Oh vosotros que os embarcáis
Nuestro poder para llevar las cargas aumentará más de lo suficiente a fin de compensar el servicio mayor que se nos pedirá que brindemos.
Mis queridos hermanos, esta noche deseo alentar a los poseedores del sacerdocio que a veces se sienten abrumados por sus responsabilidades. Éste es un desafío del cual he hablado antes, pero vuelvo a mencionarlo porque se presenta con mucha frecuencia en la vida de aquellos a quienes amo y sirvo.
La mayoría de ustedes ha descubierto que sus responsabilidades en el sacerdocio les exigirán tanto, al grado de que se pregunten si son capaces de cumplirlas. Puede que haya sucedido cuando se les pidió hablar en una conferencia de estaca frente a cientos de personas; para el converso reciente, puede haber sido cuando se le pidió orar en público o enseñar una lección por primera vez; para algunos, tal vez haya sido al tratar de aprender un idioma en el centro de capacitación misional. Si eso no los llevó a su límite, seguramente sí lo fue en las calles de una ciudad extraña cuando su presidente de misión los desafió a hablar con toda persona con quien se encontraran para testificar del Salvador y de la restauración del Evangelio.
Quizás en ese entonces hayan pensado: “Una vez que termine la misión, será más fácil ser un fiel poseedor del sacerdocio”. Pero en unos años, se encontraron durmiendo aún menos horas por la noche mientras trataban de mantener a una esposa y a un recién nacido, de ser amables y amorosos, luchando por obtener una educación académica, de tender una mano a los miembros del quórum de élderes, incluso quizás ayudándoles a mudarse y tratando de encontrar el tiempo para prestar servicio a sus antepasados en el templo. Tal vez entonces sonreían pensando: “Cuando sea un poco mayor, el ser un fiel poseedor del sacerdocio no requerirá tanto, y será más fácil”.
Ustedes, los que ya han vivido más años, están sonriendo porque saben algo acerca del prestar servicio en el sacerdocio, y es lo siguiente: cuanto más fielmente sirven, más es lo que el Señor pide de ustedes. La sonrisa de ustedes es una de felicidad porque saben que Él aumenta nuestro poder para llevar la carga más pesada; sin embargo, lo difícil de esa realidad es que para que Él les dé ese aumento de poder, ustedes deberán seguir prestando servicio y seguir siendo fieles más allá de lo que crean que son capaces de hacerlo.
Es como fortalecer los músculos: tienen que agotarlos para luego fortalecerlos; los ejercitan hasta el punto de la fatiga; luego éstos se reconstituyen y adquieren más fuerza. Una mayor fuerza espiritual es un don de Dios que Él nos da cuando nos esforzamos al límite en Su servicio. Por medio del poder de la expiación de Jesucristo, nuestra naturaleza puede cambiar; entonces nuestro poder para llevar las cargas aumentará más de lo suficiente a fin de compensar el servicio mayor que se nos pedirá que brindemos.
Eso me ayuda a comprender cuando veo a alguien que hace que la tarea de prestar servicio en el sacerdocio parezca fácil. Sé que han pasado pruebas difíciles o que las pasarán en el futuro; de modo que, en lugar de envidiarlos, me preparo para ayudarlos cuando la carga sea más difícil para ellos, porque con seguridad lo será.
El plan de Dios de hacer a Sus hijos merecedores de volver a vivir con Él eternamente requiere esa prueba de nuestros límites al prestar servicio en el sacerdocio.
Nuestro Padre Celestial ama a Sus hijos. Nos ofreció la vida eterna, vivir con Él otra vez como familias y en gloria para siempre. A fin de hacernos acreedores de ese don, Él nos proporcionó un cuerpo terrenal, la oportunidad de ser tentados a pecar y un modo de ser limpios de ese pecado y de levantarnos en la Primera Resurrección. A fin de hacer eso posible, nos dio a Su Hijo Amado, Jehová, como nuestro Salvador. El Salvador nació en la tierra, fue tentado, pero nunca pecó, y luego en Getsemaní y en Gólgota pagó el precio por nuestros pecados para que pudiéramos ser limpios. La purificación la reciben sólo aquellos que tienen suficiente fe en Jesucristo para arrepentirse del pecado, para ser limpios por medio de la ordenanza del bautismo, y para hacer y guardar convenios de obedecer todos Sus mandamientos. También habría un feroz enemigo de nuestra alma, Lucifer, que junto con sus legiones trataría sin cesar de atrapar a todo hijo de Dios para impedirle que tuviera el gozo de la vida eterna.
En Su bondad y con gran confianza, el Padre Celestial y el Salvador permitieron que algunos de Sus hijos escogidos en la tierra poseyeran el sacerdocio. Tenemos la autoridad y el poder de obrar en el nombre de Dios para ofrecer el verdadero Evangelio de Jesucristo y sus ordenanzas a cuantos hijos de nuestro Padre Celestial como podamos. De modo que pueden percibir la magnitud de la confianza que Dios ha depositado en nosotros, así como su suprema importancia y la oposición a la que nos enfrentamos.
No es de sorprender que, de vez en cuando, nos sintamos casi abrumados. El pensar: “no estoy seguro de que pueda hacerlo”, es evidencia de que están comprendiendo lo que significa poseer el sacerdocio de Dios. El hecho es que ustedes no pueden hacerlo solos. La responsabilidad es demasiado difícil e importante para sus poderes mortales y para los míos. El reconocer este hecho es una parte fundamental del gran servicio en el sacerdocio.
Cuando esos sentimientos de ineptitud nos aquejan, es el momento de recordar al Salvador. Él nos asegura que no trabajamos solos en esta obra. Hay pasajes de las Escrituras que se deben colocar en el espejo y recordarlos en los momentos en que tengan duda de su capacidad.
Por ejemplo, el presidente Thomas S. Monson recordó las palabras prometidas del Salvador cuando me bendijo hace seis meses para que me mantuviera firme y sin temor en mi llamamiento cuando parecía difícil. Estas palabras del Salvador, que Él dirigió a Su pequeño grupo de poseedores del sacerdocio en esta dispensación acudieron a la mente del profeta cuando puso sus manos sobre mi cabeza:
“Y quienes os reciban, allí estaré yo también, porque iré delante de vuestra faz. Estaré a vuestra diestra y a vuestra siniestra, y mi Espíritu estará en vuestro corazón, y mis ángeles alrededor de vosotros, para sosteneros”1.
Esa promesa que el presidente Monson recordó y citó se cumplió para mí. La confianza reemplazó a la duda, el Espíritu me acompañó, los asistentes médicos fueron inspirados, mi vida fue preservada y se me sostuvo. Gracias a la bendición del presidente Monson, siempre me será fácil recordar al Salvador y confiar en Su promesa de que Él va delante y al lado de nosotros cuando estamos en Su servicio.
Sé que la promesa de que los ángeles nos sostendrán es real. Recuerden lo que le aseguró Eliseo a su temeroso criado. Esa seguridad también es para nosotros cuando nos sentimos abrumados en nuestro servicio. Eliseo enfrentó oposición real y terrible:
“Y se levantó de mañana y salió el que servía al varón de Dios, y he aquí el ejército que tenía sitiada la ciudad, con gente de a caballo y carros. Entonces su criado le dijo: ¡Ah, señor mío! ¿qué haremos?
“Él le dijo: No tengas miedo, porque más son los que están con nosotros que los que están con ellos.
“Y oró Eliseo, y dijo: Te ruego, oh Jehová, que abras sus ojos para que vea. Entonces Jehová abrió los ojos del criado, y miró; y he aquí que el monte estaba lleno de gente de a caballo, y de carros de fuego alrededor de Eliseo”2.
Al igual que ese criado de Eliseo, hay más con ustedes que los que ven que se les oponen. Algunos que están con ustedes serán invisibles a sus ojos mortales. El Señor los sostendrá y en ocasiones lo hará llamando a otros para que estén a su lado. Es por eso que tenemos quórumes; es por eso que los líderes de quórum miran al rostro y a los ojos durante las reuniones de quórum; es por eso que el obispo hace más que presidir en el quórum de presbíteros; él mira el rostro de los presbíteros. Ustedes tendrán esa clase de obispo, de presidente de quórum o de presidente de misión, y él irá a ayudarlos y llamará a otros para que estén a su lado. Para ello, quizás llame al compañero apropiado para que preste servicio con ustedes cuando lo necesiten.
Eso sugiere al menos dos cosas: una es reconocer y aceptar a aquellos que el Señor nos envía para que nos ayuden; la otra es ver en todas nuestras asignaciones la oportunidad de fortalecer a los demás. Una vez, un presidente de misión me habló acerca de un misionero a quien le había asignado más de doce o trece compañeros. Me dijo: “Cada uno de esos compañeros estaba a punto de irse a casa o se les iba a mandar a casa prematuramente; pero no perdimos a ninguno de ellos”.
Cuando más tarde le comenté ese hecho milagroso al compañero que salvó a tantos cuando estaban sumamente agobiados, su respuesta me sorprendió y me enseñó. Dijo: “No creo que eso sea verdad; yo nunca tuve un compañero que hubiera estado a punto de darse por vencido”.
Pude darme cuenta de que un presidente de misión había sido inspirado a mandar el ángel indicado, una y otra vez. Al prestar servicio, podemos esperar que se nos envíe la ayuda en el momento oportuno, personas que verán que en nosotros hay fortaleza y que nos levantarán; y también podemos tener la esperanza de que seamos nosotros a quienes el Señor envíe a dar ánimo a otra persona.
Por experiencia, puedo decirles algo en cuanto a cómo ayudar si ustedes son los enviados. Poco después de que fui llamado al Quórum de los Doce, recibí una llamada telefónica del presidente Faust, consejero de la Primera Presidencia; me pidió que fuera a su oficina. Fui un poco preocupado en cuanto a la razón por la que él tomaría de su tiempo para hablar conmigo.
Después de intercambiar algunas impresiones, me miró y me dijo: “¿Ha ocurrido ya?”. Cuando lo miré desconcertado continuó: “Te he estado observando en las reuniones. Me parece que has estado sintiendo que tu llamamiento va más allá de tu capacidad y que no eres competente para hacerlo”.
Le dije que me habían acosado las dudas, y que era como si me hubiera topado con un muro. Supuse que él me iba a tranquilizar; le agradecí que hubiese tomado en cuenta mi preocupación y le pedí ayuda. Pero su respuesta gentil y firme me sorprendió. Dijo: “No me preguntes a mí, dirígete a Él”, y señaló al cielo. Ahora, años después, yo me siento en esa misma oficina. Cuanto entro en ella miro hacia arriba y lo recuerdo a él y cómo me enseñó por medio del ejemplo la forma de ayudar a alguien que se siente agobiado en el servicio del Señor: encuentren la forma de dirigirlos con confianza hacia el Él. Si ellos siguen el consejo de ustedes, obtendrán la fortaleza que necesitan y aún más.
Más de una vez, a lo largo de su vida, el Señor les ha dado las experiencias para obtener fortaleza, valor y determinación. Él sabía lo mucho que las necesitarían para servirle. Una parte la habrán recibido, como ocurrió conmigo, cuando se encontraron con otros poseedores del sacerdocio y repitieron en voz alta las palabras:
“Por tanto, oh vosotros que os embarcáis en el servicio de Dios, mirad que le sirváis con todo vuestro corazón, alma, mente y fuerza, para que aparezcáis sin culpa ante Dios en el último día”3.
Cuando se comprometieron a ese principio elevado, y cumplieron con él, el Señor estaba edificando una confianza y fortaleza en ustedes que estarían allí cuando las necesitasen siempre que se les llamase a servir en una causa mayor que el interés personal. Yo la sentí un hermoso día de primavera en el pasto; se me estaba comisionando a defender mi patria. En aquel entonces no estábamos en guerra, pero nos dirigíamos a prestar un servicio desconocido que yo sabía que requeriría todo lo que yo tenía para dar, quizás hasta mi vida. Alcé la mano derecha junto con los demás y juré que defendería mi país con “verdadera fidelidad y lealtad” y que “acepto esta obligación libremente, sin reservas y sin la intención de evadirla; y que cumpliré con precisión y lealtad los deberes del cargo que asumiré; y que Dios me ayude”4.
No tengo duda de que el poder para cumplir con esa promesa, lo cual hice, se había forjado en mí desde que era diácono. Cuando recién había recibido el sacerdocio, participé varias veces en lo que entonces llamábamos: “una despedida misional”. Ahora hay tantos que responden al llamado de servir que permitimos que hablen sólo brevemente en la reunión sacramental antes de irse; pero en ese entonces toda la reunión se enfocaba en el misionero que partía. Siempre incluía música selecta; todavía recuerdo cómo me sentí cuando un cuarteto de ex misioneros cantó:
“A donde me mandes iré, Señor”, y luego las palabras prometían: “diré lo que quieras que diga, Señor”, y finalmente: “y lo que Tú quieras, seré”5.
Mi corazón se conmovía en aquellos días como lo hace ahora, con la convicción de que la promesa era verdadera para mí y para nosotros en todo nuestro servicio en el sacerdocio. Encontraremos gozo al ir dondequiera que el Señor quiera que sirvamos; se nos dará la revelación necesaria para hablar Sus palabras e invitar a los hijos de nuestro Padre Celestial a ser cambiados por medio de la Expiación y ser dignos de volver a nuestro hogar y vivir con Él. Sentí en aquel entonces, como lo siento ahora, que nuestro servicio fiel permitiría que Él cambiase nuestro corazón para ser dignos de Su compañía y para servirle siempre.
Les dejo mi testimonio de que cuando damos todo de nuestra parte al servicio en el sacerdocio, el Señor nos dará todo el valor que necesitamos y la seguridad de que Él estará con nosotros y que los ángeles nos sostendrán.
Testifico que somos llamados por Dios. Ésta es Su Iglesia verdadera y ustedes poseen Su sacerdocio eterno. Soy testigo de que el presidente Thomas S. Monson posee todas las llaves del sacerdocio y que las ejerce en el mundo hoy día. En el nombre de Jesucristo. Amén.