Hablamos de Cristo
Amar a mis enemigos
Yo conocía el mandamiento del Señor de amar a los demás, incluso a nuestros enemigos; pero al mirar al soldado, no sentí amor por él.
Me crié en un país que estaba bajo ocupación. Los soldados de las fuerzas de ocupación no trataban bien a la gente: arrestaron, golpearon, hirieron e incluso mataron a muchas personas de mi ciudad sin motivo aparente. Un día, cuando yo tenía dieciséis años, los soldados se presentaron en la universidad a la que yo asistía; le dispararon a uno de los estudiantes en la cabeza y por dos horas no permitieron que fuese llevado al hospital. Ese día nació en mi corazón el odio hacia esos soldados; no podía perdonarles el dolor que le causaban a mi gente y no podía olvidar la imagen de ese estudiante.
Cuando me uní a la Iglesia a los veinticinco años, era difícil ir a la capilla debido a los puestos de vigilancia, a los toques de queda y a otras restricciones que se nos imponían para viajar. Tenía que arriesgar la vida para salir a escondidas a fin de tomar la Santa Cena y estar con otros Santos de los Últimos Días. Era difícil ser el único miembro de la Iglesia en mi familia y en mi pueblo. Quería estar con los miembros de la Iglesia, pero, casi cada semana, los soldados me negaban el paso.
Un día de reposo, cuando trataba de pasar la caseta de vigilancia, el soldado me dijo que no se me permitía salir y me exigió que regresara a casa. Lo miré y recordé las palabras del Salvador: “Amad a vuestros enemigos” (véase Mateo 5:43–44).
En ese momento me di cuenta de que yo no amaba a ese soldado. El odio que sentía cuando era adolescente había desaparecido después de unirme a la Iglesia, pero no amaba a mis enemigos. El Salvador Jesucristo nos dio ese mandamiento; sin embargo, mi corazón no podía amar a esos soldados de las fuerzas de ocupación. Eso me molestó por varios días, especialmente porque en ese tiempo me estaba preparando para ir al templo.
Un día, leí el siguiente pasaje de las Escrituras: “…pedid al Padre con toda la energía de vuestros corazones, que seáis llenos de este amor que él ha otorgado a todos los que son discípulos verdaderos de su Hijo Jesucristo” (Moroni 7:48). Sentí que Mormón se dirigía personalmente a mí y que me estaba mostrando cómo amar.
Decidí pedirle ayuda al Padre Celestial. Ayuné y oré a fin de recibir ayuda para amar a mis enemigos. Durante varios días no sentí ningún cambio, pero no me di cuenta de que mi Padre Celestial me estaba cambiando gradualmente el corazón. Aproximadamente un año después, cuando trataba de pasar por una de las casetas de vigilancia, el soldado me dijo que no se me permitía entrar; esa vez me sentí diferente. Al mirarlo a los ojos, sentí un amor asombroso por él; sentí lo mucho que el Padre Celestial lo amaba y lo vi como un hijo de Dios.
Ahora sé, al igual que Nefi, que el Señor nunca da mandamientos sin prepararnos la vía para que cumplamos lo que nos ha mandado (véase 1 Nefi 3:7). Cuando Cristo nos mandó amar a nuestros enemigos, Él sabía que con Su ayuda era posible. Él nos puede enseñar a amar a los demás si tan sólo confiamos en Él y aprendemos de Su gran ejemplo.