No es fácil…
…ser la única miembro de la Iglesia en mi familia. Pero en realidad no estoy sola.
Crecí asistiendo a la iglesia metodista. Aun cuando mi familia iba a la iglesia sólo en Navidad y en Pascua, siempre supe que tenía un Padre en los cielos. Mi hermano y yo solíamos orar con mamá, y lo que mis padres me enseñaron de niña me preparó para lo que iba a aprender en el futuro.
Cuando cursaba el sexto grado, me enteré de que mis padres se estaban divorciando, lo que me dejó desconsolada y además me sentía muy sola. Una amiga que se llamaba Courtney comprendía lo que yo estaba pasando porque sus padres se habían divorciado cuando ella era pequeña, y se convirtió en mi mejor amiga.
Un día en que estábamos las dos sentadas en mi cama charlando, ella me habló por primera vez de la Iglesia; no entró en detalles, sino que me preguntó si quería ir a la iglesia con ella el domingo. Empecé por ir de vez en cuando, y después iba todos los domingos; incluso cuando cumplí doce años, comencé a asistir a la Mutual. Allí había algo especial; yo no sabía qué era, pero me gustaba.
Cuando estábamos en séptimo grado, Courtney y Aubrey, otra buena amiga, me presentaron a los misioneros; en seguida entendí lo que ellos querían decir cuando me hablaban de sentir el Espíritu: después que me presentaron la segunda charla, supe que la Iglesia era verdadera.
A pesar de tener un testimonio del Evangelio, sentía gran temor de preguntar a mis padres si me podía bautizar. Continué yendo a la iglesia y tuve increíbles experiencias que me afianzaron el testimonio, pero durante dos años fui posponiendo la “gran pregunta”.
Al empezar el primer año de secundaria, me inscribí en seminario; y en noviembre de ese año ya sabía que tenía que hacer la pregunta, así que hablé con mi mamá; ella me dijo que la Iglesia me había cambiado sólo para mejorar y que si realmente deseaba bautizarme, sin duda debía hacerlo. Mi primer pensamiento fue: “¡Por qué habré esperado tanto tiempo!”
A continuación, llamé a papá, pero a él no le gustó mucho la idea; cuando le pregunté si me podía bautizar, me dijo que no, que prefería que asistiera primero a otras iglesias. Así lo hice y conocí a algunas personas extraordinarias, gente que llevaba una vida de gran rectitud; pero nada cambió lo que sentía cuando entraba en una capilla de Santos de los Últimos Días. En febrero llamé a mi padre y le dije: “Me voy a bautizar el 7 de marzo; espero verte allí”.
Toda mi familia fue a mi bautismo, incluso mi papá, y el tenerlos allí fue maravilloso y sumamente importante para mí. Fue el día más extraordinario de mi vida.
A veces me preguntan: “¿Cómo lo haces? ¿Cómo te mantienes tan fuerte en la Iglesia siendo la única de tu familia que es miembro? No hay nadie que te despierte y te haga ir a las reuniones o al seminario. Estás sola”.
En realidad, es muy sencillo: no estoy sola. Desde que me bauticé, he tenido algunas dificultades; no es fácil ser el único miembro de la Iglesia en la familia. Pero el Señor ha prometido que nunca nos dejará solos (véase Juan 14:16–18). El Padre Celestial nos ama tanto que mandó a Cristo para que muriera por nosotros. ¿Cómo nos va a olvidar?
La vida es difícil y todos hemos pasado temporadas en que sentimos que perdemos las fuerzas y que nuestra fe se debilita; pero si nos aferramos a Aquel que nos ama más, nuestro Padre Celestial, y fortalecemos nuestra relación con Él mediante el estudio y la oración, saldremos adelante. El Señor prometió: “… iré delante de vuestra faz. Estaré a vuestra diestra y a vuestra siniestra, y mi Espíritu estará en vuestro corazón, y mis ángeles alrededor de vosotros, para sosteneros” (D. y C. 84:88).