La verdad de Dios seguirá adelante
Ésta es la obra de Dios y la obra de Dios no será frustrada; sin embargo, todavía queda mucho por hacer.
Mis hermanos y hermanas, el 19 de julio de este año los Hijos de los Pioneros de Utah colocaron una estatua del profeta José Smith y de su sucesor, el presidente Brigham Young, en This Is the Place Heritage Park (El Parque del Patrimonio “Éste es el lugar”) de Salt Lake City. La estatua, titulada Con los ojos hacia el Oeste, muestra a estos dos grandes profetas con un mapa de los territorios occidentales [de Estados Unidos].
Muchas personas, incluso los Santos de los Últimos Días, olvidan que José Smith era totalmente consciente de que la Iglesia se iba a trasladar finalmente al grandioso Oeste estadounidense. En agosto de 1842, él profetizó que “los santos seguirían padeciendo mucha aflicción, y que serían echados hasta las Montañas Rocosas; que muchos apostatarían, otros morirían por manos de nuestros perseguidores, o perderían la vida debido a los rigores de la intemperie o de las enfermedades; y que algunos vivirían para ir y ayudar a establecer colonias y edificar ciudades, y ver a los santos llegar a ser un pueblo poderoso en medio de las Montañas Rocosas” (Enseñanzas de los Presidentes de la Iglesia: José Smith, págs. 551–552).
Ni siquiera los amigos más íntimos de José en aquellos primeros años entendían por completo las pruebas que soportarían los Santos de los Últimos Días a medida que la Iglesia fuera avanzando desde sus humildes principios en las primeras décadas de 1800. Pero el profeta José sabía que ningún enemigo de entonces ni del futuro tendría bastante poder para frustrar ni para detener los propósitos de Dios. Nos son familiares sus palabras proféticas: “El estandarte de la verdad se ha izado; ninguna mano impía puede detener el progreso de la obra; las persecuciones podrán encarnizarse, los populachos se podrán combinar, los ejércitos podrán juntarse y la calumnia podrá difamar; mas la verdad de Dios seguirá adelante valerosa, noble e independientemente hasta que haya penetrado en todo continente, visitado todo clima, abarcado todo país y resonado en todo oído, hasta que se cumplan los propósitos de Dios y el gran Jehová diga que la obra está concluida” (Enseñanzas de los Presidentes de la Iglesia: José Smith, págs. 149–150).
Han pasado casi dieciocho décadas desde que se organizó La Iglesia de Jesucristo de los Santos de los Últimos Días en 1830; hemos tenido ciento setenta y ocho años para observar el cumplimiento de la profecía y ver “la verdad de Dios” que sigue “adelante valerosa, noble e independientemente”.
La Iglesia comenzó su primera década con sólo unos pocos miembros. A pesar de la intensa oposición, durante la década de 1830 se llamó a quinientos noventa y siete misioneros y se bautizaron más de quince mil conversos. Estados Unidos, Canadá y Gran Bretaña se abrieron para la predicación del Evangelio.
Durante la década de 1840, también hubo muchos conversos mientras continuaban las persecuciones encarnizadas contra la Iglesia y especialmente contra el profeta José. En medio de esas dificultades y no obstante lo arduo que era viajar, el Evangelio restaurado de Jesucristo siguió extendiéndose cada vez más por la tierra gracias al fiel servicio de mil cuatrocientos cincuenta y cuatro misioneros que fueron llamados durante ese período y el número de miembros de la Iglesia aumentó a más de cuarenta y ocho mil. El 27 de junio de 1844 la persecución a José Smith culminó cuando él y su hermano Hyrum fueron asesinados por un populacho en la cárcel de Carthage.
Poco después del martirio y en cumplimiento de la visión de José, Brigham Young y la Iglesia comenzaron los preparativos para trasladarse a las Montañas Rocosas. Las privaciones, la aflicción, la muerte y la apostasía los acompañaron constantemente; sin embargo, la obra siguió avanzando. En la década de 1850, hubo unos setecientos cinco misioneros llamados a prestar servicio en diversas regiones, entre ellas Escandinavia, Francia, Italia, Suiza y Hawai. La obra misional también comenzó en diversas partes del mundo como India, Hong Kong, Tailandia, Burma, Sudáfrica y las Indias Occidentales.
Entre los conversos fieles de Escandinavia y Gran Bretaña que se bautizaron durante esa década estaban los que sufrieron y murieron, en tierra y en el mar, mientras viajaban para reunirse con los santos aquí en las Montañas Rocosas.
En 1875 se llamó a los primeros siete misioneros que irían a México; la obra allí floreció aun en medio de la revolución y de otros desafíos y fue hace precisamente cuatro años, en 2004, que la Iglesia logró tener un millón de miembros en ese país.
La fe de los santos se probó en cada paso que dieron mientras Brigham Young los dirigía para construir templos y establecer más de trescientas cincuenta colonias en el Oeste. Cuando Brigham Young murió en 1877, el número de miembros de la Iglesia en el mundo había aumentado a más de ciento quince mil. A pesar de toda la persecución, la verdad de Dios ciertamente seguía adelante valerosa y noblemente.
El tiempo no me permite hacer un repaso detallado del crecimiento de la Iglesia durante las siguientes décadas, pero es de notar que en el transcurso de los cuarenta años siguientes, de 1890 a 1930, mientras la Iglesia y su doctrina todavía estaban bajo el ataque del público, el élder Reed Smoot fue elegido senador para el Congreso de los Estados Unidos, y tuvo que luchar para ocupar su cargo. En ese tiempo se habló mucho de la Iglesia y de sus enseñanzas, gran parte de lo cual era agraviante y dirigido al presidente Joseph F. Smith y a otros líderes de la Iglesia. Sin embargo, hubo algunos artículos de periódico que empezaron a mencionar a los miembros de la Iglesia como ciudadanos serviciales y buenas personas.
El 3 de septiembre de 1925, el presidente Heber J. Grant anunció que la Iglesia iba a comenzar la obra misional en Sudamérica. Siguiendo el modelo establecido por el Señor para llevar el Evangelio restaurado a todas las naciones, un miembro del Quórum de los Doce Apóstoles— mi abuelo paterno, el élder Melvin J. Ballard— fue enviado a Sudamérica con el fin de dedicar la tierra para la predicación del Evangelio.
En la mañana de Navidad de 1925, en Argentina, el élder Ballard dedicó los países sudamericanos y comenzó la obra misional. Antes de partir, en julio del año siguiente, profetizó esto: “La obra del Señor aquí avanzará lentamente por un tiempo, al igual que el roble crece paulatinamente de una bellota; no surgirá en un día como el girasol que florece rápidamente y luego muere, pero miles de personas se unirán a la Iglesia en estas tierras. La obra se dividirá en más de una misión y será una de las más fuertes de la Iglesia; nunca será más pequeña de lo que es en este momento” (“Melvin J. Ballard: Crusader for Righteousness”, [“Melvin J. Ballard: Defensor de la rectitud”], Bookcraft, p. 84).
Cualquiera que conozca el crecimiento de la Iglesia en Sudamérica sabe que esa profecía se ha cumplido. Actualmente, sólo en Brasil hay más de un millón de miembros.
En el transcurso de cuatro décadas, desde 1930 a 1970, hubo más de ciento seis mil misioneros llamados a prestar servicio. El número de miembros de la Iglesia se cuadruplicó a más de dos millones ochocientos mil. En la década de 1960 hubo más de un millón de miembros nuevos. Para 1970, había misioneros prestando servicio en cuarenta y tres naciones y nueve territorios. Durante ese período de cuarenta años se abrieron a la obra misional los países sudamericanos de Chile, Brasil, Uruguay, Paraguay, Ecuador, Colombia, Perú y Venezuela. En Centroamérica, los siervos del Señor iniciaron la predicación en las naciones de Panamá, Costa Rica, Guatemala, El Salvador, Honduras y Nicaragua. En Asia los grandes esfuerzos renovados empezaron a dar fruto en Corea, Taiwán, Singapur y Filipinas.
Nada de eso fue fácil. Las dificultades, los obstáculos y la persecución acompañaron todo intento de llevar “la verdad de Dios” a todo continente y país para que resonara “en todo oído”. No obstante, seguimos adelante con fe; se resolvieron las dificultades y se vencieron los obstáculos.
El presidente Spencer W. Kimball pidió a los miembros que alargaran el paso para difundir y compartir la verdad del Evangelio; pidió a todas las estacas del mundo que aumentaran el número de misioneros, e introdujo a la Iglesia en el uso de los medios de comunicación a fin de llevar nuestro mensaje a cientos de millones de personas por toda la tierra.
En los doce años en que fue Presidente de la Iglesia, cerca de doscientos mil misioneros de tiempo completo prestaron servicio misional; aumentó a casi el doble el número de miembros de la Iglesia en todo el mundo y el número de estacas casi se triplicó; se comenzó o se volvió a abrir la obra misional en diversos países y empezó a producirse el milagro de la conversión en muchas tierras a pesar de todos los intentos del adversario por frustrar la obra del Señor o por desalentar a Sus obreros.
Han pasado un poco más de dos décadas desde que el presidente Kimball terminó su ministerio terrenal, y durante ese período hemos alcanzado una prominencia sin precedentes en la comunidad mundial de la fe. Probablemente no por coincidencia, también hemos experimentado a través de los medios de comunicación ataques ideológicos inauditos a nuestra gente, nuestra historia y nuestra doctrina.
No obstante, la Iglesia continúa creciendo. La cantidad de miembros ha vuelto a crecer más del doble, de 5.9 millones en 1985 a más de trece millones en la actualidad; y el año pasado se llamó al millonésimo misionero para prestar servicio en esta dispensación.
Ahora bien, mis hermanos y hermanas, el propósito de esta breve reseña que he ofrecido de la visión profética de José sobre el destino de esta Iglesia y de su cumplimiento literal a través de las décadas es traernos a la memoria esta sencilla verdad:
“Las obras, los designios y los propósitos de Dios no se pueden frustrar ni tampoco pueden reducirse a la nada.
“Porque Dios no anda por vías torcidas… ni se aparta de lo que ha dicho; por tanto, sus sendas son rectas y su vía es un giro eterno.
“Recuerda… que no es la obra de Dios la que se frustra, sino la de los hombres” (D. y C. 3:1–3).
Dios ha hablado por medio de Su Profeta y ha anunciado al mundo que “el estandarte de la verdad se ha izado” y que “ninguna mano impía puede detener el progreso de la obra”. Eso es una verdad innegable e indiscutible. La hemos visto por nosotros mismos, década tras década, desde la época del profeta José Smith hasta la del presidente Thomas S. Monson. Las persecuciones se han encarnizado; la calumnia, las mentiras y la tergiversación han intentado difamar; pero en todas las décadas, desde el momento de la Restauración en adelante, la verdad de Dios ha seguido avanzando “valerosa, noble e independiente”. La pequeña Iglesia que comenzó en 1830 con un pequeño grupo de miembros ha crecido hasta tener más de trece millones de Santos de los Últimos Días en muchas naciones alrededor del mundo, y estamos en camino a penetrar todo continente, visitar todo clima, abarcar todo país y resonar en todo oído.
Ésta es la obra de Dios y la obra de Dios no será frustrada; sin embargo, todavía queda mucho por hacer antes de que el Gran Jehová anuncie que la obra se ha concluido. Aun cuando elogiamos y honramos a los santos fieles que nos han traído hasta este punto de prominencia pública, no podemos darnos el lujo de sentirnos satisfechos ni conformes.
Se necesita de todos nosotros para completar la obra que aquellos santos pioneros de hace más de ciento setenta y cinco años comenzaron y que los santos fieles de cada generación en las décadas subsecuentes han llevado adelante. Es preciso que creamos como ellos creyeron, que trabajemos como ellos trabajaron, que prestemos servicio como ellos lo hicieron; y es preciso que triunfemos como ellos triunfaron.
Por supuesto, las dificultades que enfrentamos hoy son diferentes, pero no menos severas. En lugar de populachos enfurecidos, enfrentamos a los que constantemente tratan de difamarnos. En lugar de estar expuestos a la intemperie y a las penurias, estamos expuestos al abuso del alcohol y las drogas, a la pornografía, a todas clases de inmundicia y de vulgaridad, de codicia, deshonestidad y apatía espiritual. En lugar de ver a las familias desarraigadas y apartadas del hogar, vemos a la institución de la familia, incluso la divina institución del matrimonio, bajo ataque por las personas que colectiva e individualmente intentan corromper la función prominente y divina que la familia tiene en la sociedad.
Con esto no quiero decir que nuestras dificultades actuales sean más graves que las que enfrentaron quienes nos precedieron; sólo son diferentes. El Señor no nos pide que carguemos un carro de mano, nos pide que fortalezcamos nuestra fe; no nos pide que atravesemos caminando un continente, nos pide que crucemos la calle para visitar a nuestro vecino; no nos pide que renunciemos a todas nuestras posesiones mundanas para construir un templo, nos pide que demos de nuestros medios y de nuestro tiempo, a pesar de las presiones del diario vivir, para continuar edificando templos, y luego, que asistamos regularmente a los que ya estén construidos; no nos pide que suframos la muerte de un mártir, nos pide que vivamos la vida de un discípulo.
Ésta es una gran época para estar vivos, hermanos y hermanas, y de nosotros depende continuar la rica tradición de la dedicación devota que ha sido el distintivo de las generaciones previas de Santos de los Últimos Días. Ésta no es una época para los de corazón espiritualmente débil; no podemos permitirnos ser íntegros sólo superficialmente, sino que nuestro testimonio debe ser profundo, con raíces espirituales firmemente fundadas en la roca de la revelación. Y, como pueblo del convenio y pueblo consagrado, con fe en cada paso, debemos continuar llevando adelante la obra “hasta que se cumplan los propósitos de Dios y el gran Jehová diga que la obra está concluida”. Que así sea con nosotros, lo ruego en el nombre de Jesucristo. Amén.