera o quizá le hiciera recordar un poco. Mis esfuerzos fueron en vano, pero conforme seguí leyendo, los recuerdos surgieron en mí.
En esas páginas, mamá con frecuencia expresaba el gozo que había sentido cuando su familia la visitaba y el vacío que sentía cuando ésta se iba. Escribió de lo difícil que había sido para ella cuando mi padre enfermó y, tras una larga lucha, la había dejado viuda a los 59 años. Escribió de cuánto extrañaba a papá y de lo mucho que le preocupaba mi hermano mayor, que sufría la misma enfermedad.
Mamá escribió de experiencias felices que la llenaban de satisfacción, tales como enseñar clases en la Iglesia y participar en las actividades de los adultos solteros. Escribió del placer que sentía cuando iba una vez por semana a Dilkon, Arizona, a la reserva de los indios navajo, para enseñar el Evangelio. Eso me hizo recordar que ella siempre había hecho hincapié en la importancia de ser alguien en quien se pudiera confiar, sobre todo si había otras personas que contaban con nuestra ayuda. A veces lo que había escrito era corto porque había estado ayudando a alguien, y eso me hizo recordar que con frecuencia llevaba comida o regalos a alguien que ella pensaba que necesitaba ayuda o un poco de ánimo. Escribió muchas veces su testimonio del Evangelio.
Me sentí particularmente conmovida por la forma en que expresó el pesar y la preocupación que sentía cuando mi hija nació con síndrome de Down y los problemas que conlleva esta enfermedad. ¿Había pasado en realidad casi todo un mes alimentando y cuidando a nuestros otros hijos mientras mi esposo y yo íbamos y veníamos del hospital debido a que Debra Sue fue sometida a una operación de corazón abierto y sufría las complicaciones que eso supuso? ¡Sí! ¡Y lo había hecho a los 70 años!
Recordé también que ella siempre había estado allí para darme su apoyo cada vez que lo necesitaba. Con el transcurso de los años, aprendí que si no podía estar conmigo en persona, sus constantes cartas y oraciones me sostendrían.
Esa noche, mientras le cantaba himnos a mamá para tranquilizarla y para que se pudiera dormir, sentí que me invadía un gran amor por mi valiente madre, siempre dispuesta a sacrificarse por los demás, y sentí una profunda gratitud por las palabras de su diario que habían servido para devolvérmela.