Solo para versión digital
Juntos somos mejores
Veremos con más claridad cuando nos demos cuenta de que nuestra perspectiva resulta limitada si no contamos con la perspectiva de los demás.
Me uní sola a la Iglesia en el centro de California, EE.UU., cuando era adolescente, y en los más de veinte años transcurridos desde entonces, siempre he sido la única persona de raza negra en mi barrio o una de las muy, muy pocas. En lo referente a mi raza, he tenido algunas experiencias difíciles, incluso en la Iglesia. Afortunadamente, tengo un testimonio de que Dios me ama y de que hay un lugar para todos nosotros en Su reino.
Ser diferente es difícil.
Lo ideal es que la Iglesia sea un lugar de refugio para nosotros cuando nos encontramos en dificultades y necesitamos el apoyo y la hermandad de las personas que comparten nuestros valores. Sin embargo, esa sensación de seguridad y apoyo puede desaparecer si te sientes excluida por tus diferencias. Ser diferente puede resultar duro, y es complicado describírselo a alguien que no haya pasado por eso.
Aunque los líderes de la Iglesia hayan llamado “a todas las personas a abandonar las actitudes y acciones de prejuicio hacia cualquier grupo o individuo”1, hay quienes todavía no han aprendido a hacerlo. Fui testigo de ello cuando era una joven adulta soltera y me preguntaba si esa era la razón por la que ninguno de los chicos estaba interesado en salir conmigo y si alguna vez tendría la oportunidad de casarme en el templo debido a ello. Lo veo ahora cuando alguien en la Iglesia hace un comentario inapropiado sobre la raza que hace que me sienta señalada, como si se pusiera en cuestión mi valía delante de todos; y si nadie se pronuncia para corregir esa falsa doctrina, me corresponde a mí hacerlo sola.
Es incómodo que me miren fijamente, que me acaricien el pelo sin permiso o que me ignoren. Y cuando intento hablar de esas cosas, me duele profundamente que personas a las que quiero, y en las que confío, me digan que me lo estoy inventando, que soy demasiado sensible o que me comporto como una víctima.
¿Por qué compartimos, tanto yo como otras personas, estas dolorosas experiencias? Es porque quiero formar parte de la familia de mi barrio. Porque veo lo mucho que podría contribuir si se me diera la oportunidad, pero me siento como si estuviera en la periferia de la vida de la Iglesia, y no completamente protegida en el refugio que todos necesitamos. Es porque con un mayor entendimiento mutuo, podemos ser mucho mejores juntos.
La diversidad puede fortalecernos
“Dios no hace acepción de personas” (Hechos 10:34). Dios ama a todos Sus hijos (véase Juan 3:16) y quiere atraernos a todos hacia Él (véase 2 Nefi 26:24).
El presidente Russell M. Nelson nos ha recordado que “Dios no ama a una raza más que a otra”2.
Nuestras diferencias no son algo que debamos simplemente pasar por alto. Son una parte importante del plan de Dios. Pablo enseñó:
“Pero ahora Dios ha colocado los miembros, cada uno de ellos, en el cuerpo, como él quiso […].
“Ni el ojo puede decirle a la mano: No te necesito”(véase 1 Corintios 12:17–21).
Cada uno de nosotros es el resultado de innumerables elecciones y experiencias que han dado forma a nuestra particular visión del mundo, y hay belleza y fortaleza en nuestras diferencias.
Nuestra diversidad nos hace mejores, no solo porque todos tenemos diferentes puntos fuertes, sino porque tenemos que trabajar unidos para ser bendecidos por esas fortalezas. De hecho, nuestras diferencias nos ayudan a aprender y a crecer mientras avanzamos juntos, preparándonos para cuando Cristo venga de nuevo.
¿Por dónde empezamos?
Trabajar juntos para alcanzar mayor unidad no siempre será fácil. Requiere que seamos lo suficientemente humildes como para reconocer las perspectivas diferentes, aprender de aquellos que son diferentes a nosotros y cambiar si descubrimos que nos hemos equivocado.
Podemos lograrlo ampliando nuestro círculo de amigos y buscando perspectivas adicionales por medio de recursos de confianza. Es preciso escuchar a aquellos que percibimos como diferentes a nosotros y considerar que sus experiencias son válidas. Para entendernos unos a otros, tenemos que escucharnos. En un ensayo para la Iglesia, Darius Gray dijo: “Si nuestra mira sincera fuera dejarles compartir su vida, sus historias, sus esperanzas y sus dolores, no solo obtendríamos una mayor comprensión, sino que esa práctica contribuiría en gran medida a sanar las heridas del racismo”3.
Quiero dar a la gente la oportunidad de conocerme, así que trato de ser franca, honrada y amable con todos los que conozco. Trato de iniciar amistades invitando a la gente a comer y entablar conversaciones. Intento crear espacios seguros para la sinceridad, la vulnerabilidad y el amor, y dedico tiempo a otras personas de la misma manera que espero que ellas me dediquen tiempo a mí. Trato de ser la amiga que quiero tener, lo que incluye intentar comprender las experiencias que otros han tenido aunque no las comparta.
Me he sentido visible e incluida por medio de sencillos actos de bondad y por personas que me han tendido una mano. Me siento incluida cuando las personas se esfuerzan por tener una verdadera conversación conmigo, me dedican tiempo o me invitan a pasar tiempo con ellos. Tengo una agradable sensación cuando las personas demuestran que quieren estar cerca de ti.
Podemos ser más
El élder Quentin L. Cook, del Cuórum de los Doce Apóstoles, dijo: “Unidad y diversidad no son cosas opuestas. Podemos lograr una mayor unidad a medida que fomentamos un ambiente de inclusión y respeto por la diversidad”4.
Cuando decidimos dedicar tiempo a comprender las experiencias de vida de los demás —aunque no nos resulte fácil hacerlo— y decidimos trabajar juntos para utilizar lo que se nos ha dado para servir al Señor y a nuestros semejantes, somos mucho más que la suma de las partes.