Mensaje de la Primera Presidencia
Paz en esta vida
A todos los que hemos venido a esta vida terrenal, el Salvador dijo: “En el mundo tendréis aflicción” (Juan 16:33). Sin embargo, durante Su ministerio terrenal, hizo a Sus discípulos esta maravillosa promesa: “La paz os dejo, mi paz os doy; yo no os la doy como el mundo la da” (Juan 14:27). Es un consuelo saber que esta promesa de paz personal se extiende a todos Sus discípulos hoy en día.
Algunos vivimos en entornos bellos y apacibles, y sin embargo sentimos agitación interior. Otros sienten paz y perfecta serenidad en medio de grandes pérdidas personales, tragedias y pruebas constantes.
Tal vez hayan visto el milagro de la paz en el rostro de un discípulo de Jesucristo, o lo hayan escuchado en sus palabras. Yo lo he visto muchas veces. En ocasiones ha sido en la habitación de un hospital donde una familia se reúne en torno a un siervo de Dios que está al borde de la muerte.
Recuerdo haber ido al hospital a visitar a una mujer pocos días antes de que muriera de cáncer. Había llevado conmigo a mis dos hijas pequeñas, porque aquella dulce hermana había sido su maestra de la Primaria.
Los miembros de su familia estaban reunidos alrededor de su cama, deseando estar con ella en sus últimas horas sobre la tierra. Me sorprendió que se sentara en la cama; extendió el brazo hacia donde estaban mis hijas y las presentó a las dos, uno por uno a cada miembro de su familia. Habló como si mis hijas fueran miembros de la realeza, presentadas en la corte de una reina. Encontró una forma de decir algo sobre el modo en que cada persona en la sala era un discípulo del Salvador. Todavía recuerdo la fortaleza, la ternura y el amor en su voz; y recuerdo cuánto me sorprendió su alegre sonrisa, aun cuando ella sabía que le quedaba poco tiempo de vida.
Había recibido bendiciones de consuelo del sacerdocio, pero nos dio a todos un testimonio viviente de que la promesa de paz del Señor es verdadera: “Estas cosas os he hablado para que en mí tengáis paz. En el mundo tendréis aflicción. Pero confiad; yo he vencido al mundo” (Juan 16:33).
Ella había aceptado Su invitación, como lo podemos hacer todos, sin importar cuáles sean nuestras pruebas y nuestros problemas.
“Venid a mí todos los que estáis trabajados y cargados, y yo os haré descansar.
“Llevad mi yugo sobre vosotros y aprended de mí, que soy manso y humilde de corazón, y hallaréis descanso para vuestras almas” (Mateo 11:28–29).
Solamente al seguir al Salvador podremos hallar paz y serenidad en las pruebas que nos sobrevendrán a todos.
Las oraciones sacramentales nos ayudan a saber encontrar esa paz en medio de las tribulaciones de la vida. Al participar de la Santa Cena, podemos tomar la determinación de ser fieles a nuestros convenios de seguirlo a Él.
Todos prometemos recordar al Salvador. Ustedes pueden decidir recordarle del modo que más acerque su corazón a Él. Para mí, en ocasiones, es imaginármelo arrodillado en el Jardín de Getsemaní, o verle decir a Lázaro que salga del sepulcro. Al hacerlo, siento una cercanía con Él, y una gratitud que trae paz a mi corazón.
Ustedes también prometen guardar Sus mandamientos. Prometen tomar sobre sí Su nombre y ser Sus testigos. Él promete que, a medida que guarden los convenios que han hecho con Él, el Espíritu Santo estará con ustedes. (Véase D. y C. 20:77, 79).
Eso brinda paz al menos de dos formas: El Espíritu Santo nos limpia del pecado por causa de la expiación de Jesucristo, y el Espíritu Santo puede darnos la paz que proviene de tener la aprobación de Dios y la esperanza de la vida eterna.
El apóstol Pablo habló de esa maravillosa bendición: “Pero el fruto del Espíritu es: amor, gozo, paz, longanimidad, benignidad, bondad, fe” (Gálatas 5:22).
Cuando anunciaron el nacimiento del Salvador, los mensajeros celestiales declararon: “¡Gloria a Dios en las alturas, y en la tierra paz!” (Lucas 2:14; cursiva agregada). Doy mi testimonio como testigo de Jesucristo de que el Padre y Su Hijo Amado pueden enviar el Espíritu que nos permita hallar paz en esta vida, sean cuales sean las pruebas que nos sobrevengan a nosotros o a aquellos a quienes amamos.