2002
Un regalo maravilloso
mayo de 2002


Un regalo maravilloso

Muchas veces me han preguntado por qué me uní a La Iglesia de Jesucristo de los Santos de los Últimos Días, y siempre he contado el relato de cómo conocí a los misioneros en la casa de una querida amiga que se acababa de bautizar. No obstante, con el paso del tiempo, me he dado cuenta de muchas cosas que me habían preparado para aceptar el Evangelio antes de aquella ocasión.

Yo era una jovencita activa y llena de energía que pasaba la vida entre los amigos y el gimnasio. No me interesaba nada más. Me apasionaban las artes marciales; vivía para el deporte, y éste se había convertido en mi forma de vida. De hecho, era mi religión. Era una deportista muy buena y tenía muchas aptitudes. Mi orgullo se acrecentaba a medida que obtenía más y más reconocimiento de los demás, especialmente por tratarse de una mujer en un deporte dominado por los hombres.

Con el paso del tiempo, comencé a sentir una sensación de inquietud después de cada día de trabajo. Solía quedarme sin aliento y las pulsaciones se aceleraban.

En breve descubrí que la presión continua de un deporte tan agotador había agravado una predisposición genética a la arritmia. El dolor se intensificaba y en ocasiones no podía ni ponerme de pie. Casi de la noche a la mañana perdí la autosuficiencia; una serie de decisiones médicas desafortunadas empeoraron mi condición, y en dos ocasiones estuve a punto de sufrir un paro cardiaco.

En un período de cinco años, me sometí a dos operaciones, realicé muchas visitas a médicos y hospitales, y con el tiempo pasé a necesitar el cuidado constante de mis padres.

Mientras estuve internada, vi mucho dolor y sufrimiento y descubrí la necesidad de amar a los demás; comencé a entender lo que era verdaderamente importante en la vida.

Mi alma había cambiado y sentía que alguien me estaba ofreciendo una segunda oportunidad en la vida. Empecé a preguntarme acerca de Dios, a quien hasta ese entonces —creía yo— no había jugado papel alguno en mi vida. Empecé a estudiar diversas religiones y quedé impresionada por el común denominador que en todas era el amor. Luego una amiga me habló de los misioneros y de la felicidad que éstos habían llevado a su vida. Me reuní con ellos y me bautice un mes más tarde.

Ahora me siento agradecida por todo lo que padecí, pues el sufrimiento me abrió el camino para recibir el Evangelio. Verdaderamente, Dios tiene formas poco comunes de preparar a Sus hijos.

Desde que acepté el Evangelio, he tenido el privilegio de compartir la verdad con otras personas. También he ido al templo y he sido enormemente bendecida. Me siento agradecida a Dios por poder trabajar para Él. Su Evangelio es un regalo maravilloso para mí.

Stefania Postiglione es miembro de la Rama Flegreo, Distrito Nápoles, Italia.