2022
El voluntariado y la calidad de nuestro servicio en la Iglesia
Octubre de 2022


Sección doctrinal

El voluntariado y la calidad de nuestro servicio en la Iglesia

Cuando tenía trece años, estudiaba en un colegio salesiano, y don Antonio, uno de mis profesores, me preguntó si quería ir al seminario y estudiar para ser sacerdote; supongo que me estaba hablando de parte de los “padres salesianos”.

Los seminaristas, después de un curso de introducción a la carrera eclesiástica, estudiaban dos años de Filosofía y tres años de Teología, con los que obtenían el título de Bachiller en Teología, y solían terminar su formación con una etapa pastoral en una parroquia; de esa forma se preparaban durante unos siete años para el ministerio sacerdotal, y eso era lo que me esperaba a mí si aceptaba la propuesta de mi profesor; pero mi padre era anticlerical, y como no habría aprobado esa decisión, tuve que dejar pasar esa oportunidad o posibilidad.

A mí me habría gustado ser sacerdote en aquella etapa de mi vida religiosa católica, pero tuve que esperar siete años para serlo, y no para estudiar en un seminario de la Iglesia católica, sino para conocer La Iglesia de Jesucristo de los Santos de los Últimos Días, y recibir en ella el sacerdocio; no como un sacerdote profesional asalariado dedicado en exclusiva al sacerdocio, sino como un sacerdote en régimen de voluntariado no remunerado en lo que se conoce como “clero laico”, y no soltero con el voto del celibato, sino casado y con una profesión con la que servir en la sociedad y mantener a mi familia, dedicando mi tiempo libre a servir en la Iglesia.

En aquel colegio salesiano, yo estaba encargado de dirigir el rezo del Santo Rosario y de ayudar en la misa diaria como monaguillo, pero al no poder seguir la carrera eclesiástica, y tener que dejar el colegio en mi camino a la universidad, todo aquello quedó atrás.

Pero yo seguía siendo católico y practicante; y con la nostalgia de no haber podido ser sacerdote, iba a misa por las mañanas los domingos y fiestas de guardar, como mandaba la Santa Madre Iglesia. Cuando llegaba a esas horas tempranas para oír misa, la iglesia estaba casi vacía y, viendo al sacerdote solo en el altar, me habría gustado que me hubiera invitado a ayudarle, pero tenía que conformarme con ser sujeto pasivo del culto dominical, junto con los demás feligreses.

Al cumplir diecinueve años, dos misioneros de La Iglesia de Jesucristo de los Santos de los Últimos Días me enseñaron el evangelio de Jesucristo. Estudié con ellos cuatro meses y, cuando decidí bautizarme, se lo dije a mi padre, con quien yo trabajaba de albañil mientras me preparaba para entrar en la universidad y, como aquello no suponía ningún cambio en mi vida familiar, no se opuso a mi decisión, y el 30 de enero de 1971 me bautizaron.

Después de bautizarme, me dieron el sacerdocio, primero de Aarón y después de Melquisedec; por tanto, ya era sacerdote, y sin necesidad de hacer estudios previos, solo las lecciones de aquellos dos jóvenes misioneros, algo que parecería insuficiente en comparación con la preparación que recibían los sacerdotes católicos. Pero la formación vendría después, de una manera paulatina y completamente diferente a lo esperado.

Yo había terminado el curso preuniversitario y estaba preparándome para entrar en la Universidad Complutense de Madrid; y tenía un problema: no sabía qué carrera estudiar. Y en aquella época tan importante para mi futuro profesional, pidieron al joven Patrick Graff que enseñara en la rama el llamado Curso de Desarrollo del Maestro, y me incluyeron en el grupo de los alumnos. Disfruté tanto de aquella experiencia que descubrí mi vocación profesional y me matriculé en Ciencias de la Educación. Desde entonces, casi todos mis llamamientos en la Iglesia han estado relacionados con la enseñanza y sirvieron de complemento necesario para mis estudios en la universidad. Ese fue el principio de mi formación como sacerdote de la Iglesia de Jesucristo.

El siguiente paso en mi formación tuvo que ver con la música y los himnos. Las misioneras de aquella época en Madrid se dieron cuenta de que no había personas preparadas para dirigir los himnos que se cantaban en todas las reuniones. Por tanto, aquellas misioneras se ofrecieron para enseñarnos a dirigir los himnos; a mí me incluyeron en uno de los grupos y, aunque no sabía nada de solfeo, aprendí a dirigir himnos, y desde entonces he estado preparado para hacerlo cuando me lo piden. También había en la Escuela Dominical un tiempo dedicado a los “himnos de práctica”. Y así nos preparaban para dirigir y cantar los himnos.

Otra de las necesidades de la rama era enseñar a los miembros a dar discursos, porque todos los domingos, excepto los primeros domingos de mes dedicados a compartir el testimonio, la presidencia de la rama tenía que asignar los discursos de las reuniones sacramentales. Y se organizaban cursos de oratoria para enseñarnos a discursar, puesto que ninguno tenía ni experiencia ni preparación para hablar en público. También había en la Escuela Dominical un tiempo llamado “discursos de dos minutos y medio”, que ayudaba a los miembros a prepararse para discursar en la reunión sacramental.

Como la Iglesia funciona con voluntariado, todos los bautizados pueden recibir llamamientos o asignaciones de enseñar, discursar, dirigir himnos y reuniones y otras responsabilidades sin haber recibido la capacitación necesaria, y esto influye por fuerza en la calidad de las reuniones y en la impresión que se llevan las personas que nos visitan.

Recuerdo que en aquellos primeros años de la Iglesia, mi querido amigo y hermano Paco Ovejero dijo que había invitado a su padre a una reunión sacramental, y que su padre se marchó decepcionado después de haber escuchado a algunos miembros de la rama dar los discursos de la reunión, diciendo: “Me gusta más cómo da los sermones mi párroco”.

Y tenía razón al decir que su párroco, después de haber pasado por el seminario para ser un sacerdote profesional, estaba mejor preparado para dar discursos y para las demás actividades del culto dominical; pero la diferencia entre el clero profesional de la Iglesia católica y el voluntariado de la Iglesia de Jesucristo está en que, en el primero, el sacerdote lo hace todo, y como los feligreses son testigos pasivos de lo que se hace en la Iglesia, la calidad de las reuniones se logra a costa de la falta del aprendizaje y desarrollo de los feligreses; mientras que en el sistema del voluntariado de la Iglesia de Jesucristo, en el que todos participan, la organización y el funcionamiento de la Iglesia no son un fin, sino un medio para el desarrollo y perfeccionamiento de la congregación; la calidad puede ser menor porque se pone al servicio del progreso de todos, no solo de uno.

Pero es muy importante entender que una iglesia que funciona con un voluntariado no profesional debe ser necesariamente una iglesia con un programa de capacitación para los miembros de su congregación. Que los miembros de la Iglesia reciban el sacerdocio o se los llame a servir en puestos de responsabilidad sin estudios previos no significa que la imposición de manos sea suficiente para que ejerzan su oficio o llamamiento de forma apropiada; y tampoco quiere decir que, porque no seamos profesionales ni nos paguen un sueldo por servir, no importe la forma como sirvamos, y que todo valga.

Los dirigentes tienen que aprender a dirigir, los maestros tienen que aprender a enseñar, los discursantes tienen que aprender a hablar en público y a compartir sus testimonios de forma apropiada, y todos deben aprender a comportarse de forma reverente en las reuniones y a entender el significado y el valor de las diferentes actividades de culto; y esto requiere capacitación y sentido de la responsabilidad.

La presidencia de estaca tiene la responsabilidad de capacitar a los obispados en el cumplimiento de sus deberes, y los obispados tienen la responsabilidad de capacitar a los miembros de su barrio a servir y cumplir adecuadamente con los llamamientos que hacen, las asignaciones que dan y las responsabilidades que delegan. De lo contrario, el voluntariado se puede convertir en un obstáculo, más que en una ayuda para la Iglesia, en la retención, activación y conversión, porque debilitará a los miembros activos, no traerá de vuelta a los menos activos y hará que las personas que nos visiten se lleven una mala impresión de lo que vean, oigan y sientan en nuestras reuniones, y no tengan deseos de volver; y eso irá en detrimento de la obra misional y, por supuesto, quitará a los miembros el deseo de invitar a familiares, amigos y conocidos a las reuniones de la Iglesia.

Repito: una iglesia que funciona con voluntarios no profesionales debe ser una iglesia con un buen programa de capacitación de esos voluntarios, si queremos que la Iglesia cumpla su misión. La Restauración es algo sagrado y no debemos dejar que lo profano la devalúe.

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