¡Quédate aquí!
Considero una preciada experiencia el dedicar tiempo a mi familia. Debido a que trabajo como ingeniero ferroviario, tengo un horario imprevisible. A veces me trasladan a lugares lejanos y quedo separado de mi esposa y mis hijos durante un tiempo. En esos periodos, los veo en casa solamente unos días a la semana, y únicamente después de un largo viaje por carretera.
Mi esposa, Scarlett, y nuestros hijos viajaron para visitarme durante unos días que yo tenía de licencia. A los niños les encantaba dormir en un motel y comer en restaurantes, así que ese viaje fue como unas vacaciones para ellos. Esa reconfortante reunión pasó rápidamente y no tardamos en abrazarnos y despedirnos. Por el espejo retrovisor perdí de vista el vehículo de Scarlett cuando entramos en rampas de sentido contrario hacia la autopista. Yo volvía a las líneas del ferrocarril, y Scarlett llevaba a los niños de regreso a casa.
Sonreía al pensar en mi familia, y decidí llamar a Scarlett para agradecerle la visita otra vez. Busqué el teléfono celular en el bolsillo de mi abrigo, pero no estaba. Después de buscar en vano, pensé que tal vez alguien lo habría puesto por casualidad en el auto de Scarlett.
Utilizaba mi teléfono para comunicarme con mi familia, pero también lo necesitaba para el trabajo. Mi esposa y yo llevábamos diez minutos conduciendo en sentidos opuestos, pero yo sabía que era necesario recuperar el teléfono. Decidí que me apresuraría a llegar al siguiente paso elevado, daría vuelta y procuraría alcanzarla. Mientras me preparaba para dar la vuelta, me pareció oír una voz que decía: “¡Deténte!”
Comencé a disminuir la velocidad, aunque con cada momento que pasaba se hacía más difícil que yo recuperara el teléfono.
Después me vino otro pensamiento: “¡Quédate aquí!”.
Ese fuerte sentimiento envolvió todo mi ser; yendo en contra de toda lógica y razón, me estacioné a un lado y apagué el motor. No sabía por qué, pero sentía que debía quedarme allí. Al prestar oído a lo que sentía que era un susurro del Espíritu Santo, me di cuenta de que la paz reemplazaba al pánico. Ofrecí una humilde oración, agradecido por la guía y la inspiración del Padre Celestial.
Al poco rato, divisé el auto de Scarlett, que se dirigía hacia mí. Cuando me vio, inmediatamente detuvo el vehículo y fue hasta donde yo me encontraba, con el teléfono en la mano.
“¿Cómo sabías que tenías que detenerte y esperar?”, preguntó.
Los ojos se nos llenaron de lágrimas cuando le relaté la experiencia de que había recibido susurros del Espíritu Santo.
Nunca he olvidado aquel incidente, y nunca podré negar la ayuda divina que recibí aquel día. Fortaleció nuestro testimonio de que el Padre Celestial está al tanto de los detalles aparentemente insignificantes de nuestra vida. Procuro ser siempre digno de recibir esa misma guía que recibí hace muchos años.