La parábola de la semilla que crecía en secreto
Mi abuelo era agricultor y cuando yo era pequeño, solía ayudarle en la época de la siembra. Me gustaba verle preparar los animales, ponerles el yugo y amarrarles la rastra y el arado. “¿Dónde vamos a sembrar hoy?”, le preguntaba. “Allá abajo”, solía responder. Él sabía muy bien dónde se encontraba la tierra más fructífera.
Me gustaba el húmedo y rico aroma que salía de la tierra cuando la punta del arado la abría. Mientras mi abuelo preparaba los surcos, yo enterraba la semilla. “Esta tierra es fructífera ”, solía decir. Tiempo después regresábamos al campo para ver surgir los primeros brotes verdes. Éstos se convertían en tallos y luego aparecía el grano; las plantas seguían creciendo hasta que estaban maduras.
Durante la cosecha, los jornaleros cortaban las gavillas y las llevaban al lugar de la trilla, que consistía en unos postes unidos por medio de alambres que formaban un gran círculo. Las gavillas se ponían en el suelo, por el exterior de ese círculo, y luego venían los caballos y corrían por el círculo, pisoteando las gavillas, de las que caía el grano con la cáscara ya quebrada. A continuación, los jornaleros iban con sus aperos para aventar la paja y terminar de separarla del grano. Una vez realizado el trabajo, los jornaleros cantaban, bailaban y disfrutaban de una comida típica de cordero asado. Se trataba de una hermosa celebración rústica. El grano se almacenaba en sacos y luego era procesado en una variedad de productos útiles.
Aún así, a pesar de todo lo que hacíamos para sembrar y cosechar, el éxito de todo el proceso consistía principalmente en la riqueza del terreno, el tiempo y otras condiciones que escapaban a nuestro control. Sin esas condiciones, las semillas no habrían germinado y no habría habido cosecha.
La parábola del Salvador
Durante el ministerio de Jesús en Galilea, una gran multitud se congregó a la orilla del mar para oírle enseñar. Él les habló de un sembrador que plantó semillas en diferentes tipos de tierra (en un pedregal, entre espinos y en tierra fértil) y recibió cantidades diferentes de productos.
Luego enseñó otra parábola, registrada sólo en el testimonio de Marcos, que se centra en lo que hace que crezca una planta. Él dijo:
“Así es el reino de Dios, como cuando un hombre echa semilla en la tierra;
“y duerme y se levanta, de noche y de día, y la semilla brota y crece sin que él sepa cómo.
“Porque de suyo lleva fruto la tierra, primero hierba, luego espiga, después grano lleno en la espiga;
“y cuando el fruto está maduro, en seguida se mete la hoz, porque la siega ha llegado” (Marcos 4:26–29).
En esta parábola, el sembrador planta con fe y cosecha con gozo. Una vez terminada la siembra, simplemente se despierta un día para descubrir que las semillas ya se han desarrollado por completo y que bajo la influencia de la riqueza del suelo, el sol, la lluvia, el viento, el rocío, así como de otros factores que no puede manipular, las hojas brotan y se forma la espiga1.
El crecimiento espiritual
Esta parábola encierra una lección importante para aquellos de nosotros que somos maestros, tanto en el hogar como en la sala de clase de la Iglesia, o que tenemos algo que ver con la obra misional. La germinación y el pleno florecimiento de las semillas vivientes del Evangelio en el corazón y en la mente de aquellos a quienes enseñamos depende de factores sobre los que tal vez tengamos muy poco control. La decisión de si la persona meditará en las verdades del Evangelio y las aceptará corresponde, debido a cuestiones del albedrío del individuo, a aquellos a quienes enseñamos. Para que el testimonio de una persona crezca hasta producir fruto (la conversión), Dios tiene que ser la fuerza principal que impulsa nuestra cosecha. Bajo la influencia del Espíritu Santo, nosotros podemos participar en la instrucción de los que están creciendo y convirtiéndose en fructíferos. Nosotros, como sembradores autorizados, debemos entender y confiar en que el Evangelio restaurado de Jesucristo es una semilla viviente y que si lo enseñamos, la gracia de Dios acompañará a los que instruyamos, a medida que crezcan hasta la madurez espiritual y produzcan buenas obras. Entonces, nuestro regocijo será pleno el día de la cosecha.
Mientras servía como líder misional del Barrio Independencia, en Santiago, Chile, nos concentramos en invitar al Espíritu en la vida de los nuevos conversos. A partir de entonces, de ese barrio han salido algunos de los grandes líderes del sacerdocio de Chile: siete presidentes de estaca, dos presidentes de misión, dos representantes regionales, un miembro de una presidencia de templo y numerosos obispos.
¿Por qué fue la cosecha tan abundante? Se debió a lo fructífero del terreno y a que procedía de Dios. Por tanto, el gozo que siento tiene su origen en saber que “de suyo lleva fruto la tierra” (Marcos 4:28). Un himno favorito nos recuerda que cuando sembramos para el Maestro, no trabajamos solos. De hecho, cuando nos esforzamos por sembrar las preciosas semillas de las verdades del Evangelio, podemos tener la certeza de contar con ayuda divina:
Tú que ves nuestras flaquezas,
no retires tu sostén;
a tus ángeles encarga
la semilla atender
hasta ver rica cosecha,
una siega sin igual,
recogiendo de la siembra
la herencia celestial.2
El élder Wilfredo R. López es Setenta Autoridad de Área del Área Chile.