Esperanza en las ordenanzas del Evangelio
Mi esposa me aseguró por teléfono que se sentía mejor y que todo iba a estar bien. Tres días después, todo cambió.
Nací y crecí en las Filipinas, donde conocí a Monina y me casé con ella. Nuestro hijo Mark nació allá también. A mediados de la década de los noventa, nos mudamos como familia a Saipán, una isla pequeña del Pacífico. Allí éramos miembros activos de otra iglesia, y yo de vez en cuando veía varones jóvenes que caminaban en pares por la isla, muy bien vestidos con camisa blanca y corbata. Sabía que eran misioneros Santos de los Últimos Días, pero no tenía ninguna intención de unirme a otra iglesia, así que cuando los veía venir, literalmente me daba media vuelta y corría en dirección contraria.
Mi actitud hacia los misioneros cambió cuando dos amigos, Mel y Soledad Espinosa, se bautizaron en la Iglesia. Ellos animaron a nuestra familia para que nos reuniéramos con los misioneros, lo que aceptamos hacer principalmente por curiosidad. Nos reunimos por primera vez en agosto de 2007, y, cuando los misioneros compartieron su mensaje, sentí algo poderoso: el corazón me latía aceleradamente y una sensación de cosquilleo me recorría todo el cuerpo. Después me enteré de que toda mi familia se había sentido inspirada y animada. En los meses que siguieron, lo que sentíamos se iba intensificando al aprender más sobre el evangelio de Jesucristo.
Más o menos al mismo tiempo que empezábamos a reunirnos con los misioneros, la energía de Monina empezó a decaer, y unos bultos extraños comenzaron a aparecerle en todo el cuerpo. La artritis se le recrudeció como nunca antes. Buscamos atención médica, pero ninguno de los exámenes que le hicieron nos dio respuesta alguna. Con el paso de los meses, su salud deterioró al punto que necesitó más cuidados médicos, y en diciembre, Monina viajó en avión a las Filipinas para consultar a los médicos allá. Yo me quedé en Saipán para seguir trabajando y para cuidar de nuestro hijo adolescente.
Antes de partir, Monina me dijo que quería bautizarse cuando regresara a Saipán, y además me dijo que siguiera escuchando a los misioneros aunque ella se fuera a perder algunas de las lecciones. Le prometí que Mark y yo lo haríamos.
Durante su estadía en las Filipinas, hablábamos con regularidad para mantenerme al tanto de las visitas al médico y para que ella se enterara de lo que aprendíamos acerca del Evangelio. Mi esposa me informó que cada día sentía menos dolor, y a mí me alegraba que la atención médica estuviera surtiendo efecto. A principios de enero de 2008, compré un pasaje de avión para ir a visitarla, pero ella estaba segura de que pronto iba a estar de regreso en Saipán y que no había necesidad de gastar dinero en ese viaje. Me dijo que me quería y que nos echaba de menos a nuestro hijo y a mí, pero me aseguró que todo iba a estar bien.
Tres días después murió repentinamente. La causa: una leucemia oculta. Mark y yo quedamos aturdidos y desconsolados. De inmediato viajamos a las Filipinas para el funeral, y después volvimos a Saipán. Fue la época más difícil de nuestra vida.
Sentí una tristeza muy profunda, tanto así que cada mañana me costaba salir de la cama. En un día bastante difícil, Mark me recordó algo que los misioneros nos habían enseñado como familia. Me dijo: “Papá, no llores tanto. Mamá está en un lugar de Dios. Está en el mundo de los espíritus”. Cuán agradecido me sentí de que un Dios justo hubiese brindado los medios para que Monina siguiera aprendiendo acerca del Evangelio y de que todos los que jamás hayan vivido tengan la oportunidad de aceptar o rechazar el evangelio de Jesucristo, ya sea en esta vida o en la venidera.
A medida que seguí aprendiendo las enseñanzas de Jesucristo, me di cuenta de que el Padre Celestial había proporcionado mucho más que eso: también hizo posible que ella recibiera las ordenanzas esenciales como el bautismo. Antes de irse a las Filipinas, mi esposa y yo habíamos empezado a hablar sobre la posibilidad de bautizarnos en La Iglesia de Jesucristo de los Santos de los Últimos Días. Aunque no pudo bautizarse en esta vida, el Padre Celestial no nos dejó sin esperanza.
Mark y yo enfrentamos varias pruebas en los meses siguientes. Después de regresar del funeral de mi esposa en las Filipinas, me despidieron del trabajo y vendí mi auto para pagar las cuentas del hospital de Monina. Además, Mark y yo tuvimos que adaptarnos a vivir sin ella. A pesar de la adversidad, mi hijo y yo hallamos esperanza en nuestra nueva fe, y en abril de 2008 nos bautizamos. En los meses posteriores, pude encontrar otro trabajo y pagar las cuentas del hospital. Mark y yo nos pusimos la meta de participar en la excursión de nuestra rama al Templo de Manila Filipinas para sellarnos como familia.
Después de ahorrar todo nuestro dinero extra y prepararnos espiritualmente, en mayo de 2009 Mark y yo viajamos al templo con nuestra rama. Al prepararnos para el viaje, vimos de cerca la mano destructiva del adversario y también el amor fortalecedor y edificante de nuestro Padre Celestial. Enfermé seriamente el día antes de la fecha programada para salir rumbo al templo. Algunos miembros tuvieron problemas inesperados de inmigración, y a otros les costó conseguir el pasaporte. Nuestros amigos que nos llevaron a conocer la Iglesia, los Espinosa, fueron despedidos de sus trabajos la semana en que teníamos planeado ir al templo y, para colmo de males, tres días antes de salir, un miembro de la presidencia de nuestra rama que iba a ir al templo por primera vez perdió a su padre por causa de una enfermedad repentina. Pero al final, el Señor nos fortaleció a cada uno e hizo posible que 42 miembros de la rama fuéramos al templo. Los que íbamos por primera vez éramos dieciséis.
El 13 de mayo de 2009 es un día que jamás olvidaré. Cuando llegué al templo, de inmediato desaparecieron el peso y el dolor de la muerte de mi esposa. Aunque al principio me sentí nervioso de ir al templo porque no sabía exactamente qué hacer ni a dónde ir, me impresionó el espíritu de paz y tranquilidad que sentí al entrar en su interior. Era muy distinto a estar en las calles ajetreadas que estaban apenas del otro lado de las puertas del templo.
En el transcurso del día, mi experiencia en el templo se tornó aún más significativa y poderosa. En la mañana, participamos como rama en bautismos por los muertos. Al mirar lo que sucedía, me encontré pensando en mi esposa, que un año y medio antes había expresado el deseo de bautizarse. Entonces presencié la realización de ese deseo cuando una amiga se bautizó a favor de Monina.
La parte más importante de mi viaje, no obstante, sucedió más adelante cuando esa tarde entré al salón de sellamientos. Mi esposa y yo nos habíamos casado años antes, pero no lo habíamos hecho en el templo, por la autoridad del sacerdocio del Padre Celestial. Cuando murió mi esposa, pensé que la había perdido para siempre, pero al hablar con los misioneros, descubrí que en los templos las familias se pueden sellar por la eternidad.
Al entrar en el salón de sellamientos del Templo de Manila, me sentí sumamente conmovido. Desde que me bauticé, había sabido que las bendiciones del Evangelio eran reales, pero en ese instante verdaderamente fui testigo de su valor. Cuando Mark y yo nos arrodillamos en el altar para ser sellados como familia, sentí la presencia de mi esposa. Podía oír su voz, y era como si estuviese tomándola de la mano. Sentí la presencia de Monina con todo el sentimiento de mi corazón. Supe entonces que éramos una familia eterna.