Entre Amigos
Élder Robert J. Whetten
de los Setenta
Me crié en Colonia Juárez, México, y tuve una infancia feliz.
Mi hermano gemelo, Bert (Albert), y yo éramos los medianos de los diez hijos. Montábamos a caballo, pescábamos y nadábamos en el río, pero también trabajábamos duro dando de comer a las gallinas, ordeñando las vacas y cuidando de los huertos de mi padre.
Nuestros padres nos enseñaron sobre el propósito de la vida, de dónde vinimos, qué sucede al morir y las consecuencias de nuestras decisiones. Aprendí sobre el plan de salvación y que el arrepentimiento es un proceso constante.
Mis padres solían decirme: “Recuerda quién eres en realidad”. Al principio no lo entendía, pero aprendí que querían que me acordara que era un hijo de Dios.
Me encantaba la Primaria y aún puedo recordar aquellas hermosas canciones que cantábamos. Cuando tenía yo más o menos 11 años de edad, mi amigo Billy se cayó de un caballo y murió a causa de las heridas. Nuestra clase de la Primaria cantó “Yo sé que vive mi Señor” ( Himnos, núm. 73) en el funeral. La letra de aquel himno ardía dentro de mi alma. Sabía que Billy se encontraba bien y que lo que estábamos cantando era verdad.
Bert y yo crecimos con la esperanza de servir en una misión y cuando tuvimos la edad para ello, lo hicimos. La misión tuvo un efecto enormemente positivo en mi vida. Obtuve una mayor comprensión del Evangelio, desarrollé disciplina y aprendí a servir a los demás. Ha sido la base de una vida feliz y llena de éxito.
Tres meses después de volver de nuestras misiones, un hombre mató a mi hermano gemelo. Mi padre y otro hermano resultaron gravemente heridos en el mismo ataque. Sabíamos quién lo había hecho, pero jamás lo arrestaron. Supe lo que era sentir odio y tener deseos de venganza. Hasta soñé con hacer daño al hombre que hizo esa cosa tan terrible, pero el Señor había dejado bien claro lo que esperaba de mí:
“…debéis perdonaros los unos a los otros; pues el que no perdona las ofensas de su hermano, queda condenado ante el Señor, porque en él permanece el mayor pecado.
“Yo, el Señor, perdonaré a quien sea mi voluntad perdonar, mas a vosotros os es requerido perdonar a todos los hombres” (D. y C. 64:9–10).
Con el tiempo y la oración, logré perdonar a aquel hombre. Todos lo hicimos.
De pequeño se me dijo: “Si permaneces verídico y fiel, podrás estar con las grandes personas que han muerto antes que tú y que también fueron verídicas y fieles”. Esa enseñanza despertó en mí el deseo de estar con nuestros seres queridos que han fallecido. El ser verídico y fiel hasta el fin se convirtió en mi meta, incluso cuando era joven.
Recientemente, mi hijo Carlos me preguntó: “Papá, ¿cuál es tu mayor temor?”.
Yo le dije: “Creo que mi mayor temor es el no ser verídico y fiel hasta el fin. Ésa es la peor cosa que podría suceder”. Y luego añadí: “Mi otro temor es que mis hijos y mi posteridad no sean verídicos y fieles”.
Nuestro Padre Celestial desea que las relaciones familiares duren para siempre. Vuelvan el corazón a sus padres, pasen más tiempo con ellos, pídanles que les hablen sobre los abuelos y los bisabuelos de ustedes. Cuando leo los relatos de mis antepasados, recibo gran inspiración y un nuevo deseo de vivir de manera digna.
Niños, por favor, presten atención a sus padres. Hay tantas cosas a las que deben prestar atención —televisión, música, películas, Internet—, pero asegúrense de que escuchen a los que verdaderamente les aman: sus padres, su obispo, su maestra de la Primaria, el profeta viviente y, por encima de todo, nuestro Padre Celestial y Jesucristo.
Mis padres me enseñaron sobre la importancia de las relaciones familiares, y recuerdo cómo mi madre me decía: “Bobby, tú y Bert deben de haber sido muy buenos amigos en la vida preterrenal para que nuestro Padre Celestial les permitiera venir a la misma familia y al mismo tiempo. ¿No podrían llevarse un poco mejor?”.
Mi esposa, Raquel, y yo tenemos ocho hijos y doce nietos. Ellos son nuestra mayor alegría. Mi nieto mayor, Mario, vive en Guadalajara, México, y un día su maestra de la Primaria le preguntó: “Mario, ¿quién te ama?”.
Él respondió sin vacilar: “Jesús y mi abuelo”. Tenía razón. El amor es la esencia del Evangelio de Jesucristo. Amamos a los que servimos y servimos a los que amamos. Todo comienza en el hogar. Jesús nos dijo que amáramos a nuestro prójimo y ¿quién es nuestro prójimo más cercano? Nuestra familia. Mis hermanos y hermanas son todavía mis mejores amigos. También amo a todos mis familiares, incluso a mis 130 primos. Digan a sus padres y a sus abuelos que les aman, y luego muestren con sus hechos que realmente es así.
Mis padres me dijeron: “Recuerda que tu Padre Celestial desea que regreses a Él”. Niños, recuerden eso ustedes también. Es algo parecido a cuando los padres envían a su hijo a la escuela cada mañana: quieren que él esté en casa por la tarde y esperan que así sea. Nuestro Padre Celestial nos envió a la tierra para aprender y desea que regresemos con Él cuando terminen nuestras clases en la tierra. Quiero estar algún día donde están mi madre, mi padre y mi hermano Bert. Quiero ir a casa.