Dios ama a todos Sus hijos y los ayuda
Necesitamos la ayuda del Padre Celestial. Hay importantes fuentes de esa ayuda que vienen por medio del servicio del hombre a su prójimo, por medio de la oración y del centrarse en Cristo.
Una de las verdades predominantes de la Restauración es que Dios vive y mora en Sus cielos, que Él es un hombre exaltado con “un cuerpo de carne y huesos”1 y que Él es ayer, hoy y siempre el mismo Dios inmutable2, la fuente de toda virtud y verdad.
Adán y Eva fueron Sus primeros hijos mortales sobre la tierra; de su advenimiento Él dijo: “Y yo, Dios, creé al hombre a mi propia imagen, a imagen de mi Unigénito lo creé; varón y hembra los creé”3.
Esta verdad enaltece a la familia humana. El hombre y la mujer son una creación maravillosa investida con atributos divinos. Al momento de la Creación, Dios puso en Adán y Eva la divina capacidad de tener hijos semejantes a ellos. Por lo tanto, todos somos creados a Su imagen.
Sin embargo, nos enfrentamos a serias debilidades y peligros terrenales. No es posible escapar de las enfermedades, del envejecimiento ni de la muerte. Las dificultades y los sufrimientos son parte de la jornada de la vida. Nuestra naturaleza, los apetitos y las pasiones claman por el placer.
Por todas esas razones y otras más, necesitamos la ayuda del Padre Celestial. Una importante fuente de esa ayuda viene por medio del servicio del hombre a su prójimo4. El mandamiento indica: “Amarás a tu prójimo como a ti mismo”5; puesto que todos somos hermanos y hermanas, todos constituimos “el prójimo”, aunque a veces estemos separados por la distancia, la cultura, la religión o la raza. El profeta José dijo: “Un hombre lleno del amor de Dios no se conforma con bendecir solamente a su familia, sino que va por todo el mundo anheloso de bendecir a toda la raza humana”6. El Señor nos dio el ejemplo: “…porque él hace lo que es bueno entre los hijos de los hombres… y a nadie de los que a él vienen desecha, sean negros o blancos, esclavos o libres, varones o mujeres; y se acuerda de los paganos; y todos son iguales ante Dios”7.
A fin de proveer para otras personas a la manera del Señor, nos esforzamos por cuidar de nosotros mismos y nos sacrificamos para ayudar a los necesitados. El pobre trabaja por lo que recibe y también busca el mejoramiento de los demás8. Este modelo ha estado con nosotros desde el principio9.
El plan de bienestar de la Iglesia incorpora este divino modelo, y los fieles miembros de la Iglesia lo siguen. Sus ofrendas proporcionan socorro a la viuda, cuidado al huérfano y refugio a los que sufren.
Hace algunos años, un oficial de alto rango de China visitó Salt Lake City, recorrió los sitios de interés de la Iglesia y habló en la Universidad Brigham Young. Al enterarse del programa de bienestar de la Iglesia, él dijo: “Si nos amáramos los unos a los otros de este modo, el mundo sería un lugar más pacífico”.
Ayunar y donar el importe equivalente al valor de los alimentos que no comemos para ayudar a los pobres captó su atención. Al finalizar su visita en la Manzana de Bienestar, le entregó al gerente un pequeño sobre rojo, “un sobrecito rojo”. En China, “un sobrecito rojo” se entrega como una muestra de amor, de bendición y de deseo de buena suerte. “No es mucho”, dijo el visitante, “pero representa el dinero que ahorré de los últimos dos desayunos que no comí; me gustaría entregar mi ofrenda de ayuno al programa de Bienestar de la Iglesia”10.
El plan de bienestar de la Iglesia es inspirado por Dios. Sus principios son fundamentales para la salvación del hombre11. Es una representación del servicio, un testimonio al mundo de que la Iglesia de Jesucristo ha sido restaurada. Representa la ayuda celestial en términos prácticos. El presidente Thomas S. Monson ha dicho: “Los principios de bienestar… no cambian ni cambiarán… porque son verdades reveladas”12.
Otra manera esencial de recibir la ayuda de Dios es por medio de la oración. Se nos ha mandado orar a Dios, nuestro Padre, en el nombre de Jesucristo. La admonición es: “Pedid, y se os dará; buscad, y hallaréis; llamad, y se os abrirá”13. Nuestro Padre Celestial contesta todas las oraciones sinceras.
Como el profeta del Señor, el presidente Monson aconseja: “A veces no vemos ninguna luz al final del túnel, ninguna alborada que rompa las tinieblas de la noche… Nos sentimos abandonados, desconsolados y solos. Si se encuentran en una situación semejante, les suplico que acudan a nuestro Padre Celestial con fe; Él los animará y los guiará. No siempre retirará las aflicciones, pero Él los consolará y guiará con amor a través de cualquier tormenta que enfrenten”14.
Al enfrentar algunas necesidades, nos volcamos hacia un tipo de oración que sólo se halla disponible bajo las manos de aquellos que están autorizados para ministrar en favor de Dios. Jesucristo vino a “sanar a los enfermos, resucitar a los muertos”15 y levantar a las almas desesperadas. Con la restauración del Evangelio se otorgó el poder y la autoridad del sacerdocio para continuar este aspecto de la obra de Dios16.
Cuando alguien está enfermo o tiene un gran problema, “llame a los ancianos de la iglesia, y oren por él, ungiéndole con aceite en el nombre del Señor. Y la oración de fe salvará al enfermo, y el Señor lo levantará”17. Los élderes fieles tienen la comisión de hacer lo que el Señor haría si Él estuviera presente18.
El mundo no podría dar cabida a tantos tomos si se hubieran guardado registros de las oraciones contestadas. Del élder Glen L. Rudd, Autoridad General emérita y querido compañero, proviene el siguiente relato:
“Recibí una llamada telefónica donde se me informó que un familiar, una niña de doce años llamada Janice, estaba en el hospital con lesiones graves. Su madre deseaba que ella recibiera una bendición del sacerdocio.
“El élder Cowley y yo fuimos al hospital, donde nos enteramos de los detalles del accidente. A Janice la había atropellado un autobús, y las dos ruedas traseras le habían pasado sobre la cabeza y el cuerpo.
“El élder Cowley y yo entramos en el cuarto donde se encontraba Janice; ella tenía la pelvis quebrada, una seria lesión en el hombro, quebraduras múltiples y graves heridas en la cabeza imposibles de curar. Sin embargo, sentimos que debíamos ungirla y bendecirla. Yo la ungí con aceite y el élder Cowley selló la unción. De una manera firme y resuelta, la bendijo para que se curara bien y completamente, y tuviera una vida normal. La bendijo para que se recuperara sin secuelas permanentes de sus muchas lesiones. Fue una hermosa bendición y un momento realmente magnífico”.
El élder Cowley continúa diciendo: “Janice no movió un músculo por más de un mes. Nosotros nunca perdimos la fe, pues se había pronunciado una bendición de que ella se recuperaría y no tendría daños permanentes”.
El élder Rudd concluye diciendo: “Han pasado muchos años desde esa visita al hospital. Hace poco hablé con Janice y, hoy, ella tiene 70 años, es madre de tres hijos y abuela de once nietos. Hasta el presente, ella no ha sufrido un solo efecto negativo de aquel accidente”19.
La de ella es una de muchas curaciones; pero no ha habido una prueba más grandea de cómo el Padre Celestial ayuda a Sus hijos por medio de la oración que lo ocurrido en el cuarto de ese hospital, entre Janice, de doce años, y dos humildes siervos de Dios, hace cincuenta y ocho años.
La verdadera ayuda viene del Padre Celestial por medio de Su Hijo, “porque de tal manera amó Dios al mundo, que ha dado a su Hijo unigénito, para que todo aquel que en él cree, no se pierda, mas tenga vida eterna”20.
Es con gran reverencia y admiración que comparto mi testimonio del Señor Jesucristo. Al hacerlo, recuerdo cuán cuidadosos debemos ser al usar Su nombre. Aunque lo amamos debido a Su influencia, enseñanza y liberación, sería apropiado no hablar de Él como si fuera nuestro vecino de al lado.
Él es el Primogénito de los hijos espirituales de nuestro Padre. Él hizo todo lo que le fue ordenado hacer. Por lo tanto, todas las cosas le tienen reverencia y testifican de Él21. Él les dijo a los antiguos profetas lo que debían escribir y, hoy día, revela Su voluntad a Sus profetas y cumple cada una de sus palabras22.
Engendrado por Dios, nació de la virgen María, venció la muerte, expió los pecados del mundo y brindó la salvación tanto para los vivos como para los muertos. Como nuestro Señor resucitado, Él comió pescado y un panal de miel con los apóstoles e invitó a multitudes de ambos hemisferios a palpar las heridas de Sus manos, pies y costado para que todos supieran que Él es el Dios de Israel. Él es el Cristo viviente.
A todos Él declara:
“Yo soy la resurrección y la vida; el que cree en mí, aunque esté muerto, vivirá.
“Y todo aquel que vive y cree en mí, no morirá eternamente”23.
Él es nuestro Legislador y Juez, el Redentor del mundo. En Su segunda venida, “sobre sus hombros estará el principado; y se llamará su nombre Admirable, Consejero, Dios Fuerte, Padre Eterno, Príncipe de Paz”24. De esto testifico, en el más sagrado nombre, el de Jesucristo. Amén.