Cómo lo sé
La verdad prevalecerá
¿Debía servir en una misión? La respuesta que recibí no dejaba duda alguna.
Me crié en una familia Santo de los Últimos Días activa, en Inglaterra, y era el octavo de diez hijos. Aunque nuestros fieles padres nos enseñaron el Evangelio y nos dieron buenos ejemplos, cuando tenía aproximadamente catorce años, empezó a resultarme difícil asistir a seminario matutino, ir a diferentes clases y charlas fogoneras y asistir a las actividades de los jóvenes. La mayoría de mis amigos no eran miembros de la Iglesia y sus normas eran muy diferentes a aquellas con las que yo había crecido.
Comencé a tomar malas decisiones, porque tenía muchos deseos de ser como mis amigos y disfrutar de la supuesta diversión de la que ellos participaban. A los quince años, estaba completamente inactivo en la Iglesia y, a medida que iba creciendo, mi vida era cada vez más mundana.
Sin embargo, al mismo tiempo empecé a sentir algo muy dentro de mi alma. La mente se me empezó a llenar con preguntas acerca del propósito de la vida y el destino del hombre. El mundo que conocía y que durante una época había amado se había convertido en un lugar muy oscuro, frío y solitario. Mi alma no estaba completamente satisfecha con lo que el mundo tenía para ofrecerme. Sentí que debía estar en otro lugar que no era mi ciudad; tenía la sensación de que tenía que hacer algo diferente con mi vida.
Después de llevar muchas semanas con estos sentimientos e ideas, resolví orar y pedir ayuda; era la primera vez que oraba después de mucho tiempo. Decidí esperar hasta la noche, cuando todos estuvieran durmiendo. Después de la oración, me quedé pensando y prestando atención, pero no ocurrió nada. Seguí haciendo lo mismo durante varias semanas, hasta que me di cuenta de lo siguiente: quizá Dios no iba a contestarme en seguida por la sencilla razón de que me había criado en el Evangelio, y, lamentablemente, nunca lo había apreciado realmente.
Una noche cambié de método: en vez de exigir una respuesta y esperar que el Señor me la proporcionara inmediatamente, le prometí al Señor que si me contestaba, sería misionero para servirlo a Él. Por primera vez, oré para saber si el Libro de Mormón, José Smith y las enseñanzas de la Iglesia eran verdaderos. Lo que sentí fue tan fuerte y a la vez me dio tanta paz que me hizo derramar lágrimas.
Recurrí a mi obispo, quien dio la casualidad que era mi hermano mayor, y le dije que quería servir en una misión. Estaba nervioso, pero sabía que, dado que el Señor había cumplido con Su parte del trato, yo tenía que cumplir con la mía. A mi obispo le corrían lágrimas por las mejillas mientras le relataba mi experiencia.
Luego empecé a salir con Kelly, una amiga que no era miembro de la Iglesia. Le conté de mis planes de servir en una misión. Kelly veía que había cambiado y se preguntaba cuál sería la razón, lo cual la llevó a escuchar las lecciones misionales y unirse a la Iglesia; yo tuve la oportunidad de bautizarla y confirmarla. A esa altura, me preguntaba si esa labor misional habría cumplido mi servicio al Señor. Luchaba con la idea de tener que irme y estaba decidido a orar para saber si lo correcto era dejar a Kelly y servir en una misión.
Escogí un lugar en los cerros, en un páramo llamado Saddleworth Dovestones, donde no me interrumpirían. Llevé algo para almorzar, las Escrituras y mi diario y me fui a escalar hasta la cima para ofrecerle los deseos de mi corazón a mi Padre Celestial. Mientras oraba, prestaba mucha atención para escuchar la respuesta, quizá un sentimiento de paz o un ardor en el pecho, pero no sentí nada.
Mientras caminaba de regreso, noté una serie de piedras en el suelo; estaban puestas con mucho cuidado y formaban las palabras “La verdad prevalecerá”. “Interesante”, pensé, pero nada más. Sin embargo, cuando se lo conté a mi madre, se limitó a decir: “Ésa es tu respuesta”.
Les contaré: cuando los misioneros Santos de los Últimos Días llegaron por primera vez a Inglaterra en 1837, comenzaron su labor en Preston. En aquella época la ciudad se encontraba en medio de una grandiosa celebración del reinado de la reina Victoria. Al bajar los misioneros de su carruaje, vieron un estandarte en lo alto que izaba, con llamativas letras doradas: “La verdad prevalecerá”.
Esa pasó a ser una frase muy usada en la Iglesia y apareció en diferentes publicaciones. Un élder, que daba un informe de su misión en Indiana, escribió una carta que se publicó en el periódico Times and Seasons, en 1841: “Aunque el Señor haya escogido a lo débil del mundo para predicar Su evangelio, la verdad prevalecerá y prosperará”1.
Confiando en el Señor, mandé los papeles para la misión. El día que cumplí veintiún años, junto con la correspondencia que recibí por mi cumpleaños, llegó mi llamamiento para servir en la Misión Inglaterra Londres Sur. Debido a los años que había pasado inactivo, seguía sintiéndome débil e inepto. Fue más adelante que comprendí lo que aquel misionero de tanto tiempo atrás había entendido: quizá el Señor escoja a lo débil del mundo para predicar Su evangelio, pero la verdad realmente prevalecerá y prosperará.
Con fe, fui al templo para recibir la investidura. Cuando salí del templo, me encontré con dos misioneros que habían servido en mi barrio local. Mientras hablábamos, les conté la experiencia que había tenido en aquel páramo. A uno de los élderes se le dibujó una gran sonrisa en el rostro y me explicó que, un día de preparación, él y su compañero habían subido hasta ese lugar y, en cierto momento, sintieron la impresión de que debían colocar algunas piedras en el costado de la colina con la conocida frase “La verdad prevalecerá”.
Al darnos cuenta de lo que había sucedido, comenzaron a corrernos lágrimas por las mejillas. Las personas que conocen el lugar saben que hay muchos kilómetros de senderos entre los páramos y, sin embargo, justo escogí el mismo lugar donde los misioneros habían colocado aquellas piedras. En ese preciso momento, supe que el Señor había contestado mi oración aquel día en los cerros.