El arrepentimiento
“Nunca recibiremos la dulce paz que el evangelio proporciona cuando justificamos nuestra conducta o culpamos a otros de nuestra desdicha”.
La ultima vez que me dirigí a vosotros desde este púlpito os hable sobre el arrepentimiento. Hoy he decidido tratar ese mismo tema ya que pienso que quizá no recordéis lo que os dije en esa ocasión.
En uno de los juegos infantiles, los jovencitos a veces forman un circulo y uno golpea al otro en el hombro mientras dice: “Pásalo”. El que recibe el golpe obedece y lo pasa al que esta a su lado y a su vez dice: “Pásalo”. El tercero golpea al cuarto, y así sucesivamente cada uno trata de deshacerse de su dolor, y de la responsabilidad de haberlo causado, ocasionándole dolor a otra persona.
Muchos de nosotros nos parecemos a esos jovencitos y es posible que, como adultos, sin darnos cuenta, continuemos ese juego infantil, arriesgando, al hacerlo, mas que un golpe en el hombro. Permitidme explicar a que me refiero.
El no estar dispuestos a ser responsables de nuestras acciones ni de aceptar las consecuencias de estas es una condición muy común en el mundo actual. ¿Quien no ha oído hablar del borracho que por manejar ebrio tiene un choque y demanda a la persona que le invitó a beber? ¿O de la víctima de un accidente que demanda al médico que le atendió? Hay personas que cometen crímenes horrorosos alegando demencia o diciendo que son víctimas del ambiente en que viven . Los desamparados culpan al alcohol; los alcohólicos, a los defectos genéticos; y los violadores y adúlteros, al hecho de que provienen de hogares deshechos. Y para colmo hay quienes están de acuerdo con ellos, disminuyendo así la gravedad de la culpa.
La costumbre de culpar a otros de nuestros infortunios, aunque quizá se entienda en el mundo, tiene en lo espiritual consecuencias mucho mas serias ya que, en ese sentido, nos ha acosado desde la antigüedad.
Caín culpó a Dios cuando no se le aceptó su sacrificio: “Y también estaba yo con sana”, dijo el, “porque aceptaste su ofrenda y la mía no” (Moisés 5:38).
Lamán y Lemuel culparon a Nefi por casi todos sus problemas (véase 1 Nefi 16:18, 35-38). Pilato culpó a los judíos cuando accedió a la crucifixión del Salvador, en quien no había encontrado culpa alguna (véase Lucas 23:4 y Mateo 27:24).
Incluso los mas escogidos han caído algunas veces en la tentación
de culpar a otros por su desobediencia o por no haber recibido las bendiciones que esperaban. Aarón culpó a los hijos de Israel cuando Moisés lo acusó de haber traído sobre ellos un gran pecado al permitirles hacer un becerro de oro (véase Éxodo 32:19-24). Marta pudo haber culpado a María por privarla de estar en la presencia del Salvador durante Su inolvidable visita a su hogar en Betania (véase Lucas 10:40).
Esa práctica continua en la actualidad, ya que a toda hora oímos frases como estas: “Es que mi esposa no me entiende”. “¿Que problema hay? Todos lo hacen”, o “En realidad no fue culpa mía”. Quienes dicen: “El fue el causante”, o “Ella se lo merecía” están quebrantando el segundo gran mandamiento (véase Mateo 22:35-40). Tanto jóvenes como mayores tratan en forma jovial de justificar su mal comportamiento diciendo: “El diablo me empujó a hacerlo”.
Cuando nos enfrentamos a las consecuencias de la transgresión, en lugar de vernos como la causa del sufrimiento que siempre acompaña al pecado, muchos tenemos la tendencia a culpar a otros. En lugar de salir de un circulo vicioso y sin sentido, a menudo culpamos a nuestro prójimo por nuestro dolor y tratamos de “pasárselo” para deshacernos de la responsabilidad. Pero si queremos arrepentirnos, debemos abandonar ese circulo.
El primer paso en el proceso del arrepentimiento siempre ha sido sencillamente el admitir que hemos actuado mal. Si por orgullo, justificación, machismo o un exagerado amor propio dejamos de admitir que parte del problema esta en nosotros, vamos por mal camino. Entonces es posible que ni nos demos cuenta de que tenemos que arrepentirnos. Perderemos la noción de si el Señor esta o no complacido con nosotros y habremos “dejado de sentir” (1 Nefi 17:45). Mas todos los hombres, en todas partes, debemos arrepentirnos (véase 3 Nefi 11:32), y si no lo hacemos, pereceremos (véase Lucas 13:3 y Helamán 7:28).
El justificar nuestras malas acciones culpando a otros es fatuo y su resultado es fatal para nuestra vida espiritual. No en vano “creemos que los hombres serán castigados por sus propios pecados, y no por la transgresión de Adán” (véase el Articulo de Fe 2). Esto no sólo quiere decir que no se nos castigara por lo que Adán hizo en el Jardín de Edén, sino también que no podemos justificar nuestras acciones diciendo que es culpa de Adán o de cualquier otra persona. El gran peligro que existe en no aceptar la responsabilidad de nuestras acciones es que, a menos que lo hagamos, tal vez nunca podremos entrar en el sendero recto y angosto. La conducta que no requiera arrepentimiento puede que al principio sea placentera, pero no durara mucho tiempo, y lo peor es que nunca nos llevara a la vida eterna.
El creer que podemos tomar el dolor y, como en el juego de la infancia, “pasarlo”, es algo tan falso como el pensar que la satisfacción de pertenecer a cierto circulo social o político, sea cual fuere, nos eximirá de lo malo que se cometa allí. Esta idea es muy aceptada y a menudo se expresa con la frase: “El fin justifica los medios”. El aceptar ciegamente esta creencia puede impedir el proceso del arrepentimiento y también impedirnos alcanzar la exaltación.
Quienes la enseñan casi siempre están tratando de justificar el uso de medios dudosos e indebidos y parecen decir: “Mi intención fue hacer el bien o ser feliz, así que una mentirita, cualquier mala interpretación o falta de integridad o el violar la ley de vez en cuando no le hace daño a nadie”.
Hay ocasiones en que algunos dicen que esta bien ocultar la verdad, engañar un poquito o ganar ventaja ya sea en conocimiento o posición, y se excusan diciendo: “Todos lo hacen”, o “Primero estoy yo” o “En la guerra y en el amor todo esta permitido” o “Así es la vida”. Mas lo que lleva a decir estas cosas es incorrecto y no hay excusa en el mundo ni palabras hermosas que conviertan lo malo en algo bueno.
A los que piensan de esa forma, Nefi dijo: “Si, y habrá muchos que de esta manera enseñaran falsas, vanas y locas doctrinas; y se engreirán en sus corazones, y trataran afanosamente de ocultar sus designios del Señor” (2 Nefi 28:9).
Algunos tratan de justificar sus acciones citando pasajes de las Escrituras. Citan la que dice que Nefi mató a Labán como un ejemplo de la necesidad de violar la ley para lograr algo mejor y para prevenir “que una nación … perezca en la incredulidad”, pero se olvidan de que Nefi rehusó dos veces seguir las indicaciones del Espíritu. Al final, estuvo de acuerdo con quebrantar el mandamiento solo después de convencerse de que “el Señor destruye a los malvados para que se cumplan sus justos designios” (1 Nefi 4:13; cursiva agregada) y también (es mi opinión) cuando se dio cuenta de que el castigo por derramar sangre inocente, en este caso único, no caería sobre su cabeza por haberlo abrogado el mismo Ser que tiene el derecho de dar y quitar los castigos.
Lo cierto es que se nos juzgara por los medios que empleemos y no por el fin que esperemos lograr. De nada nos servirá el responder al Gran Juez en el ultimo día “Se que no fui todo lo que debía haber sido, pero las intenciones de mi corazón eran buenas.”
Lo cierto es que es peligroso concentrarnos únicamente en el fin y no en los medios. A algunos que así lo hicieron, el Salvador dijo:
“En aquel día muchos me dirán: Señor, Señor, ¿no hemos profetizado en tu nombre, y en tu nombre no hemos echado demonios, y no hemos hecho, en tu nombre, muchas obras milagrosas?
“Y entonces les declararé: Nunca os conocí, apartaos de mi, obradores de iniquidad” (3 Nefi 14:22-23).
La guerra de los cielos estuvo principalmente relacionada con los medios que se utilizarían para implementar el plan de salvación, estableciendo para siempre el principio de que aun para alcanzar el mayor de todos los fines, el de lograr la vida eterna, los medios son de suma importancia. De manera que debe ser obvio para todo Santo de los Últimos Días, que los medios indebidos nunca nos proporcionaran la felicidad eterna.
El peligro de pensar que el fin justifica los medios esta en hacer
juicios que no nos corresponden. ¿Quienes somos nosotros para decir que el Señor perdonara la iniquidad cometida con el objeto de lograr algo que, en nuestra opinión, es “mucho mejor”? Aunque la meta fuera buena, seria una gran calamidad “traspasar lo señalado” y en el proceso dejar de arrepentirnos de todo lo malo que hayamos cometido.
No hay duda de que todos tenemos el derecho de buscar la felicidad, pero al hacerlo, debemos detenernos y mirarnos en forma introspectiva. Debemos recordar que “la maldad nunca fue felicidad” (Alma 41:10), y que nunca recibiremos la dulce paz que el evangelio proporciona si justificamos nuestra conducta o culpamos a otros de nuestra desdicha. Pero todo tiene solución; sólo tenemos que recordar un jueguito pueril y retirarnos sin decir nada; debemos admitir nuestra culpa, confesarla, disculparnos, reconocer el daño que hayamos hecho y sencillamente apartarnos.
Son muchas las cosas importantes que tenemos que hacer en esta vida y no tenemos mucho tiempo para perder en juegos. Debemos realizar ordenanzas esenciales y entrar en convenios sagrados. Debemos vivir de “acuerdo con toda palabra que sale de la boca de Dios” (D. y C. 98: 11) . Debemos amarnos y servirnos mutuamente y ser probados en todo (D. y C. 98:14), aun en las cosas pequeñas como los medios para alcanzar algo. Tendremos pruebas y tal vez tengamos que volver a otros círculos viciosos. Mas la forma en que nos enfrentemos a todo será la verdadera medida de nuestra salvación.
A los que decimos: “Yo no tengo la culpa; las circunstancias me obligaron a hacer lo que hice”, digo: “Tal vez así sea, mas es peligroso. Si existe cualquier duda, examinémonos y arrepintámonos”. Job dijo: “Si yo me justificaré, me condenaría mi boca; si me dijere perfecto, esto me haría inicuo” Job 9:20).
Y a los que dicen: “Tal vez hice algo malo, pero mi intención fue buena y creo que Dios me dará la razón”, yo les digo: “Tal vez así sea, pero no cuenten con ello”. En el versículo 9 de la sección 137 de Doctrina y Convenios dice: “Pues yo, el Señor, juzgaré a todos los hombres según sus obras, según el deseo de sus corazones”.
Que el Señor nos bendiga para que nos veamos como realmente somos y nos arrepintamos cuando sea necesario, lo pido en el nombre de Jesucristo. Amén.