Mi oración en un corral
Debido a una sequía, mi esposo John y yo teníamos que vender la carne de nuestro ganado a un precio inferior al valor real o sacar al ganado de la región Melba Valley, en el sudoeste de Idaho, E.U.A. Afortunadamente, John encontró en la granja familiar de un primo unas tierras donde el ganado podría pasar el verano; la granja quedaba en la zona de Preston, a unos quinientos kilómetros de distancia.
Arreglamos con un transportista para que llevara las cuarenta cabezas de ganado en un solo viaje, pero a él no le agradó el mal estado del camino rural que conducía hasta el pastadero, el cual todavía estaba a treinta kilómetros de distancia. Para nuestra desilusión, descargó el ganado en unos corrales cercanos; de modo que nos encontrábamos en esa situación, a altas horas del día, con cuarenta cabezas de ganado para transportar y sin medios para hacerlo.
John detuvo a un granjero del lugar, le explicó nuestra complicada situación y le pidió ayuda. Minutos más tarde, el obispo Steve Meeks y su joven hijo nos siguieron hasta los corrales para ver qué se podía hacer.
El ganado estaba inquieto; al ver una sección quebrada del cerco, corrieron hacia ella en busca de libertad. Todo el ganado saltó el cerco hacia el corral, excepto una vaca que estuvo a punto de pasar por completo, pero una de las patas traseras se le resbaló entre dos tablas, por lo que quedó colgando precariamente del mismo, tocando muy apenas el suelo con una de las patas delanteras; con la otra pata trasera pateaba frenéticamente para tratar de soltarse.
Para liberarla, se necesitaría una máquina con la cual levantarla. Si se le quebraba una pata, tendríamos que matarla; y el perder una vaca implicaría un considerable golpe económico para nosotros.
La vaca pesaba más de cuatrocientos cincuenta kilos y no podíamos acercarnos a ella ni ayudarla en caso de que pudiésemos acercarnos. La confusión había puesto nervioso al resto del ganado.
Me parecía que no había nada que pudiéramos hacer, pero en ese momento recordé el consejo de Amulek, en el Libro de Mormón: “Clamad a él cuando estéis en vuestros campos, sí, por todos vuestros rebaños” (Alma 34:20). Me aparté del resto de los demás, me arrodillé y oré con toda la sinceridad de mi corazón. Hacia el final de mi súplica, rogué: “Padre Celestial, por favor ayuda a la vaca”.
Regresé al corral, pensando todavía en la oración. El ganado ya se había tranquilizado un poco, incluso la vaca que estaba en el cerco.
De pronto, el más grande de los animales que andaban amontonados por allí se separó del resto de la manada; resistiendo nuestros esfuerzos para hacer que volviera a su lugar, caminó hacia la vaca que se había quedado colgada. Bajando la cabeza, se dejó caer sobre las rodillas, se colocó a la fuerza debajo de la vaca atascada y lentamente, tambaleante, se puso de pie; levantó en vilo a la vaca y luego la bajó. ¡La vaca quedó en libertad! Una grúa no hubiera podido hacerlo tan bien.
Cuando las dos vacas corrieron hacia la manada, el obispo Meeks miraba y no podía creer lo que acababa de presenciar. Me corrían las lágrimas al susurrar “Gracias, Padre Celestial”.
Cualquier persona que conozca a las vacas dirá que no razonan. Sin embargo, hay una explicación para este incidente: el Padre Celestial oye y contesta las oraciones; Él contestó la mía, en un corral de Preston, Idaho.