Hermanas en el convenio
Como discípulas de Jesucristo, todas tenemos hermanas que nos aman y apoyan, sin importar cuál sea la situación de nuestra familia.
Mi primer domingo como estudiante en París, Francia, me maravillé por la diversidad de mi nuevo barrio. Una encantadora hermana de Europa Oriental dirigía la Sociedad de Socorro; unas hermanas de África Occidental gentilmente me prestaron su himnario; y una hermana asiática que había traducido meticulosamente la lección al francés dirigía una de las clases más sinceras que yo había escuchado. Aun cuando era una joven estadounidense que estaba a más de 8.000 kilómetros de distancia de mi ciudad natal, me sentí en casa entre las buenas hermanas de la Iglesia. Veníamos de Francia, Camboya, Costa de Marfil, Ucrania y los Estados Unidos, pero las diferencias de edad y de cultura no importaban; nos unía un espíritu de hermandad.
En los primeros años de mis estudios universitarios, me di cuenta, por primera vez, de que toda mi vida había pertenecido a una increíble red de hermanas. Crecí sin hermanas biológicas, por lo que a veces se me dificultaba formarme una idea clara de lo que una hermandad implicaba. Aun cuando estoy muy agradecida por mis maravillosos padres y hermanos, anhelaba tener hermanas con quienes compartir, reír y experimentar la vida. En lugar de ello, he aprendido a confiar en las hermanas que he encontrado dentro de la “unidad de la fe” (Efesios 4:13). Por medio de muchas experiencias, he aprendido que puedo confiar en esas fieles hermanas; gracias al evangelio de Jesucristo, ¡sí tengo hermanas!
El mundo nos enseña que las diferencias de familia, generación, cultura o personalidad nos separan, pero en realidad las hermanas nos unimos por medio del amor, el servicio y nuestra herencia divina como hijas de nuestro Padre Celestial. Dicha unidad nos ayuda a cumplir con nuestros convenios bautismales. Hemos prometido “entrar en el redil de Dios y ser llamados su pueblo, y [estar] dispuestos a llevar las cargas los unos de los otros para que sean ligeras;
“sí, y [estar] dispuestos a llorar con los que lloran; sí, y a consolar a los que necesitan de consuelo, y ser testigos de Dios en todo tiempo, y en todas las cosas y en todo lugar en que [estemos]” (Mosíah 18:8–9).
Entrar en el redil de Dios
Las hermanas se ayudan mutuamente a guardar esos convenios bautismales de muchas maneras. Ting Chang, de Taiwán, “[entró] en el redil de Dios” cuando estaba en la escuela secundaria. Debido a que su familia se encontraba en una situación económica difícil, Ting no almorzaba para ahorrarle el gasto a su familia; Jina, una compañera de clase, se dio cuenta. La mamá de Jina comenzó a preparar comida adicional para el almuerzo todos los días a fin de que la compartiera con Ting. Al poco tiempo, Jina invitó a su amiga a asistir a la Iglesia con ella. Hacía poco que la mamá de Jina se había unido a la Iglesia, y Jina estaba recibiendo las lecciones de los misioneros. Para Ting, el ejemplo de caridad que esas mujeres le dieron fue poderoso, y también empezó a reunirse con los misioneros.
Juntas, Ting y Jina leían las Escrituras y llevaban un diario de sus experiencias sagradas. Sus lazos de hermandad se fortalecieron cuando las dos fueron bautizadas el mismo día. Actualmente, las dos prestan servicio como misioneras de tiempo completo a fin de difundir el gozo del evangelio de Jesucristo. Jina, su madre y Ting se han convertido en hermanas al vivir las normas del Señor y al llevar Su nombre.
Llevar las cargas las unas de las otras
El servicio que se presta con amor es otra de las características de la verdadera hermandad. El servicio compasivo y las visitas de maestras visitantes son los medios que la Iglesia tiene para realizar ese servicio. Jacqueline Soares Ribeiro Lima, de Brasil, relató la forma en que dos maestras visitantes bendijeron su vida y a su familia después de que se le diagnosticó que tenía trastorno bipolar y se sintió incapaz de asistir a la Iglesia con regularidad: “Mi esposo Vladimir hizo todo lo que pudo para ayudarme durante la peor etapa de mi enfermedad. Hizo frente a los peores momentos él solo; hasta que se llamó a dos maravillosas mujeres a ser mis maestras visitantes”.
Esas dos mujeres, Rita y Fátima, demostraron su amor al aprender más en cuanto al trastorno y al apoyar a la familia de Jacqueline, quien sintió constantemente el verdadero interés que tenían por ella. Parte de su servicio incluyó dar una pequeña fiesta para Jacqueline y hacer un vestido para su hija. En última instancia, el interés sincero de Rita y de Fátima ayudó a Jacqueline espiritualmente, quien reanudó su asistencia regular a la Iglesia, alentada por la fortaleza de ellas.
Ya sea que las cargas de nuestras hermanas sean físicas, emocionales o espirituales, es maravilloso cuando tendemos una mano de amor a la cansada madre joven, a la tímida Abejita nueva, a la mujer de edad que se siente sola, a la sobrecargada presidenta de la Sociedad de Socorro. Las mujeres del convenio “se [deleitan] en prestar servicio y en hacer buenas obras”1, y, por lo tanto, buscan y levantan a sus hermanas que están cansadas o agobiadas.
Llorar con los que lloran
Cuando las mujeres de fe tienden una mano de ternura, siguen el ejemplo del Salvador. Es posible que no haya mejor ejemplo de amor desinteresado en las Escrituras que el de Noemí, de Belén, y su nuera Rut, de Moab. Rut decidió prestar servicio a su suegra después de que el esposo y los hijos de Noemí murieron. Llena de pesar, Noemí decidió regresar a su propia tierra. Aun cuando estas mujeres provenían de diferentes entornos culturales y religiosos, se hicieron amigas conforme se apoyaron la una a la otra para vivir en rectitud y a medida que se esforzaron por superar juntas las pruebas.
El ejemplo y el servicio de Rut fueron tan grandes que el lamento de Noemí se convirtió en gozo por la buena fortuna de tener esa maravillosa nuera y hermana en el Evangelio. El vínculo que las unía era tan fuerte que, otras mujeres, al ver el amor que se tenían, comentaron: “Loado sea Jehová, que… [te ha dado a] tu nuera, que te ama y es de más valor para ti que siete hijos” (Rut 4:14–15).
Consolar a los que necesitan de consuelo
El recibir una nota de una hermana de su barrio brindó consuelo a Raihau Gariki, de Tahití, que fue llamada como maestra de la Sociedad de Socorro sólo un mes después de haber cumplido 18 años. Estaba nerviosa de enseñar a “madres y abuelas, mujeres que ya sabían tanto, que habían enfrentado muchas pruebas y vivido muchas cosas”. Después de su primera lección, recibió “una nota llena de amor” de una hermana que estuvo en la clase. La nota hizo que aumentara su confianza, y la pegó en su diario para que la ayudara en los tiempos difíciles.
Las hermanas en el Evangelio se consuelan y sostienen mutuamente durante los momentos de aflicción. J. Scott Featherstone, que es presidente de estaca en Utah, recuerda haber ido junto con su esposa a visitar a una mujer de su estaca cuyo esposo acababa de fallecer. “Mi esposa simplemente la sostuvo en sus brazos, lloró con ella y la consoló hasta que se sintió amada”. A veces, la hermandad es así de sencilla.
Ser testigos de Dios
Se produce un gran poder cuando mujeres de todas las edades se unen para “[defender] la verdad y la rectitud”2. La hermandad en el evangelio de Jesucristo nos puede fortalecer, independientemente de las situaciones que enfrentemos en un mundo cada vez más inicuo. Incluso las pequeñitas pueden ser testigos: Jessica Vosaniyaqona, de California, EE. UU., aprendió el Evangelio de niñas de seis años en su clase de la Primaria, quienes le recordaron y testificaron de la importancia de las familias.
Las hermanas mayores también son ejemplos importantes. Kimm Frost, de Utah, recuerda a muchas mujeres que han influido en ella para mantenerse fuerte en el Evangelio, entre ellas Ursula Squires. Kimm observó: “La hermana Squires y yo fuimos compañeras de maestras visitantes cuando ella tenía más de 90 años. No veía ni oía bien, pero estaba completamente dedicada al Evangelio. Nunca faltaba a la Iglesia y cumplía con sus visitas fielmente… Fue una inspiración para mí”. Ya sea mediante el ejemplo o al compartir su testimonio, las hermanas pueden llegar a ser discípulas unidas del Maestro.
Hermanas en la Iglesia de Dios
Realmente he encontrado hermanas al ver a mujeres “ser testigos de Dios en todo tiempo, y en todas las cosas y en todo lugar” (Mosíah 18:9). Tuve la oportunidad de prestar servicio en una misión de tiempo completo. Cuando recibí el llamamiento para servir en la Misión Utah Salt Lake City Manzana del Templo —la única misión de la Iglesia compuesta exclusivamente de hermanas misioneras— reconozco que me sentí nerviosa ante la perspectiva de estar rodeada de tantas mujeres. Pero mi preocupación fue en vano. Mi testimonio de la hermandad entre mujeres aumentó de forma exponencial al relacionarme con un sinnúmero de mujeres que testificaban del Salvador con sus acciones diarias.
La primera noche de Navidad que pasé en el campo misional, el presidente de misión nos reunió a todas las hermanas para ver una película edificante. En cierto momento, en la película se representó a dos hermanas que se ayudaron mutuamente a superar circunstancias difíciles, y me sentí conmovida por la unidad que existía entre ellas. Mientras miraba la película y observaba a todas las radiantes hermanas misioneras a mi alrededor, el Espíritu me testificó con fuerza que la hermandad es un vínculo eterno establecido por nuestro Padre Celestial, y que yo también era parte de ella. Qué verdad tan maravillosa: nunca estamos solas, pues el Señor, a todas nos ha dado hermanas.
La autora vive en el estado de Utah, EE. UU.