“¿Quién decís que soy yo?”
El testimonio de Pedro sobre Cristo
Al llegar a amar y comprender al apóstol Pedro, estaremos más preparados para aceptar su testimonio especial de Cristo.
Los creyentes amamos al apóstol Pedro, quizás porque él nos parece tan auténtico y accesible. Nos sentimos identificados con él; admiramos su valor al abandonarlo todo, dejando sus redes “al instante” cuando el Maestro dijo: “Venid en pos de mí, y os haré pescadores de hombres” (Mateo 4:18–20). Comprendemos su confusión sobre el significado y el mensaje de las parábolas (véase Mateo 15:15–16). Sentimos la desesperación de su clamor: “¡Señor, sálvame!”, cuando sus pies y su fe titubearon sobre las turbulentas aguas aquella noche en el mar de Galilea (Mateo 14:22–33). Apreciamos su asombro durante la Transfiguración (véase Mateo 17:1–13). Lloramos con él por la vergüenza de haber negado tres veces (véase Mateo 26:69–75), nos lamentamos con él en Getsemaní (véase Mateo 26:36–46) y compartimos su gozo y asombro ante el sepulcro vacío (véase Juan 20:1–10).
Tal vez los escritores de los Evangelios deseaban que tuviéramos esta conexión personal con Pedro. En sus relatos, ellos parecen preservar intencionalmente más experiencias y conversaciones suyas con Jesús que las de cualquier otro de los primeros Doce1. Muchos de nosotros suponemos que se le da tanta atención a Pedro en los Evangelios porque él llegó a ser el portavoz y el líder de los apóstoles. Sin embargo, tal vez Mateo, Marcos, Lucas y Juan también hablan con tanta frecuencia y tan íntimamente de la relación entre Pedro y Cristo porque esperaban que, al llegar a amar y comprender a Pedro, estaríamos más preparados para aceptar su testimonio especial de Cristo, un testimonio que él parece haber estado cuidadosamente preparado para dar.
La preparación de Pedro
Mientras acompañaba a Jesús en Su ministerio terrenal, Pedro parece haber adquirido un testimonio de que el Maestro era el Mesías por medio de las experiencias intelectuales, prácticas y reveladoras que le fueron dadas. Es decir, su testimonio, como el nuestro en la actualidad, llegó a través de su mente, sus manos y su corazón.
Pedro sabía que Jesús de Nazaret era más que un simple hombre, porque lo vio devolver la vista a los ciegos, sanar a los leprosos, hacer que los cojos andaran y levantar a los muertos (véase Mateo 11:4–5; véanse también Juan 2:11; 10:25; 20:30–31). Su afirmación lógica de que Jesús era el Cristo fue reafirmada por lo que aprendió al actuar bajo la guía del Maestro. Echó su red como indicó el Salvador y recogió una gran cantidad de peces (véanse Lucas 5:1–9; Juan 21:5–7); cuando el Salvador le dijo “Ven”, caminó sobre el agua (véase Mateo 14:22–33); y cuando repartió los escasos panes y pescados a la multitud de acuerdo con lo que mandó el Salvador, el milagro de la multiplicación sucedió entre sus propias manos (véase Juan 6:1–14).
Esos testimonios que recibió en su mente y en sus manos habrían de complementar significativamente el testimonio más poderoso que Pedro recibió: el testimonio que se le reveló a su corazón. Cuando Jesús les preguntó a Sus discípulos: “¿Quién dicen los hombres que es el Hijo del Hombre?”, ellos repitieron las conclusiones comunes de sus contemporáneos. El Salvador entonces personalizó la pregunta: “Y vosotros, ¿quién decís que soy yo?” (véase Mateo 16:13–15). Sin vacilar, Pedro dijo:
“¡Tú eres el Cristo, el Hijo del Dios viviente!
“Entonces, respondiendo Jesús, le dijo: Bienaventurado eres, Simón hijo de Jonás, porque no te lo reveló carne ni sangre, sino mi Padre que está en los cielos” (Mateo 16:16–17).
La preparación de Pedro para ser un testigo especial de Cristo incluyó varias experiencias en cierto modo privadas con Jesús2. A menudo recibió tal consejo y dirección personalizados cuando se acercó al Salvador con preguntas o siempre que Cristo percibía que él necesitaba más capacitación3.
Además, Pedro tal vez fue el discípulo de Cristo que más fue reprendido4. Sorprendentemente, Pedro decidió no ofenderse, sino continuar siguiendo al Maestro, fortaleciendo día a día su testimonio y aprendiendo de Él5.
La preparación del pescador galileo culminó con lo que presenció después de la Crucifixión. Cuando escuchó que el sepulcro estaba vacío, Pedro se apresuró para verlo por sí mismo, y se fue “maravillándose de lo que había sucedido” (Lucas 24:1–12; véase también Juan 20:1–9). Lucas registra que en algún momento de aquel día, el Salvador resucitado se apareció a Pedro en privado, aunque sabemos poco de ese acontecimiento (véanse Lucas 24:34; 1 Corintios 15:3–7). Más tarde, esa noche, el Señor resucitado se apareció a los apóstoles y a otros discípulos, y los invitó a palpar las heridas de Su cuerpo. Entonces les abrió el entendimiento de cómo Su resurrección cumplía las profecías escritas en la ley de Moisés y en las Escrituras, y les declaró: “… vosotros sois testigos de estas cosas” (véase Lucas 24:36–48; véanse también Marcos 16:14; Juan 20:19–23). Los 11 discípulos luego viajaron a Galilea, de acuerdo con lo que el Salvador les había indicado, y allí, en el “monte donde Jesús les había ordenado”, Él les declaró: “Toda potestad me es dada en el cielo y en la tierra” (véase Mateo 28:7, 10, 16–20).
Con todo esto, la mente, las manos y el corazón de Pedro recibieron una mayor instrucción para que él fuera testigo del Cristo resucitado, porque vio al Señor resucitado con sus ojos, lo escuchó con sus oídos, lo palpó con sus manos, y ciertamente volvió a sentir la confirmación del Espíritu en su corazón.
La comisión de Pedro
Así como se requirió tiempo, aprendizaje y experiencia para que Pedro comprendiese plenamente la misión expiatoria del Mesías, entender su propia misión como testigo especial de Cristo fue un proceso gradual.
Parecería que Pedro alcanzó la plena conciencia de lo que se le pediría cuando el Señor le enseñó a orillas del mar de Galilea. Habiendo palpado dos veces las heridas de la Crucifixión en el cuerpo resucitado del Maestro, pero aparentemente aún preguntándose qué hacer con su vida, Pedro anunció: “Voy a pescar” (Juan 21:3). Ahora que Jesús ya no estaba con ellos, Pedro parecía resignado a volver a su vida y sustento anteriores, y sus hermanos lo siguieron.
Se esforzaron durante toda la noche, pero no pescaron nada. Al acercarse a la orilla, probablemente exhaustos y desanimados, vieron allí a alguien de pie que no reconocieron, quien les dijo que volvieran a echar las redes. Acaso recordando la ocasión en que seguir un consejo similar había resultado en una gran pesca, obedecieron, esta vez sin protestar ni dudar (véanse Lucas 5:1–9; Juan 21:3–6). Cuando recogieron las redes, una vez más colmadas de peces, Juan exclamó a Pedro: “¡Es el Señor!” (Juan 21:7). Demasiado ansioso como para esperar a que la barca llegase a la orilla, Pedro “se echó al mar” para llegar antes al Maestro (Juan 21:7). Cuando los demás llegaron, hallaron que los aguardaba una comida compuesta de pescado y pan (véase Juan 21:9).
Después de comer, Jesús se volvió hacia Pedro y, probablemente señalando los mismos pescados a los que Pedro había decidido dedicarse, le preguntó a Su apóstol: “Simón hijo de Jonás, ¿me amas más que estos?” (Juan 21:15). Seguramente, Pedro pensó que la pregunta era extraña; por supuesto que amaba al Salvador más que a los pescados o la pesca. Tal vez hubo una sombra de incredulidad en su respuesta: “Sí, Señor, tú sabes que te amo”, a lo que Cristo respondió: “Apacienta mis corderos” (Juan 21:15). El Salvador volvió a hacerle la pregunta a Pedro, este volvió a manifestar su amor por Cristo y el Señor nuevamente le mandó: “Apacienta mis ovejas” (Juan 21:16). Pedro se entristeció cuando Jesús le pidió una tercera vez que el discípulo afirmara su amor. Podemos sentir la vehemencia y la pasión del tercer testimonio de Pedro: “Señor, tú sabes todas las cosas; tú sabes que te amo” (Juan 21:17). Una vez más, Jesús le mandó: “Apacienta mis ovejas” (Juan 21:17)6. Si en verdad amaba al Señor, entonces Pedro ya no debía ser pescador, sino pastor, al cuidado del rebaño del Maestro7. Las acciones y el ministerio de Pedro a partir de ese momento confirman que al final comprendió su comisión y su misión como siervo y testigo especial de Cristo.
El testimonio de Pedro
Después de aquel día en Galilea, Pedro salió a cumplir la comisión que Cristo le dio con una fe, un valor y un rigor extraordinarios. Como el apóstol principal, dio un paso al frente en su llamamiento de presidir la Iglesia. Aunque estaba ocupado con los muchos deberes de su oficio, Pedro no descuidó su responsabilidad de siempre ser testigo de Cristo, incluso ante las multitudes que se congregaron cuando se derramó el Espíritu Santo el día de Pentecostés (véase Hechos 2:1–41); en el templo, junto al pórtico de Salomón, después de una sanación milagrosa (véase Hechos 3:6–7, 19–26); cuando fue arrestado y llevado ante los líderes judíos (véase Hechos 4:1–31; véase también Hechos 5:18–20); en su predicación a los santos (véase Hechos 15:6–11) y en sus epístolas.
En sus epístolas, reflexiona sobre su testimonio personal del sufrimiento de Cristo, y expresa su esperanza de ser “participante de la gloria que será revelada” (1 Pedro 5:1). Luego reconoce con determinación que él también debe “dentro de poco… dejar este, mi tabernáculo, como nuestro Señor Jesucristo me lo ha declarado” (2 Pedro 1:14).
Al hacer esta solemne observación, tal vez Pedro estaba reflexionando sobre las palabras que Jesús le habló tantos años atrás en las costas de Galilea. Allí, después de darle a Pedro el mandato de apacentar Sus ovejas, el Salvador declaró: “… Cuando eras más joven, te ceñías e ibas a donde querías; pero cuando ya seas viejo, extenderás tus manos, y te ceñirá otro y te llevará a donde no quieras” (Juan 21:18). Tal como Juan lo explicó, “… esto dijo [Jesús] dando a entender con qué muerte [Pedro] había de glorificar a Dios. Y dicho esto, le dijo [a Pedro]: Sígueme” (Juan 21:19). Seguramente, al contemplar la muerte en su vejez, Pedro podría hallar paz y gozo en el conocimiento de que en verdad había seguido a Cristo en vida y estaba listo para seguirlo en la muerte.
Desearíamos que más actividades y escritos de Pedro hubiesen sido preservados en el Nuevo Testamento. Lo que ha sido preservado es un tesoro, y hace que nos encariñemos con este fiel pescador. El registro, aunque es pequeño, muestra la forma en que Cristo preparó cuidadosa y personalmente a Pedro para ser un testigo especial de Él. Al leer el relato, podemos descubrir que nuestra fe y nuestro conocimiento de Cristo crecen junto con la fe y el conocimiento de Pedro. Dicho crecimiento puede darnos esperanza y una mayor perspectiva en nuestra travesía personal hacia la fe. Al contemplar que lo que Cristo esperaba de Pedro se vuelve claro para él, y luego ver el valor y la dedicación con los que obró para cumplir la comisión que el Salvador le dio, nos lleva a pensar: “¿Qué espera Cristo de mí?” y “¿Estoy haciendo lo suficiente?”. Al estudiar el testimonio que Pedro tenía de Cristo, ansiamos hacer eco de sus palabras: “… nosotros hemos creído y sabemos que tú eres el Cristo, el Hijo del Dios viviente” (Juan 6:69).