2008
Hijas de Dios
Mayo de 2008


Hijas de Dios

No hay ninguna función en la vida más esencial ni más eterna que la de la maternidad.

Elder M. Russell Ballard

Hermanos y hermanas, hace poco que Barbara, mi esposa, tuvo cirugía en la espalda y no podía levantar peso, voltearse ni doblarse; en consecuencia, yo he levantado peso, me he volteado y me he doblado más que nunca y eso me ha hecho apreciar más lo que las mujeres, en especial las madres, llevan a cabo a diario en nuestros hogares.

Aun cuando las mujeres viven en circunstancias diferentes en su hogar —casadas, solteras, viudas o divorciadas, algunas con hijos y otras sin ellos— todas son amadas por Dios y Él tiene un plan para que Sus hijas justas reciban las bendiciones más elevadas de la eternidad.

Esta tarde quiero centrar mis palabras principalmente en las madres y, en particular, en las madres jóvenes.

Mientras era joven y siendo ya padre, me di cuenta de lo exigente que es la función de la maternidad. Presté servicio primero como consejero y después como obispo durante un período de diez años y, en el transcurso de ese tiempo, fuimos bendecidos con seis de nuestros siete hijos. Cuando llegaba a casa el domingo al atardecer, encontraba a Barbara exhausta; ella trataba de explicarme cómo era estar sentada con nuestra familia de hijos pequeños en el banco de atrás en la reunión sacramental. Luego llegó el día en que me relevaron; después de haberme sentado en el estrado durante diez años, pasé a sentarme con mi familia en aquel banco de atrás.

El coro de madres del barrio iba a cantar, por lo que me quedé solo, sentado con nuestros seis hijos. Jamás he estado tan ocupado en toda mi vida; tenía títeres moviéndose en ambas manos, pero eso no daba muy buen resultado; las galletitas se cayeron, y eso me hizo avergonzar. Los libros de colorear no parecían entretenerlos tan bien como se suponía.

Después de una lucha que duró hasta el fin de la reunión, volteé a ver a Barbara; estaba mirándome y sonriendo. Aquel domingo llegué a apreciar más plenamente lo que todas ustedes, queridas madres, hacen tan bien y tan fielmente.

Pasada una generación, como abuelo, he observado los sacrificios que han hecho mis hijas para criar a sus hijos. Y aun ahora, una generación después, observo asombrado la presión que soportan mis nietas al guiar a sus hijos en este mundo tan ocupado y exigente.

Después de observar a tres generaciones de madres y sentir empatía hacia ellas, y al pensar en mi querida madre, sé con certeza que no hay ninguna función en la vida más esencial ni más eterna que la de la maternidad.

No existe una sola manera perfecta de ser una buena madre; cada situación es única; cada madre tiene desafíos diferentes, capacidad y habilidades diferentes y, ciertamente, hijos diferentes. Para cada madre y cada familia las opciones son distintas y únicas. Muchas mujeres pueden ser “madres de tiempo completo”, al menos durante los años formativos de los hijos, y muchas otras quisieran serlo. Algunas tienen que trabajar a tiempo completo o a medio tiempo; algunas trabajan en la casa; otras dividen su vida en períodos para el hogar y la familia y períodos de trabajo. Lo realmente importante es que la madre ame profundamente a sus hijos y que, de acuerdo con la devoción que tenga hacia Dios y hacia el esposo, les dé prioridad a ellos sobre todo lo demás.

Me ha impresionado ver la infinidad de madres que han aprendido lo importante que es concentrarse en las cosas que sólo se pueden hacer en una época particular de la vida. Si un hijo vive con sus padres dieciocho o diecinueve años, ese período no es sino un cuarto de la vida de los padres. Y los años más formativos, los primeros en la vida de un niño, representan menos de un décimo del período normal de vida. Es esencial que nos concentremos en nuestros hijos durante el corto tiempo que los tenemos con nosotros y que procuremos, con la ayuda del Señor, enseñarles todo lo que podamos antes de que se vayan de casa; esa labor eternamente importante recae en madres y padres como compañeros iguales. Estoy agradecido de que en la actualidad muchos padres participan más en el cuidado de los hijos; sin embargo, creo que la intuición de la madre y la intensa participación que tenga en la crianza de sus hijos siempre será una de las claves principales del bienestar de éstos. Según las palabras de La proclamación sobre la familia: “La responsabilidad primordial de la madre es criar a los hijos” (“La familia: Una proclamación para el mundo”, Liahona, octubre de 2004, pág. 49).

Debemos recordar lo difícil que puede ser la total dedicación a la maternidad y el poner a los hijos en primer lugar. A través de mi propia experiencia con nuestra familia de cuatro generaciones, y también por conversaciones que he tenido con madres de niños pequeños por toda la Iglesia, conozco algo de las emociones de una madre que son inherentes a su compromiso de estar en el hogar con niños pequeños. Hay momentos de gran gozo y de increíble satisfacción, pero también los hay de una sensación de ineptitud, de monotonía y frustración. La madre puede pensar que recibe muy poco o ningún aprecio por la decisión que ha tomado. A veces parece que ni el marido tiene idea de las exigencias que enfrenta la esposa.

En la Iglesia tenemos enorme respeto y gratitud hacia ustedes, las madres de niños pequeños. Queremos que sean felices y que tengan éxito con su familia, y que reciban la estima y el apoyo que necesitan y merecen. Así que hoy permítanme hacer cuatro preguntas y contestarlas brevemente. Aunque mis respuestas puedan parecer sumamente sencillas, si se atiende a las cosas sencillas, la vida de una madre puede ser muy gratificante.

La primera pregunta es: ¿Qué pueden hacer ustedes, como madres jóvenes, para reducir la presión y disfrutar más de su familia?

Primero, reconozcan que el gozo de la maternidad viene en ciertos momentos. Habrá períodos difíciles y períodos frustrantes; pero en medio de los problemas, hay luminosos momentos de gozo y satisfacción.

La autora Anna Quindlen nos recuerda que no debemos apresurarnos al vivir esos momentos fugaces. Ella dijo: “El error más grande que cometí [como madre] es el que la mayoría de nosotros cometemos… No viví bastante en el momento. Eso es particularmente claro para mí ahora que el momento se ha ido y ha quedado captado solamente en fotografías. Hay una foto de mis tres hijos, de uno, cuatro y seis años, sentados en el césped sobre una manta a la sombra de unos columpios en un día de verano. Desearía poder recordar lo que comimos, lo que hablamos, las voces y el aspecto que tenían cuando se durmieron esa noche; desearía no haber estado tan apurada por pasar a lo siguiente: la cena, el baño, el libro y la cama. Desearía haber atesorado un poco más el hecho y un poco menos el afán de hacerlo” (Loud and Clear, 2004, págs. 10–11).

Segundo, no se excedan al programar sus días para ustedes ni para sus hijos. Vivimos en un mundo lleno de opciones; si no tenemos cuidado, cada minuto estará repleto de eventos sociales, clases, ejercicios, clubes de libros, álbumes de recortes, llamamientos de la Iglesia, música, deportes, internet y programas favoritos de televisión. Una madre me dijo que en una época sus hijos tenían 29 compromisos programados por semana: lecciones de música, scouts, baile, béisbol, campamentos diurnos, fútbol, arte, etc.; ella se sentía como conductor de taxi. Al fin, convocó a una reunión de familia y anunció: “Hay que dejar algo de lado; no tenemos tiempo para nosotros, ni para dedicarlo los unos a los otros”. Las familias necesitan tiempo libre en el que se profundicen las relaciones y en el que los padres puedan actuar como tales. Dense tiempo para escuchar, reír y jugar juntos.

Tercero, al mismo tiempo que traten de poner fin al exceso de actividades, hermanas, tomen tiempo para dedicarse a ustedes mismas, para cultivar sus dones e intereses. Elijan una o dos cosas que les gustaría aprender o hacer, algo que mejore su vida, y háganse tiempo para hacerlas. No se puede sacar agua de un pozo vacío, y si no apartan unos momentos para renovarse, tendrán cada vez menos para dar a los demás, incluso a sus hijos. Eviten el abuso de cualquier tipo de substancia pensando erróneamente que les ayudará a lograr más; y no se permitan la pérdida de tiempo en cosas que adormecen la mente como mirar telenovelas o navegar en internet. Vuélvanse al Señor con fe, y sabrán lo que deben hacer y cómo hacerlo.

Cuarto, oren, estudien y enseñen el Evangelio. Oren fervientemente sobre sus hijos y sobre su función de madres. Los padres pueden ofrecer un tipo especial y maravilloso de oración, porque oran al Padre Eterno de todos nosotros. Una oración en la que se diga básicamente: “Somos padres, mayordomos de Tus hijos, Padre; te rogamos que nos ayudes a criarlos como Tú lo harías”, lleva en sí una fuerza extraordinaria.

La segunda pregunta es: ¿Qué más puede hacer el esposo para apoyar a su esposa, la madre de sus hijos?

Primero, demuestren más aprecio y den mayor valor a lo que su esposa hace diariamente. Presten atención a lo que sucede y digan “gracias” con frecuencia. Programen algunos ratos para pasar juntos por la noche, los dos solos.

Segundo, dediquen tiempo con regularidad para hablar con su esposa sobre las necesidades de cada uno de los hijos y de lo que puedan hacer ustedes para ayudar.

Tercero, den a su esposa de vez en cuando un “día libre”. Encárguense de la casa y denle a ella un descanso de sus responsabilidades diarias. El hacerlo por un rato aumentará considerablemente su aprecio por lo que su esposa hace día tras día. ¡Tal vez hasta tengan que levantar peso, voltearse y doblarse bastante!

Cuarto, al regresar a casa del trabajo, tengan una participación activa con su familia; que el trabajo, los amigos y los deportes no tengan mayor prioridad que escuchar a sus hijos, jugar con ellos y enseñarles.

La tercera pregunta es: ¿Qué pueden hacer los niños, incluso los pequeños? Ahora niños, por favor escúchenme porque hay algunas cosas sencillas que pueden hacer para ayudar a su mamá.

Pueden recoger los juguetes al terminar de jugar; y cuando sean un poquito mayores, pueden tender la cama, ayudar con los platos y otras tareas, y hacerlas sin que se les pida.

Pueden decir “gracias” más seguido al terminar una comida deliciosa, cuando se les lea un cuento antes de dormir o al ver que tienen ropa limpia en los cajones.

Y, sobre todo, pueden abrazar seguido a su mamá y decirle cuánto la quieren.

La última pregunta es: ¿Qué puede hacer la Iglesia?

La Iglesia tiene mucho para ofrecer a las madres y a las familias, pero para lo que me he propuesto decir hoy, sugiero que el obispado y los miembros del consejo del barrio sean particularmente observadores y considerados con el tiempo y las exigencias de las madres jóvenes y su familia. Conózcanlas y sean prudentes en lo que les pidan que hagan en esta época de su vida. El consejo de Alma a su hijo Helamán se aplica a nosotros actualmente: “…he aquí, te digo que por medio de cosas pequeñas y sencillas se realizan grandes cosas” (Alma 37:6).

Espero que ninguna de ustedes, queridas hermanas, casadas o solteras, se pregunte alguna vez si tiene valor a la vista del Señor y de los líderes de la Iglesia. Las queremos, las respetamos y apreciamos la influencia que tienen en preservar la familia y en contribuir al progreso y a la vitalidad espiritual de la Iglesia. Recordemos que “la familia es la parte central del plan del Creador para el destino eterno de Sus hijos” (“La familia: Una proclamación para el mundo”). Las Escrituras y las enseñanzas de los profetas y apóstoles ayudan a todos los miembros de la familia a prepararse juntos desde ahora para estar juntos por toda la eternidad. Ruego que Dios bendiga continuamente a las mujeres de la Iglesia para que encuentren gozo y felicidad en sus sagradas funciones como hijas de Dios.

Ahora, para terminar, quiero agregar mi testimonio del llamamiento profético del presidente Monson. Lo he conocido desde que él tenía veintidós años y yo veintiuno. Durante cincuenta y ocho años he observado cómo lo ha preparado la mano del Señor para este día, para que presida la Iglesia como nuestro Profeta y Presidente. Y agrego también mi testimonio a todos los otros que se han dado en esta conferencia de su llamamiento especial como Presidente de la Iglesia, así como mi testimonio de que Jesús es el Cristo y que ésta es Su Iglesia. Estamos embarcados en Su obra, de lo cual testifico en el nombre de Jesucristo. Amén.