2000–2009
Aprendamos, hagamos, seamos
Octubre 2008


23:52

Aprendamos, hagamos, seamos

Que podamos aprender lo que debemos aprender, hacer lo que debemos hacer y ser lo que debemos ser.

Esta noche han visto la fortaleza de los dos consejeros de la Primera Presidencia. Aquí, ante ustedes, declaro que esta Primera Presidencia trabaja unida como una sola bajo la dirección del Señor Jesucristo.

Quiero agradecer en forma especial a este coro de misioneros. Tuve una experiencia que creo que a ellos les interesará, y también que será interesante para ustedes. Hace muchos años recibí una llamada desesperada del director del centro de capacitación misional. Me dijo: “Presidente Monson, tengo un misionero que va a volverse a casa; no hay nada que lo evite”.

Le contesté: “Bueno, eso no es raro, ha sucedido antes; ¿cuál es el problema?”

Él dijo: “Fue llamado a una misión de habla hispana y está completamente seguro de que no puede aprender español”.

Yo le dije: “Tengo una sugerencia: mañana por la mañana mándelo a una clase de japonés y después pídale que a las 12:00 del mediodía le comunique a usted cómo le fue”.

¡A la mañana siguiente el teléfono sonó a las diez! Él me dijo: “El joven está aquí conmigo ahora y quiere que yo sepa que tiene la total seguridad de que él puede aprender español”.

Cuando hay voluntad, hay una manera.

Al hablarles esta noche, ciertamente son un sacerdocio real congregado en muchos lugares, pero en unidad. Probablemente ésta sea la asamblea de poseedores del sacerdocio más grande que se haya reunido hasta ahora. La devoción de ustedes hacia sus llamamientos sagrados es inspiradora; el deseo que tienen de aprender sus deberes es evidente; la pureza de sus almas hace que el cielo esté más cerca de ustedes y de su familia.

Muchas partes del mundo han pasado por tiempos de dificultad económica; hay negocios que han fracasado, personas que han perdido sus empleos y las inversiones se han visto en peligro. Debemos asegurarnos de que aquellos que están bajo nuestra responsabilidad no tengan hambre ni les falte ropa ni refugio. Cuando el sacerdocio de esta Iglesia une sus esfuerzos para sobrellevar esas condiciones preocupantes, se producen eventos prácticamente milagrosos.

Instamos a todos los Santos de los Últimos Días a ser prudentes en su planificación, moderados en su estilo de vida y a evitar la deuda excesiva o innecesaria. Los asuntos financieros de la Iglesia se administran de esa manera porque somos conscientes de que ustedes hacen sacrificios para pagar sus diezmos y otras contribuciones, y de que son fondos sagrados.

Hagamos de nuestro hogar un santuario de rectitud, un lugar de oración y una morada de amor a fin de merecer las bendiciones que sólo podemos recibir de nuestro Padre Celestial. Necesitamos Su guía en nuestra vida diaria.

En esta vasta congregación está el poder del sacerdocio y la capacidad de tender la mano a los demás y compartir con ellos el glorioso Evangelio. Como se ha mencionado, nosotros contamos con las manos para elevar a otras personas de la autocomplacencia y la inactividad, tenemos corazones listos a prestar servicio fiel en nuestros llamamientos del sacerdocio e inspirar así a los demás a andar por sendas más elevadas y a evitar los pantanos del pecado que amenazan hundir a tantos. El valor de las almas es ciertamente grande a la vista de Dios. Armados con ese conocimiento, tenemos el preciado privilegio de producir un cambio en la vida de otras personas. Las palabras que se encuentran en Ezequiel pueden muy bien aplicarse a todos nosotros, los que seguimos al Salvador en esta obra sagrada:

“Os daré corazón nuevo, y pondré espíritu nuevo dentro de vosotros…

“Y pondré dentro de vosotros mi Espíritu, y haré que andéis en mis estatutos, y guardéis mis preceptos, y los pongáis por obra.

“Habitaréis en la tierra que di a vuestros padres, y vosotros me seréis por pueblo, y yo seré a vosotros por Dios”1.

¿Cómo podemos ser merecedores de esa promesa? ¿Qué nos hará dignos de recibir esa bendición? ¿Hay una guía que seguir?

Permítanme sugerir que consideremos tres elementos imprescindibles que se aplican por igual al diácono como al sumo sacerdote; están a nuestro alcance y un Padre Celestial bondadoso nos ayudará en nuestro empeño.

Primero, aprendamos lo que debemos aprender.

Segundo, hagamos lo que debemos hacer.

Tercero, seamos lo que debemos ser.

Analicemos esos objetivos para llegar a ser siervos útiles a la vista de nuestro Señor.

Primero, aprendamos lo que debemos aprender. El apóstol Pablo nos instó a apremiar nuestros esfuerzos por aprender cuando dijo a los filipenses: “…una cosa hago: olvidando ciertamente lo que queda atrás, y extendiéndome a lo que está delante, prosigo a la meta, al premio del supremo llamamiento de Dios en Cristo Jesús”2; y exhortó a los hebreos diciendo: “…despojémonos… del pecado… corramos con paciencia la carrera que tenemos por delante, puestos los ojos en Jesús [como ejemplo], el autor y consumador de la fe”3.

El presidente Stephen L Richards, que prestó servicio muchos años en el Quórum de los Doce Apóstoles y después en la Primera Presidencia, hablaba a menudo a los poseedores del sacerdocio y recalcaba su propia filosofía al respecto. Él declaró: “Por lo general, al sacerdocio se le define simplemente como ‘el poder de Dios delegado al hombre’. Creo que esa definición es correcta”.

Y continuó: “…pero, por razones prácticas, me gusta definirlo en términos de servicio y con frecuencia lo llamo ‘el plan perfecto de servicio’, y lo llamo así porque pienso que sólo por el empleo del divino poder conferido al hombre puede éste tener esperanza de llegar a comprender la importancia y la vitalidad plenas de esta investidura. Es un instrumento de servicio… y es posible que el hombre que no lo use lo pierda, pues se nos dice claramente en una revelación que el que lo descuide ‘no será considerado digno de permanecer’”4.

El presidente Harold B. Lee, undécimo Presidente de la Iglesia y uno de los grandes maestros de ella, dio su consejo en términos fáciles de entender. Dijo: “Cuando uno llega a ser un poseedor del sacerdocio, se convierte en un agente del Señor; debe considerar su llamamiento como si estuviera en la obra del Señor”5.

Algunos de ustedes tal vez sean tímidos por naturaleza o se consideren inadecuados para aceptar un llamamiento. Recuerden que ésta no es su obra ni la mía; es la obra del Señor, y cuando estamos en la obra del Señor, tenemos derecho a recibir Su ayuda. Recuerden que Él fortalecerá nuestros hombros para que soporten la carga que se coloque sobre ellos.

Aunque a veces el salón de clases resulte intimidante, parte de la enseñanza más eficaz se lleva a cabo en otros lugares fuera de la capilla o del aula. Recuerdo bien que hace unos años, los miembros del Sacerdocio Aarónico esperaban ansiosamente la salida anual que se hacía para conmemorar la restauración de ese Sacerdocio. Los jóvenes de nuestra estaca viajaban en autobús ciento cincuenta kilómetros al norte, hasta el cementerio de Clarkston, donde visitábamos la tumba de Martin Harris, uno de los Tres Testigos del Libro de Mormón. Mientras rodeábamos el hermoso monumento de granito que marca el sepulcro, un miembro del sumo consejo hablaba sobre la vida de Martin Harris, leía su testimonio del Libro de Mormón y expresaba su propio testimonio de la verdad. Los jovencitos escuchaban absortos, tocaban el monumento y meditaban sobre las palabras que habían oído y lo que habían sentido.

Almorzábamos en un parque de Logan. Después, el grupo de jóvenes se tendía sobre el césped que rodea el Templo de Logan mirando hacia arriba a las elevadas agujas. Muchas veces había hermosas nubes blancas que pasaban por entre ellas movidas por una brisa suave; se enseñaba el propósito de los templos, y los convenios y las promesas se convertían en algo mucho mayor que palabras. El deseo de ser digno de entrar por aquellas puertas del templo penetraba el corazón de los jóvenes. Los cielos estaban muy cerca; se aseguraba de que aprendiéramos lo que debíamos aprender.

Segundo, hagamos lo que debemos hacer. En una revelación que se dio al sacerdocio por medio de José Smith el Profeta registrada en la sección 107 de Doctrina y Convenios, el “aprender” nos motiva a “hacer”; leemos: “Por tanto, aprenda todo varón su deber, así como a obrar con toda diligencia en el oficio al cual fuere nombrado”6.

Cada uno de los poseedores del sacerdocio presentes en esta sesión tiene el llamamiento de prestar servicio, de dedicar sus mejores esfuerzos a la obra que se le ha asignado. Ninguna asignación es sin importancia en la obra del Señor ya que cada una tiene consecuencias eternas. El presidente John Taylor nos advirtió: “Si no magnifican sus llamamientos, Dios los hará responsables de aquellos a los que pudieron haber salvado si hubiesen cumplido con su deber”7. ¿Y quién de nosotros puede permitirse ser responsable de demorar la vida eterna de un alma humana? Si la recompensa de salvar un alma es gran gozo, cuán terrible será el remordimiento de aquellos cuyos esfuerzos demasiado tímidos dejaron de advertir o ayudar a un hijo de Dios, el cual tendrá que esperar hasta que un siervo de confianza de Dios vaya en su auxilio.

Este viejo adagio es una gran verdad: “Haz tu deber, eso es lo mejor; y deja el resto en manos del Señor”.

La mayoría de los actos de servicio de los poseedores del sacerdocio se realizan calladamente y sin ostentación: una sonrisa amistosa, un cálido apretón de manos, un testimonio sincero de la verdad, pueden literalmente elevar vidas, cambiar la naturaleza humana y salvar almas preciosas.

Un ejemplo de ese tipo de servicio fue la experiencia misional de Juliusz y Dorothy Fussek, a quienes se llamó a servir en una misión de dos años en Polonia. El hermano Fussek había nacido en Polonia, hablaba polaco y amaba a la gente de allá; la hermana Fussek era inglesa, sabía muy poco de Polonia y del pueblo polaco.

Confiando en el Señor, emprendieron su asignación. Las condiciones de vida eran rústicas, la obra solitaria y su tarea inmensa. En aquella época no se había establecido una misión en Polonia; la asignación que se les dio fue preparar el camino para establecer una misión a fin de que se pudiera llamar a otros misioneros a prestar servicio, enseñar a la gente, bautizar a conversos, establecer ramas y construir capillas.

¿Piensan que el élder y la hermana Fussek se desalentaron por la enormidad de su tarea? Ni por un momento. Sabían que su llamamiento provenía de Dios, oraron pidiendo Su ayuda divina y se dedicaron por entero a sus labores. Se quedaron en Polonia no sólo dos años sino cinco, y todos los objetivos mencionados anteriormente se lograron.

Los élderes Russell M. Nelson, Hans B. Ringger y yo, acompañados por el élder Fussek, nos reunimos con el ministro Adam Wopatka, del gobierno polaco, y él nos dijo: “Su Iglesia es bienvenida aquí. Pueden construir sus edificios y enviar a sus misioneros; les damos la bienvenida a Polonia. Este hombre”, dijo señalando a Juliusz Fussek, “ha servido bien a su Iglesia y pueden estar agradecidos por su ejemplo y su labor”.

Al igual que el matrimonio Fussek, hagamos lo que debemos hacer en la obra del Señor. Entonces, junto con Juliusz y Dorothy Fussek, podremos hacernos eco del salmo: “Mi socorro viene de Jehová, que hizo los cielos y la tierra… No… se dormirá el que te guarda. He aquí, no se adormecerá ni dormirá el que guarda a Israel”8.

Tercero, seamos lo que debemos ser. Pablo aconsejó a su amado amigo y compañero Timoteo: “…sé ejemplo de los creyentes en palabra, conducta, amor, espíritu, fe y pureza”9.

Exhorto a todos nosotros a orar con respecto a nuestras asignaciones y a buscar la ayuda divina a fin de tener éxito para lograr aquello que se nos llame a hacer. Alguien ha dicho que “el reconocimiento de un poder mayor que el suyo de ninguna manera rebaja al hombre” 10; debe buscar, creer, orar y tener esperanza de que hallará lo que busca. Ningún esfuerzo así de sincero y devoto quedará sin respuesta; esa es la naturaleza misma de la filosofía de la fe. Los que humildemente busquen el favor divino lo obtendrán.

En el Libro de Mormón se encuentra el consejo que lo dice todo; es el Señor que habla: “Por lo tanto, ¿qué clase de hombres habéis de ser? En verdad os digo, aun como yo soy”11.

¿Y qué clase de hombre era Él? ¿Qué ejemplo dio al prestar Su servicio? En el capítulo diez de Juan aprendemos lo siguiente:

“Yo soy el buen pastor; el buen pastor su vida da por las ovejas.

“Mas el asalariado, y que no es el pastor, de quien no son propias las ovejas, ve venir al lobo y deja las ovejas y huye, y el lobo arrebata las ovejas y las dispersa.

“Así que el asalariado huye, porque es asalariado, y no le importan las ovejas”.

El Señor dijo: “Yo soy el buen pastor; y conozco mis ovejas, y las mías me conocen.

“Así como el Padre me conoce, y yo conozco al Padre; y pongo mi vida por las ovejas”12.

Hermanos, que podamos aprender lo que debemos aprender, hacer lo que debemos hacer y ser lo que debemos ser. Si lo hacemos, las bendiciones del cielo nos acompañarán y sabremos que no estamos solos. Aquel que nota la caída de un pajarillo, a Su propia manera, nos tendrá en cuenta a nosotros.

Hace varios años recibí una carta de un viejo amigo en la cual me expresaba su testimonio. Me gustaría compartir parte de ella con ustedes esta noche, puesto que ilustra la fortaleza del sacerdocio en alguien que aprendió lo que debía aprender, hizo lo que debía hacer y siempre trató de ser lo que debía ser. Leeré partes de esa carta de mi amigo Theron W. Borup, que murió hace tres años, después de haber cumplido los noventa años:

“A los ocho años, cuando fui bautizado y recibí el Espíritu Santo, me impresionó mucho el hecho de que debía ser bueno y digno de tenerlo conmigo para ayudarme a lo largo de mi vida. Se me dijo que el Espíritu Santo sólo permanece en buena compañía y que cuando la maldad entra a nuestra vida, él se aleja. Sin saber cuándo necesitaría Sus impresiones y guía, traté de vivir de tal manera de no perder ese don. En una ocasión, me salvó la vida.

“Durante la Segunda Guerra Mundial, yo era artillero en un bombardero B-24, en el sur del Pacífico… Un día se anunció que se iba a intentar el vuelo de bombardeo más largo que se había hecho hasta entonces para destruir una refinería de petróleo. Las impresiones del Espíritu me dijeron que se me asignaría ir en ese vuelo pero que no perdería la vida. En ese entonces era el presidente del grupo de Santos de los Últimos Días.

“El combate fue encarnizado mientras volamos sobre Borneo. Nuestro avión fue alcanzado por los aviones atacantes y en seguida estalló en llamas; el piloto nos dijo que nos preparáramos para saltar; yo fui el último. Mientras descendíamos, los pilotos enemigos nos disparaban. Tuve problemas para inflar mi balsa salvavidas, hundiéndome y saliendo a flote varias veces, empecé a ahogarme y me desmayé. Recobré el conocimiento por un momento y grité: ‘¡Dios, sálvame!’… Otra vez traté de inflar la balsa y esa vez lo logré. Con apenas suficiente aire para mantenerme a flote, trepé a ella demasiado exhausto para moverme.

“Por tres días flotamos en aguas enemigas, rodeados de barcos y con aviones que volaban sobre nosotros. Cómo no vieron un grupo de balsas amarillas flotando en aguas azules, es un misterio” él escribió. “Sobrevino una tormenta y las olas de nueve metros de altura estuvieron a punto de destrozar las balsas. Pasaron tres días sin alimento ni agua. Los demás me preguntaban si yo oraba y les dije que sí y que por seguro nos rescatarían. Esa noche vimos nuestro submarino que venía a rescatarnos, pero pasó de largo. A la mañana siguiente, sucedió lo mismo; sabíamos que ése era el último día que iba a estar en la zona. Entonces recibí las impresiones del Espíritu Santo:

‘Tú tienes el sacerdocio. Manda al submarino que los recoja’. En silencio oré: ‘En el nombre de Jesucristo y por el poder del sacerdocio, den la vuelta y rescátennos’. A los pocos minutos, estaban a nuestro lado. Cuando llegamos a cubierta, el capitán me dijo: ‘No sé cómo los encontramos; nosotros no estábamos buscándolos’; pero yo sí sabía”13.

Les dejo mi testimonio de que esta obra en la que estamos embarcados es verdadera. El Señor está al timón. Mi sincera oración es que podamos seguirlo siempre a Él. En el nombre de Jesucristo. Amén.

  1. Ezequiel 36:26–28.

  2. Filipenses 3:13–14.

  3. Hebreos 12:1–2.

  4. Stephen L Richards, citado por Thomas S. Monson en Liahona, julio de 1992, págs. 54–55.

  5. Harold B. Lee, Stand Ye In Holy Places, 1974, pág. 255.

  6. D. y C. 107:99.

  7. Enseñanzas de los Presidentes de la Iglesia: John Taylor, pág. 182.

  8. Salmos 121:2–4.

  9. 1 Timoteo 4:12.

  10. Ezra Taft Benson, citado por Thomas S. Monson en Liahona, julio de 1992, págs. 57.

  11. 3 Nefi 27:27.

  12. Juan 10:11–15.

  13. Correspondencia personal en posesión del presidente Thomas S. Monson.