¿Por qué efectuamos bautismos por los muertos?
Tomado de un discurso de la conferencia general de octubre de 2000.
Los teólogos cristianos han lidiado largo tiempo con el interrogante: “¿Cuál es el destino de los millones de personas que han vivido y muerto sin ningún conocimiento de Jesús?”. Con la restauración del evangelio de Jesucristo llegó el conocimiento de que los muertos que no fueron bautizados son redimidos y de que Dios es “un Dios perfecto, justo y misericordioso también” (Alma 42:15).
Cuando Jesús aún vivía en la tierra, profetizó que Él también predicaría a los muertos. Pedro nos dice que eso ocurrió en el intervalo que hubo entre la crucifixión y la resurrección del Salvador (véase 1 Pedro 3:18–19). El presidente Joseph F. Smith (1838–1918) vio en visión que el Salvador visitó el mundo de los espíritus y que “organizó sus fuerzas y nombró mensajeros de entre los [espíritus] justos, investidos con poder y autoridad, y los comisionó para que fueran y llevaran la luz del evangelio a los que se hallaban en tinieblas…
“A ellos se les enseñó la fe en Dios, el arrepentimiento del pecado, el bautismo vicario para la remisión de los pecados, [y] el don del Espíritu Santo por la imposición de las manos” (D. y C. 138:30, 33).
La doctrina de que los vivientes pueden proporcionar vicariamente el bautismo y otras ordenanzas esenciales a los muertos fue revelada de nuevo al profeta José Smith (véase D. y C. 124; 128; 132). Él llegó a saber que a los espíritus que esperan la resurrección no sólo se les ofrece la salvación individual, sino que pueden ser unidos en el cielo como marido y mujer y ser sellados a sus padres y madres de todas las generaciones pasadas, y tener sellados a ellos a sus hijos de todas las generaciones futuras. El Señor reveló al Profeta que esos ritos sagrados sólo se efectúan apropiadamente en una casa edificada a Su nombre, un lugar santo: un templo (véase D. y C. 124:29–36).
El principio del servicio vicario no debiera parecerle extraño a ningún cristiano. En el bautismo que se efectúa para una persona viviente, el oficiante actúa, como representante, en lugar del Salvador. ¿Y no es acaso el principio central de nuestra fe que el sacrificio de Cristo expía nuestros pecados al satisfacer vicariamente las demandas de la justicia por nosotros? Como ha dicho el presidente Gordon B. Hinckley (1910–2008): “Creo que la obra vicaria por los muertos se aproxima más al sacrificio vicario del Salvador mismo que ninguna otra obra de la que tenga conocimiento. Se realiza con amor, sin la esperanza de recibir compensación o pago de ninguna clase. Qué principio tan glorioso”1.
Algunos han interpretado mal y han supuesto que las almas difuntas “son bautizadas en la fe mormona sin el conocimiento de ellas”2. Presuponen que de algún modo tenemos poder para forzar a un alma en asuntos de fe. Desde luego, no lo tenemos. Dios dio al hombre el albedrío desde el principio. La Iglesia no los anota en sus listas ni los cuenta en su número de miembros.
Nuestro anhelo por redimir a los muertos, así como el tiempo y los recursos que invertimos en ese cometido, son, sobre todo, la expresión de nuestro testimonio con respecto a Jesucristo y constituye una afirmación tan poderosa como la que podemos hacer acerca de Su divino carácter y misión. Testifica, primero, de la resurrección de Cristo; segundo, del alcance infinito de Su expiación; tercero, de que Él es la única fuente de la salvación; cuarto, que Él ha establecido las condiciones de la salvación; y, quinto, que Él vendrá otra vez.
El poder de la resurrección de Cristo
En cuanto a la resurrección, Pablo preguntó: “De otro modo, ¿qué harán los que se bautizan por los muertos, si en ninguna manera los muertos resucitan? ¿Por qué, pues, se bautizan por los muertos?” (1 Corintios 15:29). Nos bautizamos por los muertos porque sabemos que resucitarán. “El alma será restaurada al cuerpo, y el cuerpo al alma; sí, y todo miembro y coyuntura serán restablecidos a su cuerpo; sí, ni un cabello de la cabeza se perderá, sino que todo será restablecido a su propia y perfecta forma” (Alma 40:23). “Porque Cristo para esto murió y resucitó, y volvió a vivir, para ser Señor así de los muertos como de los que viven” (Romanos 14:9).
Es excepcionalmente importante lo que hacemos en relación con los que nos han antecedido puesto que ellos viven en la actualidad como espíritus y vivirán otra vez como almas inmortales, y ello, gracias a Jesucristo. Creemos las palabras de Él cuando dijo: “Yo soy la resurrección y la vida; el que cree en mí, aunque esté muerto, vivirá” (Juan 11:25). Con los bautismos que efectuamos por los muertos, testificamos que “así como en Adán todos mueren, también en Cristo todos serán vivificados…
“Porque preciso es que él reine hasta que haya puesto a todos sus enemigos debajo de sus pies.
“Y el postrer enemigo que será destruido es la muerte” (1 Corintios 15:22, 25–26).
Jesucristo, la única fuente de la salvación
Nuestro afán por asegurarnos de que a nuestros parientes fallecidos se les ofrezca el bautismo en el nombre de Jesucristo es un testimonio del hecho de que Jesucristo es “el camino, y la verdad, y la vida” y de que “nadie viene al Padre, sino por [Él] (Juan 14:6). Algunos cristianos contemporáneos, preocupados por las muchas personas que han muerto sin un conocimiento de Jesucristo, han comenzado a preguntarse si de verdad habrá sólo “un Señor, una fe, un bautismo” (Efesios 4:5). Dicen que creer que Jesús es el único salvador es arrogante, de mentalidad estrecha e intolerante. Pero nosotros afirmamos que eso es un dilema falso. No hay injusticia en que no haya sino Uno por medio de quien viene la salvación cuando ese Ser único y Su salvación se ofrecen a toda alma, sin excepción.
Las condiciones de la salvación establecidas por Cristo
Por motivo de que creemos que Jesucristo es el Redentor, también aceptamos Su autoridad para establecer las condiciones mediante las cuales podemos recibir la gracia de Cristo. De no ser así, no nos interesaría bautizarnos por los muertos.
Jesús confirmó que “estrecha es la puerta, y angosto el camino que lleva a la vida” (Mateo 7:14). Expresamente, dijo: “el que no naciere de agua y del Espíritu, no puede entrar en el reino de Dios” (Juan 3:5). Eso significa que debemos “arrepenti[rnos], y bautiza[rnos] cada uno… en el nombre de Jesucristo para perdón de los pecados; y recibir[ ] el don del Espíritu Santo” (Hechos 2:38).
A pesar de que fue sin pecado, Jesucristo mismo fue bautizado y recibió el Espíritu Santo; Él dijo: “A quien se bautice en mi nombre, el Padre dará el Espíritu Santo, como a mí; por tanto, seguidme y haced las cosas que me habéis visto hacer” (2 Nefi 31:12).
No se hacen excepciones; no se necesitan. Cuantos creyeren y se bautizaren —incluso por medio de un representante—, y perseveraren con fe hasta el fin serán salvos, “no sólo los que creyeron después que [Cristo] vino en la carne, en el meridiano de los tiempos, sino que… todos los que fueron desde el principio, sí, todos cuantos existieron antes que él viniese” (D. y C. 20:26). Por esa razón, el Evangelio también se predica “a los muertos, para que sean juzgados en carne según los hombres, pero vivan en espíritu según Dios” (1 Pedro 4:6).
La liberación de los muertos de la prisión
Las ordenanzas vicarias que efectuamos en los templos, comenzando por el bautismo, hacen posible el eslabón conexivo entre las generaciones, el cual cumple el propósito de la creación de la tierra. De hecho, sin esas ordenanzas, “toda la tierra sería totalmente asolada a [la] venida [de Cristo]” (D. y C. 2:3).
En las Escrituras, a veces se dice que los espíritus de los muertos están en tinieblas o encarcelados (véase Isaías 24:22; 1 Pedro 3:19; Alma 40:12–13; D. y C. 38:5). Al meditar en el maravilloso plan que Dios tiene para la redención de ésos, Sus hijos, el profeta José Smith escribió este salmo: “¡Regocíjense vuestros corazones y llenaos de alegría! ¡Prorrumpa la tierra en canto!¡Alcen los muertos himnos de alabanza eterna al Rey Emanuel que, antes de existir el mundo, decretó lo que nos habilitaría para redimirlos de su prisión; porque los presos quedarán libres!” (D. y C. 128:22).
Nuestro deber se extiende tan lejos y tan profundamente como el amor de Dios para abarcar a Sus hijos de toda época y de todo lugar. Nuestras labores en beneficio de los muertos dan elocuente testimonio de que Jesucristo es el divino Redentor de todo el género humano. Su gracia y Sus promesas llegan incluso a los que en vida no le hallan. Gracias a Él, los prisioneros en verdad quedarán libres.