2003
Tres parábolas: La abeja imprudente, el Owl Express y Las dos lámparas
febrero de 2003


Clásicos del Evangelio

Tres parábolas: La abeja imprudente, el Owl Express y Las dos lámparas

El élder Talmage sirvió como apóstol durante 22 años y escribió dos libros para la Iglesia que aún se utilizan ampliamente: Jesús el Cristo y Artículos de Fe. Desde enero de 1914, el élder Talmage publicó también una serie de parábolas o relatos basados en sus experiencias personales y que enseñan principios del Evangelio. Las siguientes son tres de sus más selectas.

La parábola de la abeja imprudente

En ocasiones, las obligaciones del trabajo requieren una tranquilidad y reclusión que no me proporcionan ni mi cómodo despacho ni el agradable estudio de casa. Mi retiro favorito se halla en un cuarto superior de la torre de un gran edificio, bien alejado del ruido y de la confusión de las calles de la ciudad. El acceso al cuarto es bastante complejo, de manera que el lugar queda relativamente seguro contra los intrusos humanos; allí he pasado muchas horas placenteras y ajetreadas entre los libros y la pluma.

Sin embargo, no siempre carezco de visitas, especialmente en verano, pues a veces, cuando me encuentro sentado en aquel lugar con las ventanas abiertas, los insectos llegan volando y comparten el cuarto conmigo. Éstos, que se invitan a sí mismos, son bienvenidos. En más de una ocasión he dejado la pluma y, olvidada mi tarea he, observado con interés las actividades de estos visitantes alados, con la idea de que el tiempo así empleado no ha sido en vano, pues ¿acaso una mariposa, un escarabajo o una abeja no pueden ser portadores de lecciones para el alumno receptivo?

Una vez entró al cuarto una abeja salvaje procedente de las colinas cercanas, y a ratos, durante una hora o más, oía el agradable zumbido de su vuelo. Esta pequeña criatura cayó en la cuenta de que era prisionera, sin embargo, todos sus esfuerzos por hallar la salida a través de la pequeña abertura de la ventanilla fracasaron. Cuando estuve listo para cerrar el cuarto e irme, abrí la ventana de par en par e intenté en primer lugar guiar y luego forzar a la abeja hacia la libertad y la seguridad, sabiendo que si se quedaba en el cuarto, moriría como los demás insectos así atrapados habían muerto en el seco ambiente del recinto; pero cuanto más intentaba echarla, con mayor determinación se oponía y se resistía a mis esfuerzos. Su anteriormente agradable zumbido se convirtió en un rugido furioso y su rápido vuelo se tornó amenazante y hostil.

Fue entonces que me tomó desprevenido y me picó en la mano, la mano que la habría guiado a la libertad. Finalmente se posó en un colgante unido al techo, lejos de donde podía llegar para ayudarla o lastimarla. El agudo dolor del poco amable aguijón provocó en mí más lástima que ira. Conocía la pena inevitable de su errada oposición y desafío, y tuve que abandonar la criatura a su destino. Tres días más tarde, regresé al cuarto y hallé sobre el escritorio el cuerpo seco y sin vida de la abeja. Su vida había sido el precio de su terquedad.

Para la abeja falta de visión y su egoísta malentendido, yo era un enemigo, un perseguidor persistente, un enemigo mortal lanzado a su destrucción; mientras que en realidad era su amigo, un amigo que le ofrecía la forma de salvar la vida que ella había perdido debido a su propio error; que se esforzaba por redimirla, a pesar de sí misma, de la cárcel y de la muerte y restaurarla al aire exterior de la libertad.

¿Somos nosotros mucho más sabios que la abeja como para que no exista analogía entre su vuelo imprudente y nuestra vida? Somos propensos a contender, a veces con vehemencia e ira, contra la adversidad que, después de todo, podría ser la manifestación de una sabiduría superior y de un cuidado amoroso, dirigidos contra nuestra comodidad temporaria pero en beneficio de nuestra bendición permanente. En las tribulaciones y los padecimientos de la vida terrenal existe un ministerio divino que sólo el alma que no cree en Dios no puede llegar a discernir por completo. Para muchos, la pérdida de la riqueza ha sido un gran favor, un medio providencial para conducirlos desde los confines de la autosatisfacción hasta la luz de un nuevo día, donde oportunidades sin límite aguardan al que se esfuerza. La decepción, el pesar y la aflicción pueden ser la manifestación de la bondad de un Padre omnisciente.

¡Piensen en la lección de la abeja imprudente!

“Fíate de Jehová de todo tu corazón, y no te apoyes en tu propia prudencia. Reconócelo en todos tus caminos, y él enderezará tus veredas” (Proverbios 3:5–6).

La parábola del Owl Express

Durante mi época universitaria, yo pertenecía a una clase de estudiantes que teníamos asignados trabajos de campo como parte de nuestra asignatura de geología, la ciencia que trata sobre la tierra en todas sus variedades, aspectos y fases, pero más concretamente sobre las rocas que la componen y los rasgos estructurales que ellas presentan, los cambios que les han sobrevenido y que les sobrevienen… la ciencia de los mundos.

Una asignación concreta nos mantuvo en el campo durante muchos días. Habíamos atravesado, examinado y trazado muchos kilómetros de tierras altas y bajas, valles y cerros, montañas altas y desfiladeros de cañones. Cuando el tiempo asignado para nuestra investigación llegaba a su fin, nos sorprendió una violenta ventisca, seguida de una fuerte nevada, fuera de temporada y completamente inesperada, a pesar de lo cual aumentó en intensidad, con lo que corríamos el peligro de tener que quedarnos atrapados en las montañas debido a la nieve. La tormenta arreció mientras descendíamos una larga y escarpada ladera a varios kilómetros de la pequeña estación de ferrocarril en la que esperábamos poder tomar [un] tren esa noche para llegar a casa. Con gran esfuerzo llegamos a la estación, ya bien entrada la noche, mientras aún rugía la tormenta. Sufríamos a consecuencia del intenso frío, debido al viento congelado y a la azotadora nieve; y por si eso fuera poco, se nos comunicó que el tren que esperábamos se había detenido debido a la acumulación de nieve a pocos kilómetros de la pequeña estación en la que aguardábamos.

…El tren que esperábamos con tanta expectación y esperanza era el Owl Express , un rápido tren nocturno que comunicaba grandes ciudades. Su horario le permitía efectuar paradas sólo en unas cuantas estaciones pequeñas, las más importantes, pero nosotros sabíamos que tenía que detenerse en este puesto tan insignificante para llenar la reserva de agua de la locomotora.

Bien pasada la medianoche, el tren llegó en medio de un terrible torbellino de viento y nieve. Yo me quedé detrás de mis compañeros mientras ellos se apresuraban a subir a bordo, pues sentí curiosidad por el ingeniero, quien durante la breve parada, mientras su ayudante atendía a la carga del agua, estaba atareado con la caldera, engrasando algunas partes, ajustando otras y en general inspeccionando la renqueante locomotora. Me atreví a hablarle, a pesar de lo ocupado que estaba, y le pregunté cómo se sentía en una noche como esa —tan salvaje, extraña y furiosa—, cuando parecía que se habían desatado los poderes de la destrucción, andando a sus anchas, descontrolados, mientras aullaba la tormenta y el peligro amenazaba desde todas partes. Pensé en la posibilidad —aun la probabilidad— de que hubiera acumulaciones de nieve o derrubios en las vías, en que los puentes pudieran verse afectados por la tormenta, o en masas de roca desprendidas de la montaña; pensé en éstos y en otros obstáculos posibles. Me di cuenta de que ante un accidente ocasionado por una obstrucción o por problemas en la vía, el ingeniero y el maquinista serían las personas más expuestas al peligro; una colisión violenta podría llegar a costarles la vida. Éstos y otros pensamientos expresé yo en un precipitado interrogatorio al atareado e impaciente ingeniero.

Su respuesta fue una lección que aún recuerdo. En efecto, dijo, aunque con frases sueltas y entrecortadas: “Mira la luz de la locomotora. ¿Acaso no ilumina las vías a una distancia de 90 metros o más? Todo lo que intento hacer es recorrer esos 90 metros de vía iluminada. Ese trecho lo puedo ver y durante esa distancia sé que hay vía libre y segura; además”, añadió con lo que, a través del torbellino y la tenue luz que la lámpara proyectaba sobre la rugiente noche, vi como una sonrisa graciosa en sus labios y un guiño en los ojos, “créeme, jamás he podido manejar esta vieja locomotora (¡Dios la bendiga!) tan rápido como para sobrepasar esos 90 metros de luz. ¡La luz de la locomotora siempre va delante de mí!”.

Mientras él se subía a la cabina, yo me apresuré a abordar el primer coche de viajeros, y al hundirme en el asiento acolchado, disfrutando enormemente del calor y de la comodidad, en pleno contraste de la furia de la noche, pensé profundamente en las palabras del sucio y grasiento ingeniero. Estaban llenas de fe, la fe que logra grandes cosas, la fe que genera valor y determinación, la fe que conduce a las obras. ¿Y si el ingeniero hubiera vacilado y cedido al miedo y al temor, y se hubiera negado a seguir adelante a causa de los peligros amenazantes? ¿Quién sabe qué obra se hubiera detenido, qué grandes planes se habrían anulado, qué comisiones de misericordia y socorro señaladas por Dios se habrían frustrado si el ingeniero se hubiera debilitado y acobardado?

¡Durante una corta distancia, la vía despejada por la tormenta aparecía iluminada, y durante ese espacio el ingeniero siguió adelante!

Probablemente no sepamos qué nos depararán los años venideros ni incluso los días y las horas más inmediatas; pero durante unos metros, o tal vez unos centímetros, la vía está despejada, nuestro deber es claro y el camino está iluminado. ¡Avancemos durante esa corta distancia, durante el paso siguiente, iluminados por la inspiración de Dios!

La parábola de las dos lámparas

Entre las cosas materiales del pasado, cosas que atesoro por sus dulces recuerdos o porque traen a la memoria agradables amistades del ayer, se encuentra una lámpara…

La lámpara a la que me refiero, la lámpara de estudiante de mis días de escuela y de universidad, era única en su clase. La había adquirido con unos ahorros por los que trabajé duramente y la contaba entre mis más preciadas posesiones…

Una noche de verano, me hallaba sentado meditando intensa pero apaciblemente al aire libre, fuera de la puerta del cuarto en el que me alojaba y estudiaba, cuando se acercó un extraño que llevaba una mochila. Era afable y ameno; saqué otra silla del interior y charlamos juntos hasta que la tenue luz se convirtió en penumbra, y ésta en oscuridad.

Entonces me dijo: “Usted es estudiante y sin duda alguna trabaja mucho por la noche. ¿Qué tipo de lámpara utiliza?”. Y sin aguardar la respuesta, prosiguió: “Yo dispongo de un tipo superior de lámpara que me gustaría mostrarle, una lámpara diseñada y construida según los últimos logros de la ciencia, mucho más sobresaliente que nada de lo hasta ahora fabricado para generar luz artificial”.

Yo respondí con confianza, y confieso que con cierto júbilo: “Amigo mío, tengo una lámpara que ha sido probada y verificada. Ha sido mi compañera durante muchas noches largas. Se trata de una lámpara de la marca Argand , una de las mejores. Hoy mismo he repasado la mecha y la he limpiado; está lista para ser encendida. Pase adentro y le mostraré mi lámpara, y después podrá decirme si es posible que la suya sea mejor”.

Entramos en mi cuarto de estudio y con un sentimiento que considero semejante al del atleta que está a punto de competir con un rival al que considera muy inferior, encendí mi bien cuidada Argand con un fósforo.

Mi visitante fue efusivo en sus alabanzas. Era la mejor lámpara de su clase, dijo. Aseguró no haber visto anteriormente una lámpara en mejor estado. Subió y bajó la mecha y declaró que estaba perfectamente ajustada. Afirmó que jamás se había dado cuenta anteriormente de lo satisfactoria que podía ser una lámpara de estudiante.

Me gustaba aquel hombre; parecía ser sabio y ciertamente era muy halagador. “Si me quieres a mí, has de querer a mi lámpara”, me dije a mí mismo, parafraseando una expresión habitual de aquel entonces.

“Ahora”, dijo él, “con su permiso, encenderé mi lámpara”. Sacó de la mochila una lámpara conocida como Rochester , la cual tenía un tubo que, comparado con el de la mía, era como la chimenea de una fábrica al lado de la de una casita. Su mecha hueca era tan ancha que cabían mis cuatro dedos. Su luz brillaba hasta el rincón más remoto del cuarto, haciendo que la luz de mi Argand pareciera amarillenta y pálida. Hasta ese momento de demostración tan convincente, no me había dado cuenta de la gran oscuridad en la que había vivido y trabajado, estudiado y luchado.

“Le compro la lámpara”, dije. “No hace falta explicarme ni extenderse más”. Esa misma noche llevé mi nueva adquisición al laboratorio y medí su capacidad: más de 48 candelas, cuatro veces más que la intensidad de mi lámpara de estudiante.

Dos días después, me encontré en la calle con el vendedor de lámparas a eso del mediodía. A mi pregunta respondió que el negocio iba bien, que la demanda de lámparas era mayor que el suministro de la fábrica. “Pero, ¿no trabaja hoy?”, dije. Su respuesta me enseñó una gran lección “¿Me cree tan tonto como para ir por ahí vendiendo lámparas a plena luz del día? ¿Me habría comprado una lámpara si la hubiera encendido con todo este sol? Escogí el momento adecuado para mostrar la superioridad de mi lámpara sobre la suya, y usted estuvo dispuesto a comprar la mejor cuando se la ofrecí, ¿cierto?”.

Ésa es la historia. Consideren ahora la aplicación de una parte muy pequeña de la misma.

“Así alumbre vuestra luz delante de los hombres, para que vean vuestras buenas obras, y glorifiquen a vuestro Padre que está en los cielos” [Mateo 5:16]

El hombre que me vendió la lámpara no menospreció la mía. Puso la luz mayor al lado de mi débil llama y yo me apresuré a comprar la mejor.

Hoy día, los siervos misioneros de la Iglesia de Jesucristo son enviados, no a asediar ni a ridiculizar las creencias de los hombres, sino a mostrar al mundo una luz superior por medio de la cual la penumbra de las llamas vacilantes de los credos de los hombres queda obvia. La obra de la Iglesia es constructiva, no destructiva.

En cuanto al sentido más amplio de la parábola, el que tiene ojos, vea; y el que tiene corazón, entienda.

Publicado en Improvement Era, septiembre de 1914, págs. 1008–1009; enero de 1914, págs. 256–258; julio de 1914, págs. 807–809.