Me cuidarás bien
Al leer la nueva lista de hermanas que se me habían asignado como maestra visitante, vi el nombre de una nueva conversa de nuestro barrio. Me incomodaba llamar a alguien a quien no conocía, pero mi compañera y yo fijamos una cita con Jane para visitarla (se han alterado los nombres). Llegamos esa mañana e hicimos una oración rápida antes de acercarnos a la puerta. Encontramos a Jane y a sus tres hijos pequeños esperándonos.
A medida que estrechábamos lazos con Jane en nuestras visitas mensuales, también procurábamos conocer a sus hijos. Los dos más pequeños se sentaban junto a mi compañera y yo, y les leíamos libros y jugábamos con ellos. Pero Alex, el mayor de ellos, de cuatro años, no se mostraba tan ansioso de abrirle los brazos a las visitantes frecuentes de su madre. Era independiente y no se decidía a dejarnos ser sus amigas.
Hacía un año que visitaba a Jane como maestra visitante cuando recibí una llamada en la que supe que la casa de Jane se había incendiado. Mi esposo y yo sentimos que debíamos tomar unas galletitas saladas, botellas de agua y autos de juguete e ir rápido para ver cómo podíamos ayudar. Nos encontramos a Jane de pie en la acera de enfrente de su casa en llamas. El esposo de Jane se encontraba con los bomberos verificando el alcance de los daños, mientras Jane consolaba a sus tres hijos que lloraban agarrados de sus rodillas.
Cuando hablamos con ella, nos dijo que quería ir con su esposo, así que llevamos a sus dos hijos pequeños a nuestro vehículo. Tenían hambre y sed, y me sentí agradecida por la inspiración que recibimos del Espíritu Santo de llevar comida y agua. Pronto quedaron contentos, pero Alex, que todavía sollozaba, no quería soltar a su madre. Jane no podía llevarlo consigo y no sabía si ir con su esposo o consolar a su hijo.
La animé a que se fuera con su esposo y me incliné a preguntarle a Alex si podía tomarlo en brazos mientras su mamá iba a buscar a su papá. Para mi asombro, aceptó. Cuando lo tomé, puso la cabeza sobre mi hombro y le acaricié la espalda. Mientras Jane fue a buscar a su esposo, susurré palabras de consuelo al oído de Alex y pronto sentí que sollozaba menos y que su respiración se relajaba.
Mientras estábamos en la acera, Alex me dijo con una voz suave: “Me cuidarás bien, porque eres la maestra de mi mamá”.
En silencio, me cayeron lágrimas de los ojos al darme cuenta de que Alex comprendía que éramos importantes para su madre. Entendía que podía confiar en mí para que cuidara de él también porque yo era la maestra de su mamá.