¿Orarías conmigo?
Jonathan H. Bowden, Utah, EE. UU.
“Volveré en unos minutos”, dijo mi padre anfitrión tailandés mientras salía por la puerta delantera. Al menos creo que eso fue lo que dijo. Mi comprensión del tailandés no era muy buena.
Había vivido en Tailandia más o menos cuatro meses como voluntario de servicio a la comunidad y, aunque hablaba un tailandés básico, todavía tenía mucho que aprender. Acababa de cambiar de área, pero mi nueva familia anfitriona ya entendía que yo era miembro de La Iglesia de Jesucristo de los Santos de los Últimos Días. Me esforcé por explicar mis valores y hasta les di un Libro de Mormón en tailandés y un folleto de Para la Fortaleza de la Juventud.
Mientras esperaba a que mi padre anfitrión volviera a casa, me senté en la sala de estar y comencé a estudiar un libro de frases en tailandés. De repente recibí la fuerte impresión de invitarlo a orar conmigo. Se me había ocurrido pedírselo antes, pero la impresión nunca había venido de manera tan potente. Durante mi estancia en Tailandia había compartido el Evangelio en muchas ocasiones, pero nunca le había pedido a nadie que orara conmigo.
Mi padre anfitrión y yo teníamos una buena relación. Yo hasta le llamaba “Papá”, lo cual él parecía apreciar. Me sentía animado y a la vez nervioso. ¿Y si me decía que no? ¿Y si se sentía incómodo conmigo durante el resto de mi estancia con su familia? ¿Debía arriesgarme a arruinar nuestra relación? Para empeorar las cosas, yo no sabía cómo orar en tailandés. Ni siquiera sabía suficiente tailandés como para pedirle que orara, así que le pedí a mi Padre Celestial que me ayudara.
Al cabo de un rato oí el fuerte golpe de la verja al cerrarse. Cuando mi padre anfitrión entró, me saludó y anunció que se iba a acostar. Me di cuenta de que no podía dejar pasar esa oportunidad. En cuanto abrí la boca para hablar, de inmediato supe qué decir y cómo decirlo en tailandés.
“Papá, en América solía orar con mi familia, y lo echo mucho de menos. ¿Oraría conmigo?”. Su respuesta me sorprendió.
“Jon”, respondió él, “claro que sí. Enséñame cómo”.
Le expliqué en tailandés lo que es la oración, pero decidí decir mi oración en inglés. Yo sabía que Dios estaba escuchando y sabía que mi padre anfitrión sentía el Espíritu. Los ojos se me llenaron de lágrimas cuando al término de mi oración él siguió con un “amén”.
No puedo expresar con palabras el gozo y el amor que sentí por mi padre anfitrión y por mi Padre Celestial. Aquella experiencia me dio confianza y me condujo a más experiencias de compartir el Evangelio con los demás. Lamentablemente, mi familia anfitriona nunca aceptó mi invitación de asistir a la rama local, pero sé que el conocimiento que compartí con ellos los beneficiará tarde o temprano.
Aunque no siempre veamos los frutos de nuestro trabajo en esta vida, aprendí que sembrar las semillas del Evangelio puede bendecir al menos una vida: la propia. Y en el tiempo del Señor, esas semillas tal vez bendigan la vida de otras personas.