En mi camino
Creía que no era más que un freno roto, pero en realidad fue el comienzo de un viaje de gran felicidad.
En octubre de 1980 me hallaba paseando en bicicleta cuando de repente me di cuenta de que uno de los frenos no funcionaba. Me asusté porque no sabía cuándo ni cómo podría detenerme. Cuando el descontrolado viaje terminó y me deslicé a salvo hasta que me pude detener, me encontré al lado de Rodico Flores, un buen amigo y compañero de secundaria. Le expliqué lo ocurrido y charlamos un rato. Mientras conversábamos, me preguntó si disponía de tiempo para ir a su iglesia, y como yo sabía que él era una buena persona y admiraba a otros Santos de los Últimos Días que conocía, decidí ir el domingo siguiente.
El domingo me fijé en que el edificio donde se reunía la congregación estaba limpio y era hermoso, y percibí que allí había algo diferente. Alguien me estrechó la mano y hasta me puso el brazo por el hombro diciéndome lo feliz que estaba al verme. Me sentí bien aun cuando era un poco tímido y estaba algo nervioso. Aquel hermano me llevó a una clase de investigadores.
Después de la clase, dos mujeres jóvenes se presentaron como misioneras regulares y me preguntaron si podrían visitarme en casa. Rápidamente les dije que estaba atareado y comencé a darles excusas, pero insistieron en que les dijera cuándo podrían pasar, así que les dije que el lunes por la mañana bien temprano; añadí que podían ir sólo si querrían pasar a las cuatro de la mañana.
Para mi sorpresa, se miraron la una a la otra y dijeron: “Hermano Solomon, allí estaremos”. Insistí en que era difícil llegar hasta la casa de mi familia, que se hallaba situada en mitad de una laguna y que teníamos muchos perros. Les dije que les iba a resultar difícil llegar hasta allí, pero ellas volvieron a decir: “Hermano Solomon, allí estaremos”. Al irme, me olvidé por completo de la cita, pues no creía que fueran.
El lunes por la mañana temprano me sorprendió oír a los perros ladrando y una voz que decía: “¡Hermano Solomon! ¡Hermano Solomon!”. Miré por la ventana y empecé a sentirme diferente respecto a las misioneras. Recibí la confirmación de que eran verdaderas siervas de Dios, así que las invité a pasar y escuché su mensaje. Pasados unos momentos les dije que vinieran cada día con una charla, lo cual hicieron, y me enseñaron hasta que estuve preparado para bautizarme.
Justo después de mi bautismo, celebrado el 31 de octubre de 1980, un amigo me invitó a una fiesta del barrio; yo me dije: Esta Iglesia es genial; hasta me dan una fiesta, aunque luego me di cuenta de que yo no era el invitado de honor. Aun así, mi amigo me presentó a una jovencita, a quien le dijo que cuidara bien de mí. Annie Ortiz se encargó muy bien de mi hermanamiento, y aún hoy cuida de mí, pues nos casamos en 1985 y nos sellamos en el Templo de Manila, Filipinas.
Desde mi bautismo he progresado en el Evangelio al haber recibido oportunidades para servir. En 1983 se me llamó como misionero regular en la Misión Filipinas Davao, y cuatro meses después de mi matrimonio fui llamado como obispo. También he servido como presidente de estaca y en una presidencia de misión. Mi esposa y yo estamos felizmente casados, tenemos dos hijos, Ezra y Brigham, y esperamos tener una vida dedicada al servicio.
Estoy agradecido por la felicidad que he encontrado en la Iglesia, por las dedicadas misioneras que perseveraron y por el freno roto de una bicicleta que, en realidad, sirvió para ponerme en el camino correcto.
Ravenal P. Solomon es miembro del Barrio Dagupán 1, Estaca Dagupán, Filipinas.