2011
La preparación en el sacerdocio: ‘Necesito tu ayuda’
Noviembre de 2011


La preparación en el sacerdocio: “Necesito tu ayuda”

No se preocupen por lo inexpertos que sean o piensen que sean, sino que piensen en lo que pueden llegar a ser con la ayuda del Señor.

President Henry B. Eyring

Mis queridos hermanos, es un gozo estar con ustedes en esta reunión mundial del sacerdocio de Dios. Esta noche hablaré de la preparación en el sacerdocio, tanto de nuestra propia preparación como de la que ayudamos a dar a los demás.

En ocasiones, la mayoría de nosotros se preguntará: “¿Estoy preparado para esta asignación en el sacerdocio?” Mi respuesta es: “Sí, ustedes han sido preparados”. Mi propósito hoy es ayudarles a reconocer esa preparación y que esa preparación les dé valor.

Como saben, el Sacerdocio Aarónico ha sido designado como un sacerdocio preparatorio. La gran mayoría de los poseedores del Sacerdocio Aarónico son jóvenes diáconos, maestros y presbíteros de entre 12 y 19 años.

Podríamos pensar que la preparación en el sacerdocio se lleva a cabo en los años del Sacerdocio Aarónico. Pero nuestro Padre Celestial nos ha estado preparando desde que fuimos instruidos en Su regazo en Su reino antes de que naciéramos. Él nos está preparando esta noche; y seguirá preparándonos siempre y cuando se lo permitamos.

El propósito de toda la preparación en el sacerdocio, en la vida premortal y en esta vida, es capacitarnos a nosotros y a las personas a quienes servimos para la vida eterna. Algunas de las primeras lecciones de la vida premortal seguramente comprendían el plan de salvación, con Jesucristo y Su expiación como parte central. No sólo se nos enseñó el plan, sino que estuvimos en los concilios en donde lo elegimos.

Debido a que se nos colocó el velo del olvido sobre la mente al nacer, hemos tenido que hallar una manera de volver a aprender, en esta vida, lo que una vez sabíamos y defendíamos. Parte de nuestra preparación en esta vida ha sido encontrar esa preciosa verdad para que pudiésemos volver a comprometernos a ella bajo convenio. Eso ha requerido fe, humildad y valor de nuestra parte, así como la ayuda de personas que habían encontrado la verdad y luego la compartieron con nosotros.

Tal vez hayan sido nuestros padres, los misioneros o nuestros amigos; pero esa ayuda fue parte de nuestra preparación. Nuestra preparación en el sacerdocio siempre incluye a otras personas que ya han sido preparadas para brindarnos la oportunidad de aceptar el Evangelio y luego decidir actuar mediante la observancia de convenios, con el fin de arraigarlos en nuestro corazón. Para ser dignos de la vida eterna, nuestro servicio en esta vida debe incluir el trabajar con todo nuestro corazón, alma, mente y fuerza a fin de preparar a los demás para que vuelvan a Dios con nosotros.

De modo que parte de la preparación en el sacerdocio que tendremos en esta vida serán oportunidades de servir y enseñar a los demás. Ello podría abarcar ser maestros en la Iglesia, padres sabios y amorosos, miembros de un quórum y misioneros para el Señor Jesucristo. El Señor ofrecerá las oportunidades, pero el que estemos preparados o no dependerá de nosotros. Mi intención esta noche es señalar algunas de las decisiones cruciales que son necesarias para que la preparación en el sacerdocio sea cabal.

Las buenas decisiones que tomen, tanto la persona que capacita como la que recibe capacitación, dependen de que se comprenda la forma en que el Señor prepara a Sus siervos del sacerdocio.

En primer lugar, Él llama a personas, jóvenes y mayores, que pueden parecer débiles y sencillas ante los ojos del mundo e incluso ante ellas mismas. El Señor puede convertir esas aparentes deficiencias en puntos fuertes. Eso cambiará la forma en que el líder sabio escoja a quienes capacitar y cómo hacerlo; y puede cambiar la forma en que el poseedor del sacerdocio responda a las oportunidades de progreso que se le ofrezcan.

Analicemos algunos ejemplos. Yo era un presbítero sin experiencia en un barrio muy grande. Mi obispo me llamó por teléfono un domingo por la tarde. Cuando respondí, me dijo: “¿Tienes tiempo para acompañarme? Necesito tu ayuda”. Sólo me explicó que quería que fuese con él a visitar a una mujer que yo no conocía, quien no tenía comida y necesitaba aprender a administrar mejor sus finanzas.

Yo sabía que él tenía dos consejeros expertos en el obispado. Los dos eran hombres maduros de mucha experiencia. Uno de los consejeros era dueño de una gran empresa y más tarde llegó a ser presidente de misión y Autoridad General. El otro consejero era un juez importante de la ciudad.

Me acababan de llamar como primer ayudante del obispo en el quórum de presbíteros. El obispo sabía que yo entendía muy poco sobre los principios de bienestar. Yo sabía aun menos en cuanto a administración de las finanzas; nunca había escrito un cheque; no tenía cuenta en un banco; ni siquiera había visto un presupuesto personal. Sin embargo, a pesar de mi inexperiencia, percibí que hablaba muy seriamente cuando dijo: “Necesito tu ayuda”.

He llegado a comprender cuál era la intención de ese obispo inspirado. Él vio en mí una oportunidad de oro para preparar a un poseedor del sacerdocio. Estoy seguro de que no se imaginó a ese muchacho inexperto como un futuro miembro del Obispado Presidente; pero él me trató ese día, y todos los días que lo conocí a lo largo de los años, como un proyecto de preparación muy promisorio.

Parecía disfrutarlo, pero implicaba trabajo para él. Al regresar a casa después de visitar a la viuda necesitada, estacionó el auto, abrió sus desgastadas y muy marcadas Escrituras y me amonestó amablemente. Me dijo que tenía que estudiar las Escrituras y aprender más, pero debió haber visto que yo era lo suficientemente débil y sencillo para que se me pudiera enseñar. Hasta el día de hoy recuerdo lo que me enseñó aquella tarde, pero recuerdo aun más lo seguro que él estaba de que yo podía aprender y mejorar, y de que lo haría.

Él vio más allá de la realidad de quién yo era, vio las posibilidades que yacen dentro de alguien que se siente lo suficientemente débil y sencillo como para desear la ayuda del Señor y creer que esa ayuda vendrá.

Los obispos, los presidentes de misión y los padres pueden optar por actuar en base a esas posibilidades. Lo vi suceder recientemente en una reunión de ayuno y testimonio cuando el presidente del quórum de diáconos dio su testimonio. Estaba a punto de pasar a ser maestro y dejar atrás a los miembros de su quórum.

Él testificó con gran emoción en su voz cómo había aumentado la bondad y el poder de los miembros de su quórum. Nunca escuché a nadie elogiar a una organización de una forma más maravillosa de la que él lo hizo. Encomió el servicio de ellos y después dijo que sabía que él había podido ayudar a los nuevos diáconos cuando se sintieron abrumados porque él se había sentido así cuando había entrado al sacerdocio.

Sus sentimientos de debilidad lo habían hecho más paciente, más comprensivo y, por lo tanto, más capaz de fortalecer y servir a los demás. A mí me pareció que en esos dos años en el Sacerdocio Aarónico, había llegado a ser experimentado y sabio. Él había aprendido que el recuerdo claro y vívido de sus propias necesidades cuando tenía dos años menos lo había ayudado como presidente del quórum. El reto en su futuro liderazgo, el de él y el nuestro, vendrá cuando esos recuerdos comiencen a desvanecerse y se empañen con el tiempo y con nuestros logros.

Pablo debe haber visto ese peligro al aconsejar a su joven compañero en el sacerdocio, Timoteo. Pablo lo animó y le enseñó durante su preparación en el sacerdocio y para que ayudase al Señor a preparar a otros.

Escuchen lo que Pablo le dijo a Timoteo, su compañero menor:

“Ninguno tenga en poco tu juventud, sino sé ejemplo de los creyentes en palabra, en conducta, en amor, en espíritu, en fe y en pureza.

“Entre tanto que voy, ocúpate en leer, en exhortar, en enseñar.

“No descuides el don que hay en ti, que te fue dado por medio de profecía con la imposición de las manos…

“Ten cuidado de ti mismo y de la doctrina1; persiste en ello, pues haciendo esto, te salvarás a ti mismo y a los que te oigan”2.

Pablo dio un buen consejo para todos nosotros. No se preocupen por lo inexpertos que sean o piensen que sean, sino que piensen en lo que pueden llegar a ser con la ayuda del Señor.

La doctrina en la que Pablo nos insta a deleitarnos en nuestra preparación en el sacerdocio son las palabras de Cristo, a fin de que nos hagamos merecedores de recibir el Espíritu Santo. Entonces podremos saber lo que el Señor quiere que hagamos en nuestro servicio y recibiremos el valor para hacerlo, cualquiera sea la dificultad que enfrentemos en el futuro.

Se nos prepara para el servicio en el sacerdocio, que será más difícil con el tiempo. Por ejemplo, nuestros músculos y nuestro cerebro envejecen a medida que nosotros envejecemos; nuestra capacidad de aprender y recordar lo que hemos leído disminuirá. Prestar el servicio en el sacerdocio que el Señor espera de nosotros requerirá más autodisciplina cada día de nuestra vida. Podemos estar preparados para esa prueba al fortalecer la fe mediante el servicio a medida que avanzamos.

El Señor nos ha dado la oportunidad de prepararnos mediante algo que Él ha llamado “el juramento y el convenio [del] sacerdocio”3.

Se trata de un convenio que hacemos con Dios de guardar todos Sus mandamientos y prestar servicio como Él lo haría si estuviera allí en persona. Vivir a la altura de esa norma lo mejor que podamos aumenta la fortaleza que necesitaremos para perseverar hasta el fin.

Grandes instructores en el sacerdocio me han enseñado cómo adquirir esa fortaleza: es establecer el hábito de seguir adelante en el momento en que la fatiga y el temor puedan hacernos pensar en darnos por vencidos. Los más grandes tutores del Señor me han mostrado que el poder espiritual permanente se obtiene al trabajar más allá del punto en el que otros se tomarían un descanso.

Ustedes, excelentes líderes del sacerdocio que han edificado esa fortaleza espiritual en su juventud todavía la poseen aun cuando su fortaleza física se debilita.

Mi hermano menor estaba en un viaje de negocios en una pequeña ciudad de Utah. Recibió una llamada en el hotel que provenía del presidente Spencer W. Kimball. Era tarde por la noche después de lo que había sido un arduo día de trabajo para mi hermano y seguramente para el presidente Spencer W. Kimball, quien empezó la conversación por teléfono así; le dijo: “Escuché que andaba por aquí. Sé que es tarde y que quizás ya se haya acostado, pero, ¿podría ayudarme? Necesito que me acompañe a ver el estado de todas nuestras capillas en esta ciudad”. Mi hermano fue con él esa noche, sin tener conocimiento en cuanto al mantenimiento de los centros de reuniones ni en cuanto a las capillas, y sin saber por qué el presidente Kimball haría tal cosa después de un día muy ocupado, ni por qué necesitaba ayuda.

Años después, tarde por la noche, recibí una llamada parecida en un hotel en Japón. Para ese entonces yo era el nuevo comisionado de educación de la Iglesia. Yo sabía que el presidente Gordon B. Hinckley se estaba alojando en algún lugar de ese mismo hotel cumpliendo otra asignación en Japón. Contesté el resonante teléfono justo después de haberme acostado para ir a dormir, agotado por haber hecho todo lo que yo creía que mis fuerzas me permitirían hacer.

El presidente Hinckley me preguntó con su voz agradable: “¿Por qué estás durmiendo mientras yo estoy aquí leyendo un manuscrito que se nos ha pedido revisar?”. Así que me levanté y fui a trabajar, aunque sabía que probablemente el presidente Hinckley haría una mejor revisión del manuscrito de la que yo podría hacer. Pero de alguna manera él me hizo sentir que necesitaba mi ayuda.

El presidente Thomas S. Monson, al final de casi todas las reuniones le pregunta al secretario de la Primera Presidencia: “¿Estoy al día con mi trabajo?”. Y siempre sonríe cuando la respuesta es: “Sí, presidente, está al día”. La sonrisa de satisfacción del presidente Monson me transmite un mensaje. Me hace pensar: “¿Hay algo más que yo podría hacer en mis asignaciones?”. Y entonces regreso a mi oficina a trabajar.

Grandes maestros me han mostrado cómo prepararme para guardar el juramento y el convenio cuando el tiempo y la edad lo dificulten. Me han mostrado y enseñado a disciplinarme para trabajar con más intensidad de lo que me imaginé que podría mientras aún tengo salud y fortaleza.

No puedo ser un siervo perfecto cada hora, pero sí puedo intentar dar un esfuerzo mayor de lo que pensaba que podía. Al adquirir ese hábito temprano en la vida, estaré preparado para las pruebas más adelante. Ustedes y yo podemos estar preparados con la fortaleza para guardar nuestro juramento y convenio a lo largo de las pruebas que seguramente vendrán al acercarnos al fin de la vida.

Vi evidencia de ello en una reunión de la Mesa Directiva de la Educación de la Iglesia. Para entonces, el presidente Spencer W. Kimball había prestado años de servicio mientras sobrellevaba una serie de problemas de salud que sólo Job entendería. Él presidía la reunión esa mañana.

De repente, dejó de hablar; colapsó en la silla. Tenía los ojos cerrados, la cabeza sobre el pecho. Yo estaba sentado cerca de él y el élder Holland estaba junto a nosotros. Los dos nos levantamos para ayudarlo. A pesar de nuestra inexperiencia en cuanto a emergencias, decidimos cargarlo, en la silla, a su oficina que estaba cerca de allí.

Él se convirtió en nuestro maestro en ese momento de dificultad. Cargando la silla cada uno de un lado, salimos del cuarto de la reunión al pasillo del Edificio Administrativo de la Iglesia. Él entreabrió los ojos, y todavía aturdido, dijo: “Oh, por favor tengan cuidado. No se lastimen la espalda”. Cuando nos íbamos acercando a la puerta de la oficina, dijo: “Me siento muy mal por haber interrumpido la reunión”. Minutos después de llevarlo a su oficina, cuando aún no sabíamos cuál era su problema, nos miró y dijo: “¿No creen que deberían volver a la reunión?”.

Nos fuimos y nos apuramos a regresar a la reunión, sabiendo que de algún modo, el estar allí era importante para el Señor. El presidente Kimball había ido más allá de sus límites de perseverancia para servir y amar al Señor desde su infancia. Era un hábito que tenía tan arraigado que estaba allí cuando lo necesitaba. Él estaba preparado; y así fue capaz de enseñarnos y mostrarnos cómo estar preparados para guardar el juramento y el convenio: mediante la preparación constante a lo largo de los años, al emplear todas nuestras fuerzas en lo que parecían ser pequeñas tareas de poca consecuencia.

Mi ruego es que podamos guardar los convenios del sacerdocio para hacer que nosotros, y todos a los que se nos ha llamado a capacitar, seamos merecedores de la vida eterna. Les prometo que si hacen todo lo que esté a su alcance, Dios aumentará su fortaleza y sabiduría. Él los adiestrará. Les prometo que aquellos a quienes ustedes capaciten y den el ejemplo, elogiarán su nombre como yo he elogiado a los grandes instructores que he conocido.

Testifico que Dios el Padre vive y los ama. Él los conoce. Él y Su Hijo resucitado y glorificado, Jesucristo, se aparecieron a un muchacho sin experiencia, José Smith. Le confiaron la restauración de la plenitud del Evangelio y de la Iglesia verdadera. Le infundieron ánimo cuando lo necesitó; le permitieron sentir su amorosa amonestación que lo haría sentirse disminuido, a fin de elevarlo. Lo prepararon a él y nos están preparando a nosotros, para obtener la fortaleza de seguir trabajando hacia la gloria celestial, que es el objetivo y la razón de todo el servicio en el sacerdocio.

Les dejo mi bendición de que serán capaces de reconocer las gloriosas oportunidades que Dios les ha dado al llamarlos y prepararlos para prestarle servicio a Él y a los demás. En el nombre de nuestro amoroso líder y maestro Jesucristo. Amén.