Cómo ayudar a los conversos nuevos a mantenerse fuertes
Todos estamos embarcados en el proceso de retener a los miembros nuevos, un proceso constante de conversión, de volverse al Señor y de volver continuamente a Él.
Hace un tiempo, cuando fui a visitar el sur de Brasil, mi esposo me acompañó, pues ésa era la región donde prestó servicio misional. Una noche, al llegar para una reunión, nos recibió en la puerta una hermana joven que se presentó como mi intérprete para esa reunión. Emocionada, se dirigió a mi marido, diciendo: “Élder Tanner, usted fue el que llevó el Evangelio a mi familia hace muchos años; yo era muy pequeña, pero crecí oyendo su nombre relacionado con los primeros bautismos de nuestra familia”. Después nos habló de la fidelidad de cada uno de sus familiares en la Iglesia a través de los años. ¡Qué conmovedor fue aquel encuentro!
Durante la reunión, al observar a los presentes, mi esposo vio aquí y allí entre la congregación a otras personas a las que había enseñado el Evangelio y que habían permanecido fieles. Cuando dio su testimonio, expresó el gozo que sentía al saber de su continua fidelidad; dijo que recordaba la historia del Libro de Mormón, cuando en uno de sus viajes Alma se encontró con sus amados amigos, los hijos de Mosíah:
“Estos hijos de Mosíah estaban con Alma en la ocasión en que el ángel se le apareció por primera vez; por tanto, Alma se alegró muchísimo de ver a sus hermanos, y lo que aumentó más su gozo fue que aún eran sus hermanos en el Señor” (Alma 17:2; cursiva agregada).
Aquella noche en Brasil, mi esposo también se encontró con amigos queridos del pasado que “aún eran sus hermanos [y hermanas] en el Señor”.
Ése es el deseo de todo misionero fiel: que los conversos nuevos se queden en la Iglesia y sean “fortalecido[s] en el conocimiento de la verdad” (Alma 17:2). Ése es el deseo de todos los padres fieles: que sus hijos permanezcan leales a la fe; es también el deseo de los líderes de la Iglesia para los miembros a quienes cuidan, y es el deseo de corazón que tiene nuestro Padre Celestial para Sus hijos (véase Moisés 1:39).
Busquemos a los que se extravían
Me conmueve ver cuántas veces expresa el Señor Su amor por Su pueblo, aun cuando se desvían, tal vez especialmente cuando se desvían. Piensen en las parábolas del Salvador sobre seres u objetos perdidos: la oveja, la moneda, el hijo pródigo (véase Lucas 15). El pastor va en busca de la oveja perdida; la mujer revisa diligentemente su casa buscando la moneda de plata; el padre corrió a recibir a su hijo extraviado “cuando aún estaba lejos… y se echó sobre su cuello, y le besó” (Lucas 15:20). Así también, en la parábola del olivo percibimos el paciente amor del Señor por los que se extravían (véase Jacob 5). Una y otra vez el Señor de la viña se lamenta diciendo: “…Me aflige que tenga que perder este árbol” (Jacob 5:7, 11, 13, 32). A través del libro de Isaías, vemos que el Señor asegura a la nación de Israel que Él no puede olvidarla: “He aquí que en las palmas de las manos te tengo esculpida” (Isaías 49:16). Y en el libro de Ezequiel dice: “Yo buscaré la perdida, y haré volver al redil la descarriada, vendaré la perniquebrada” (Ezequiel 34:16).
Cuando participamos en la obra de retención y reactivación, nos convertimos en agentes con el Señor en la amorosa labor de buscar a nuestros hermanos y hermanas que pueden ser la oveja perdida, la moneda perdida o el hijo pródigo.
La entrada a un mundo nuevo
El camino puede ser difícil para los que son nuevos en la Iglesia a medida que se adaptan a ese gran cambio en su vida. Una miembro nueva lo describió, diciendo: “Cuando de investigadores pasamos a ser miembros de la Iglesia, nos sorprende descubrir que hemos entrado en un mundo completamente extraño, un mundo que tiene sus propias tradiciones, cultura y lenguaje. Descubrimos que no hay una sola persona ni un punto de referencia a donde acudir en busca de orientación en nuestro viaje a este mundo nuevo”1.
El presidente Gordon B. Hinckley (1910–2008) ha enseñado muchas veces que tanto los miembros nuevos como los que se han apartado necesitan nuestra ayuda. Necesitan un amigo, una responsabilidad y alimento espiritual, tal como se enseña en el Libro de Moroni: “Y después que habían sido recibidos por el bautismo… eran contados entre los del pueblo de la iglesia de Cristo; y se inscribían sus nombres, a fin de que se hiciese memoria de ellos y fuesen nutridos por la buena palabra de Dios, para guardarlos en el camino recto…” (Moroni 6:4).
Durante ese mismo viaje a Brasil, fui a visitar a muchas jóvenes en su casa con el deseo de “hacer memoria” de ellas y “nutrirlas”. Algunas eran totalmente valientes en su testimonio, mientras que otras ya no estaban activas en la Iglesia; a cada una de éstas les pregunté si podían repetir el lema de las Mujeres Jóvenes, ¡y todas lo sabían! Después pregunté a cada una cuál de los valores de las Mujeres Jóvenes era más importante para ella y por qué; al oír sus respuestas, sentí el Espíritu y me di cuenta de que quedaba por lo menos una chispa de fe en las que ya no asistían a la iglesia. Pensé que si alguien las recordara y las amara y nutriera esa pequeña chispa de fe, su luz volvería a resplandecer.
La responsabilidad personal
El nutrir con la buena palabra de Dios implica el hecho de estar atentos al progreso y bienestar espiritual de los demás, de la misma forma en que nutrimos nuestro cuerpo físico. Aunque los padres, los líderes y los amigos deben ayudar en ese proceso, los conversos nuevos, los jóvenes inquisitivos y los miembros débiles en la fe también tienen la responsabilidad personal de ayudarse a sí mismos. La mejor manera de hacerlo es mediante el estudio individual del Evangelio.
Recuerdo bien el verano en que me gradué de la secundaria; para mí fue un período espiritualmente difícil mientras trataba de abrirme camino en el Evangelio, como lo hacen muchos conversos nuevos. El antídoto que utilizaba para esas dificultades era la lectura y el estudio diligentes y diarios del Libro de Mormón, al que a menudo dedicaba largos ratos. Todavía llevo en la memoria algunos de aquellos momentos llenos del Espíritu. Ésa fue la época en que puse el fundamento para el cultivo y el progreso de mi testimonio.
Además de recordar y nutrir a aquellos que estén perdidos o apartados, es preciso que les demos la oportunidad de prestar servicio. El Salvador aconsejó lo siguiente al apóstol Pedro: “…y tú, una vez vuelto, confirma a tus hermanos” (Lucas 22:32). Los llamamientos de la Iglesia dan a los miembros la oportunidad de fortalecer a los demás y, al prestar ese servicio, de progresar también ellos mismos.
Cuando mis hijos eran adolescentes y a veces no querían ir a la Mutual o a otras reuniones, yo les hablaba de su responsabilidad; les decía que no siempre vamos a una reunión por lo que podamos sacar de ella sino por lo que podamos contribuir. Con frecuencia les explicaba: “Tú necesitas la Iglesia y la Iglesia te necesita a ti”. Los conversos nuevos y los miembros menos activos tienen que sentir que se les necesita porque así es, se les necesita.
Una obra que es para todos
Todos estamos embarcados en el proceso de la retención de miembros; es el proceso constante de la conversión, de volvernos al Señor y de volver continuamente a Él. Alma se refiere a eso como un gran cambio (véase Alma 5:14). La conversión es la obra que estamos llevando a cabo, ya sea que trabajemos con investigadores, con jóvenes, con miembros menos activos o incluso con los miembros activos. Todos debemos estar consagrados a trabajar en la obra del Señor, a fin de llevar a cabo la inmortalidad y la vida eterna de Sus hijos (véase Moisés 1:39).
Mi esposo escribió esto en su diario de la misión: “La conversión es el milagro más grande; es más grandioso aún que sanar a los enfermos o levantar a los muertos, pues, mientras que una persona que es sanada al fin caerá enferma nuevamente y por último morirá, el milagro de la conversión puede durar para siempre y tener trascendencia eterna tanto para el converso como para su posteridad; gracias a ese milagro, se sana y se redime de la muerte a generaciones enteras”.
Unámonos al Señor en la búsqueda de lo que se ha perdido, en traer nuevamente lo que se ha extraviado y en reparar lo que se ha roto. Luego, en aquel gran día del Señor, podremos regocijarnos, como mi esposo cuando volvió al lugar de su misión, al encontrar que aquellos a quienes hemos amado en el Evangelio son todavía nuestros hermanos y hermanas en el Señor.