En defensa de Caleb
“Tened presente… la bondad fraternal” (D. y C. 4:6).
El día comenzó como cualquier otro día en la escuela. Nuestra maestra, la señorita Blackstock, estaba escribiendo en la pizarra y yo, en mi banco, tenía la cabeza en las nubes. Entonces, la directora entró con un niño que yo nunca había visto. La directora le susurró algo al oído a la señorita Blackstock y todos hicieron silencio para tratar de escuchar.
El niño estaba de pie enfrente del salón mientras los otros niños y niñas lo miraban. La camisa desteñida de tela escocesa le quedaba suelta, y en los pantalones tenía un agujero a la altura de la rodilla. Con los hombros caídos, metió las manos firmemente en los bolsillos y se quedó mirando el suelo.
Cuando la directora se fue, la señorita Blackstock dijo: “Niños, les quiero presentar a Caleb Sanders. Hace poco se mudó aquí y viene de Montana. ¡Eso queda muy lejos de aquí! Caleb, puedes sentarte en el asiento que está junto a Luke”.
Ella señaló el asiento que se encontraba junto al mío y la clase se quedó mirando mientras Caleb caminaba, nervioso, por el pasillo. Cuando la señorita Blackstock volvió a la pizarra, el salón se llenó de susurros. Algunos de los niños estaban diciendo cosas hirientes sobre la forma en que Caleb estaba vestido.
“¡Miren que botas más extrañas!”, dijo alguien.
“¡Con ellas podría subir el Himalaya!”, agregó otro niño.
Dirigí la mirada hacia Caleb, pero estaba allí sentado, con la vista clavada en la página en blanco de su cuaderno y agarrando el lápiz bien fuerte. Me di cuenta de que él los debió haber oído, porque lo vi moverse incómodo en su asiento. Después, un par de niños se rieron tan fuertemente en tono de burla que la señorita Blackstock dejó de escribir.
“Veo que todos están ansiosos por hablar con Caleb, así que pidámosle que pase al frente y nos cuente un poco de él”, dijo.
La clase hizo silencio y se quedó mirando a Caleb. Yo sentía lástima por él. El niño que estaba sentado detrás de él pateó la parte de atrás de la silla de Caleb y dijo, de manera grosera: “¡Ve, muchacho montañés!”.
Caleb se dirigió lentamente hacia el frente de la clase; el cabello le cubría parte de los ojos y las botas dejaban marcas en el piso cuando caminaba. Los niños que estaban a su alrededor volvieron a reírse burlonamente. Sabía que la señorita Blackstock estaba tratando de ayudar, pero yo temía que sólo empeorara las cosas.
Un niño levantó la mano y preguntó: “¿Dónde vivías en Montana?, ¿debajo de una piedra?”.
La clase estalló en carcajadas.
La niña que se encontraba en la primera fila preguntó: “¿En Montana todos se visten como tú?”.
Sentía que la cara se me enrojecía a medida que el enojo crecía en mi interior. Si nadie ponía fin a esa situación, sabía que Caleb sería un marginado por el resto del año escolar; pero si yo lo defendía, los niños quizá también se reirían de mí.
Entonces recordé lo que mi madrastra me dijo cuando intenté ingresar en el equipo de fútbol. Me contó de David, del Antiguo Testamento. David era el menor de todos sus hermanos, pero el Señor lo eligió a él para ser rey. No importaba su apariencia. A veces las personas juzgan a otros por su apariencia, pero el Señor mira el corazón.
Sabía que Caleb necesitaba ayuda, así que levanté la mano. La señorita Blackstock me dio la palabra. Caleb no levantó la mirada; probablemente pensaba que yo también me burlaría de él.
“He oído que hay parques muy lindos en Montana y que tienen senderos muy buenos para hacer caminatas. ¿Cómo son?”, pregunté.
La clase se calmó. Sentí que la cara se me volvía a poner colorada, pero Caleb sonrió. Me daba cuenta de que se sentía aliviado por tener la oportunidad de responder a una pregunta amable. Con voz suave, comenzó a hablar.
Nos contó que su familia había vivido en una granja grande en Montana y que incluso él había tenido un caballo. Nos contó acerca de su sendero preferido del parque nacional Glacier y acerca de cómo había encontrado un oso de verdad. A medida que contaba más y más acerca de su hogar, el resto de los niños comenzó a hacer preguntas acerca del oso, de las caminatas y de la escalada de rocas.
Al salir de la escuela, no estaba segura si alguien querría sentarse a mi lado en el autobús. Agarré mi mochila y me quedé mirando por la ventana del autobús. De repente, sentí que me daban una palmada en el hombro. Era Caleb.
“¿Me puedo sentar aquí?”, preguntó tímidamente.
“¡Por supuesto!”, dije, al mismo tiempo que me corría para dejarle lugar.
Nunca me hubiera imaginado cómo terminaría aquel día. Me alegro por haber tenido la valentía de ser buena con Caleb. Ahora él tiene muchos amigos, y me enorgullece ser contada entre ellos.