Un real sacerdocio
“El rey Benjamín dijo en su memorable mensaje: ‘…cuando os halláis en el servicio de vuestros semejantes, sólo estáis en el servicio de vuestro Dios’” (Mosíah 2:17).
Mis hermanos del sacerdocio en todo el mundo, vosotros sois un publico inspirador. Hablaros es una responsabilidad “fantástica”, como dirían los jóvenes de hoy. Ruego tener la ayuda del Señor para hacerlo.
Vosotros tenéis aspecto decidido; sabéis quienes sois y que espera Dios que lleguéis a ser. Al observar a tantos jóvenes del Sacerdocio Aarónico que estáis reunidos aquí, veo para vosotros un gran futuro.
Cuando yo tenía unos nueve años y asistía a la escuela en Salt Lake City, se pidió a todos los escolares de la ciudad que llenaran un formulario indicando lo que querían ser cuando crecieran. Las listas se pondrían en una caja de metal a prueba de humedad que se enterraría bajo la nueva asta de la bandera que iba a adornar la entrada de los jardines del edificio municipal. Años mas tarde se abriría la caja y se leería el contenido.
Al sentarme con el papel y el lápiz, pensé: “¿Que quiero ser cuando sea grande?” Casi sin vacilar escribí la palabra “cowboy” [vaquero]. A la hora del almuerzo le conté a mi madre lo que había escrito. Me parece verla diciéndome: “¡Te vas inmediatamente a la escuela y lo cambias a banquero o abogado!” Le obedecí, y todos mis sueños de ser cowboy se desvanecieron para siempre.
Steve Alford, que juega en el equipo Dallas Mavericks de la Federación Nacional de Básketbol de los Estados Unidos, tuvo mayor determinación en su niñez. El se acuerda de haberle dicho a su consejera escolar del octavo año, al llenarle ella un formulario de carrera profesional, que un día el iba a jugar en dicha Federación. Ella le dijo que no podía escribir eso y el le respondió: “Entonces déjelo en blanco, porque eso es lo que haré”. Y lo hizo.
Uno de los grandes lideres de nuestra época, el presidente Harold B. Lee, al hablar en la Universidad Brigham Young, contó de un joven que se encontraba en Inglaterra durante la Segunda Guerra Mundial y que había ido al club de oficiales donde tenía lugar una celebración tumultuosa. Mientras estaba allí noto a un joven oficial británico que estaba apartado y no parecía disfrutar de la fiesta. Se le acerco y le dijo: “Parece que no le gusta mucho esta fiesta”. El joven oficial, irguiéndose en toda su estatura, le contesto: “No señor. Yo no puedo participar de esta clase de fiesta porque pertenezco a la casa real de Inglaterra”. Al alejarse, nuestro joven Santo de los Últimos Días iba pensando: “Y yo tampoco, porque pertenezco a la casa real del Reino de Dios” (“Be Loyal to the Royal within You”, en Speeches of the Year, I 973, Provo: Brigham Young University Press, 1973, pág. 100).
Quizás este joven haya recordado la declaración del apóstol Pedro cuando dijo:
“… vosotros sois linaje escogido, real sacerdocio, nación santa, pueblo adquirido por Dios, para que anunciéis las virtudes de aquel que os llamo de las tinieblas a su luz admirable” (1 Pedro 2:9).
Hermanos, sed fieles a la realeza a la que pertenecéis.
Últimamente, he estado pensando en las palabras del Salvador durante la semana de Su sacrificio expiatorio, cuando dijo:
“… Venid, benditos de mi Padre, heredad el reino preparado para vosotros desde la fundación del mundo.
“Porque tuve hambre, y me disteis de comer; tuve sed, y me disteis de beber; fui forastero, y me recogisteis;
“estuve desnudo, y me cubristeis; enfermo, y me visitasteis; en la cárcel, y vinisteis a mi.
“Entonces los justos le responderán diciendo: Señor, ¿cuando te vimos hambriento, y te sustentamos, o sediento, y te dimos de beber?
“¿Y cuando te vimos forastero, y te recogimos, o desnudo, y te cubrimos?
“¿O cuando te vimos enfermo, o en la cárcel, y vinimos a ti?
“Y respondiendo el Rey, les dirá: De cierto os digo que en cuanto lo hicisteis a uno de estos mis hermanos mas pequeños, a mi lo hicisteis” (Mateo 25:34-40).
Hermanos, os felicitamos por vuestra fe para obedecer la ley del ayuno y vuestra generosidad en las ofrendas de ayuno. También encomiamos a los diáconos y maestros que ayudan a recolectar estas ofrendas en muchas partes del mundo. El Programa de Bienestar existe por inspiración divina y los necesitados reciben ayuda del obispo que sigue las impresiones del Espíritu y los principios de bienestar al atender a sus necesidades.
Aparte de la ayuda continua que se provee empleando vuestras contribuciones regulares de ofrendas de ayuno, que es considerable, estoy seguro de que tendréis interés en conocer el estado actual de los ayunos especiales realizados y de las donaciones relacionadas con ellos. Los ingresos provenientes de dos ayunos especiales de 1985 y las donaciones recibidas para el alivio de los que sufren han sumado un total de $13.145.527 dólares, los cuales se han utilizado en los siguientes lugares: En Africa, $8.662.765 dólares; el resto de lo gastado se ha distribuido en los Estados Unidos, Latinoamérica, Asia, Europa y el Medio Oriente, llegando a la fecha el total del desembolso a $ 11.460.780 dólares, con un saldo de $1.684.767 dólares.
Os daré algunos detalles mas sobre algunos de los proyectos realizados y de las personas a quienes vuestra generosidad ha bendecido.
En las fértiles tierras bajas del este de Guatemala, cerca de la ciudad de San Esteban, la Iglesia y el Instituto Agrícola y Alimenticio Ezra Taft Benson ayudan a las familias rurales pobres a aumentar su producción agrícola. Enseñando las técnicas de mejoramiento de suelos, de fertilización y riego se ha conseguido que las granjas chicas tengan cosechas equilibradas que proveen una nutrición mejor a la familia y mayor producción de alimento para el ganado.
Al principio, hubo 160 familias beneficiadas por esa instrucción y ayuda; dentro de poco, el numero de familias llegara a 400. Y al extenderse el conocimiento y las habilidades a los vecinos, el beneficio será para miles de personas.
Al verse libres del aprisionamiento de la pobreza y las necesidades, estarán en mejores condiciones de recibir los dones espirituales que el Señor tiene para ellos. En nuestros esfuerzos por ayudarles, nosotros entenderemos mejor las palabras: “estuve … en la cárcel, y vinisteis a mi”.
Los niños de las naciones africanas reciben vacunas con el objeto de erradicar las enfermedades contagiosas para fines de este siglo. En uno de estos proyectos se realiza un esfuerzo cooperativo con el programa Polio Plus del Rotary Club internacional. La Iglesia ha comprado suero antipolio suficiente para vacunar a 300.000 niños, y se han colocado refrigeradores eléctricos y a gas en clínicas rurales para mantener las vacunas en buen estado hasta que los niños las reciban. Hermanos, vosotros y vuestras familias han hecho que este sueno se volviera realidad.
En esta misma ciudad, un grupo de dentistas que se unió para ofrecer servicios gratuitos a los residentes de un refugio para personas sin hogar; ellos y otros especialistas de la profesión contribuyeron con su tiempo y conocimientos, y la Iglesia ayudo a proveer los materiales.
Sus labores no solo alivian las molestias y el dolor, sino que también mejoran la sonrisa, elevan el espíritu y alegran el corazón de los pacientes. Y estas palabras del Maestro hablan paz al alma de todos los que participan: “Fui forastero, y me recogisteis”.
En Filipinas, la Iglesia proporciona fondos a la Fundación Deseret Mabuhay, que ayuda a cientos de niños con las operaciones necesarias para corregir defectos del paladar y los labios deformados y fracturas o quemaduras que no han recibido tratamiento médico. Esos niños pueden llevar ahora una vida normal; su alegre paso y sus expresiones de gozo parecen hacer eco a estas palabras: “Estuve … enfermo, y me visitasteis”.
Vuestras generosas contribuciones de ropa a las Industrias Deseret se emplean para vestir a hombres, mujeres y niños de todo el mundo. Las prendas se clasifican, se marcan por talla y se envían a lugares como Rumania, Perú, Zimbabwe y Sierra Leona, así como a ciudades de Norteamérica. Esa ropa ha abrigado a los que se hallan en centros de refugiados y en orfanatos. Los diseños agradables y las buenas telas que eran sobrantes para los donadores ahora son indumentaria nueva y hermosa para los ancianos y los pobres. Y las palabras “estuve desnudo, y me cubristeis” cobran nuevo significado.
Las labores humanitarias de la Iglesia llegan a los necesitados de muchas ciudades estadounidenses. En todo el estado de Utah, así como en pueblos fronterizos de Texas, Arizona y California y de los Apalaches, se dona alimentos y ropa mediante organizaciones voluntarias o directamente a hogares infantiles, bancos de alimentos y comedores públicos. Gran parte de los alimentos provienen de los proyectos administrados por las estacas locales, y se preparan y envasan en las plantas envasadoras de la Iglesia, distribuyéndose por medio de los almacenes; allí, los voluntarios y las personas beneficiadas trabajan para ayudar a los pobres y necesitados dentro y fuera de la Iglesia. Muchos de estos dirían: “Tuve hambre, y me disteis de comer”.
Muy lejos, al pie de las colinas occidentales del Monte Kenya, a lo largo del Valle de Rift, fluye un agua pura que sacia la sed de los habitantes. Una obra de agua potable ha cambiado la vida de 1.100 familias. Cooperando con la organización voluntaria TechnoServe, la Iglesia ayuda en un proyecto que acarreará agua potable a través de mas de cuarenta kilómetros de cañerías a las casas de quince pueblos de la zona. La sencilla bendición de tener agua para beber recuerda las palabras del Salvador:
“Tuve sed, y me disteis de beber”.
En nombre de los cientos de miles de personas que se han beneficiado con vuestras generosas ofrendas de ayuno, los niños que ahora caminan, que sonríen, que están alimentados y vestidos, y los padres que llevan una vida normal, os extiendo a vosotros, el sacerdocio de la Iglesia, esta sincera expresión: “Gracias, y que Dios os bendiga”.
Hace dos mil años, Jesús de Nazaret se sentó junto a un pozo en Samaria y habló a una mujer acerca de aguas vivas: “Jesús … le dijo: Cualquiera que bebiere de esta agua, volverá a tener sed; mas el que bebiere del agua que yo le daré, no tendrá sed jamas; sino que el agua que yo le daré será en el una fuente de agua que salte para vida eterna” (Juan 4:13-14).
El Evangelio del Señor Jesucristo nos ofrece a todos esta preciosa bendición. El rey Benjamín dijo en su memorable mensaje: “… cuando os halláis en el servicio de vuestros semejantes, solo estáis en el servicio de vuestro Dios” (Mosíah 2:17).
Hermanos, cada uno de nosotros se halla en ese servicio; tenemos la responsabilidad de enseñar, de elevar, de ennoblecer y de inspirar a nuestros semejantes, porque “el valor de las almas es grande a la vista de Dios” (D. y C. 18:10).
Estamos rodeados de ejemplos de personas que han reconocido en otras la necesidad, la sed de estas aguas vivas, y que por medio de su vida y su servicio han saciado esa sed y bendecido a sus semejantes.
Uno de esos ejemplos de amor e inspiradas enseñanzas fue la vida de James Collier, ya fallecido, quien, por sus propios esfuerzos reactivó a gran cantidad de hermanos en la zona de Bountiful, Utah. El hermano Collier me invito a hablar a los que, después de ser ordenados élderes, habían ido con su esposa y su familia al Templo de Salt Lake City a recibir los convenios y las bendiciones eternas que se habían esforzado por conseguir.
En la comida que se realizó para celebrar ese logro, pude observar y percibir el amor que el sentía por aquellos a quienes había enseñado y rescatado. Lamentablemente, Jim Collier se encontraba entonces afectado por una enfermedad fatal y tuvo que recurrir a todo su poder de persuasión para convencer a los médicos que le permitieran salir del hospital y asistir a la comida. Al hablar, con una gran sonrisa, pero con lágrimas en los ojos, expresó su amor por los del grupo. Todos estaban emocionados. El dijo bromeando: “Todos queremos ir al Reino Celestial, pero nadie quiere morir para llegar allí”. Bajando la voz, continuó: “Estoy preparado para partir, pero estaré allí esperando para recibirlos, mis queridos amigos”. Después, volvió al hospital. A las pocas semanas se realizaron sus servicios funerarios.
Quiero terminar con dos experiencias de mi propia vida, una ocurrida en mi adolescencia, otra años mas tarde.
De diácono, me gustaba mucho el béisbol; y todavía me gusta. Tenía un guante de béisbol con el nombre “Mel Ott” inscrito; el era el héroe de béisbol de mi época. Mis amigos y yo jugábamos en un callejón que había detrás de donde vivíamos; el campo de juego era limitado, aunque nos servia siempre que bateáramos derecho al centro; pero si bateábamos a la derecha, podía ocurrir un desastre: allí vivía una señora que nos observaba; tan pronto como la pelota entraba en el porche de su casa, el perro la recogía y se la entregaba; ella volvía a entrar y la agregaba a la colección de las que ya nos había confiscado. Ella era nuestra amenaza, la destructora de nuestra diversión, la ruina de nuestra existencia. Ninguno de nosotros tenía un adjetivo amable para describirla, pero nos sobraban los adjetivos desagradables. En “Halloween” [especie de carnaval que se festeja en los Estados Unidos la víspera del día de Todos los Santos], sus ventanas eran las que quedaban mas llenas de jabón. Nosotros no le hablábamos ni ella nos dirigía la palabra. Tenía una pierna lisiada que le dificultaba caminar y tal vez le causara dolor. Ella y su marido no tenían hijos, vivían muy aislados y casi no salían de la casa.
Esta guerra privada se prolongo por un tiempo, unos dos años, hasta que un momento de inspiración derritió el hielo y llevó el calor de los buenos sentimientos a un conflicto sin solución. Una noche, mientras me hallaba en la tarea de regar con la manguera el césped del frente de nuestra casa, note que el de esta vecina estaba seco y amarillento. Sinceramente, no se que me pasó, pero después de regar nuestro césped me puse a regar el suyo; seguí haciéndolo todas las noches y, al llegar el otoño, limpie las hojas secas y las apile junto a la calle para quemarlas. Durante todo el verano no había visto a la vecina. Habíamos dejado de jugar al béisbol en el callejón, porque ya no nos quedaban pelotas y no teníamos dinero para comprar mas.
Una noche, la puerta del frente se abrió y mi vecina me hizo señas de que me acercara; así lo hice, y al llegar junto a ella, me invitó a entrar en la sala y me ofreció una cómoda silla para que me sentara. Después, fue a la cocina de la que volvió con una gran caja llena de pelotas que representaban los esfuerzos de largo tiempo de confiscación, y me la entregó. El tesoro no consistía, sin embargo, en el contenido de la caja sino en su voz y en la sonrisa que vi por primera vez en su rostro, mientras me decía: “Tommy, quiero darte estas pelotas y agradecerte por haber sido bueno conmigo”. Le di las gracias y salí de allí siendo un muchacho mejor que cuando había entrado. Ya no éramos enemigos, sino amigos. Una vez mas se puso de manifiesto la Regla de Oro.
Hermanos, a veces los que mas necesitan nuestra ayuda son los que menos la quieren recibir. Al partir para presidir la Misión de Toronto, en Canadá, si alguien me hubiera pedido que nombrara, de entre todos mis conocidos, el que menos probabilidades tuviera de unirse a la Iglesia, inmediatamente habría pensado en un hombre al que conocía de muchos años atrás. Su buena esposa había tratado en vano de interesarlo en la Iglesia. Dos hermosos hijos, un varón y una mujer, habían hecho grandes esfuerzos sin obtener resultado alguno. Quizás el no pudiera comunicar lo que sentía ni demostrar sus emociones. Todos los intentos que se habían hecho en el barrio, fracasaron; el seguía indiferente.
Tal vez haya sido la perdida de su hijo, muerto de cáncer, lo que contribuyó en forma decisiva; o quizás fueran sus conversaciones con un guardia de la escuela, con el que se detenta a hablar a veces. Por supuesto, los fieles maestros orientadores del barrio, al que el y su familia se mudaron, contribuyeron sin duda alguna también a que ocurriera el milagro.
Después de una ausencia de tres años, mi familia y yo volvimos a nuestra casa de Salt Lake City. Pasó el tiempo, y la primera conversación que tuve con mi antiguo amigo fue después de haber sido llamado yo al Consejo de los Doce. Una noche me llamó por teléfono y me preguntó si estaría dispuesto a oficiar en la ordenanza del templo para sellarlos a el y su familia por la eternidad. Le conteste: “Lo consideraría un privilegio, pero primero usted tiene que bautizarse en la Iglesia”. Podéis imaginar mi sorpresa cuando me respondió: “Ya me convertí a la Iglesia. Recibí el Sacerdocio de Melquisedec y soy muy activo”.
Que bendición especial fue recibir y darles la bienvenida en un hermoso cuarto de sellamiento del Templo de Salt Lake a el, la esposa y la hija y, por medio de un representante, al hijo que había muerto. Allí se les confirieron las bendiciones de la eternidad. Apenas tres años mas tarde hable en el funeral de aquel hermano. El había progresado de las dudas a la fe, y con la mirada en lo alto había seguido avanzando despidiéndose de la vida terrenal para recibir su bienvenida en el paraíso. Actualmente, su esposa se encuentra con el y con su hijo, y algún día recibirán también allí a la hija. Al reflexionar sobre la vida de este hermano, siento una deuda de gratitud hacia aquel humilde guardia escolar, hacia los fieles maestros orientadores, hacia la esposa y la hija tan pacientes, y hacia todos los que contribuyeron a que se produjera el cambio que hizo que tanto el como su familia pudieran recibir las bendiciones eternas.
Nuestro Señor y Salvador dijo: “Ven, sígueme” (Lucas 18:22). Si aceptamos Su invitación y seguimos Sus pasos, El nos dirigirá. Su voz dulce nos guía en la jornada de la vida y nos recuerda nuestros deberes: “No os hagáis tesoros en la tierra, donde la polilla y el orín corrompen, y donde ladrones minan y hurtan; sino haceos tesoros en el cielo, donde ni la polilla ni el orín corrompen, y donde ladrones no minan ni hurtan. Porque donde este vuestro tesoro, allí estará también vuestro corazón” (Mateo 6:19-21).
Que podamos oír Su vez; que podamos seguir Su ejemplo; que podamos obedecer Sus enseñanzas. Entonces seremos, como lo declaró el apóstol Pedro, un “real sacerdocio”. Que cada uno de nosotros merezca este tributo que se dio al Señor: “… anduvo haciendo bienes … porque Dios estaba con el” (Hechos 10:38). Lo ruego en el nombre de Jesucristo. Amen.