Sección doctrinal
¿Obedecer por amor o por miedo?
Yo estudié desde los once a los catorce años en un colegio de Salesianos. Recuerdo los tres años pasados en sus aulas y a los buenos curas que nos enseñaban y cuidaban. Recuerdo a uno de esos sacerdotes, el Consejero creo que lo llamaban, alto y fornido, con su sotana negra. Todas las mañanas, se oía el sonido de la campanilla en su mano, que tocaba para anunciar el comienzo de las clases. Cuando estábamos todos en las aulas, se oía de vez en cuando el sonido de los campanillazos que recibían los que llegaban tarde.
Un día, por razones que no recuerdo, llegué tarde al comienzo de las clases. Entré de prisa en los soportales y cuando iba a subir a mi aula, apareció el sacerdote al fondo de la galería. Levantó la mano en la que tenía su campanilla y con el dedo índice me indicó que me acercara. Cuando estaba delante de él, agaché sumiso la cabeza, esperando el campanillazo. El sacerdote levantó la mano, haciendo como que iba a descargar la campanilla sobre mi cabeza, pero sucedió algo no esperado, me dio un golpecito cariñoso y me dijo: “Anda, entra”.
Han pasado sesenta años de aquella experiencia, pero no la he olvidado. Yo nunca llegaba tarde, pero aquel día sentí un profundo deseo de no volver a llegar tarde una segunda vez. Y seguro que no habría sentido lo mismo, si me hubiera golpeado con la campanilla.
No debemos infravalorar el poder del amor. Durante siglos, las iglesias cristianas han conectado la salvación con el miedo a Dios, y han usado el miedo al infierno como arma disuasoria contra el pecado y como el camino a la salvación. Y, al mismo tiempo que aquel buen Consejero mostró amor por mí, perdonando cariñosamente mi error, otros sacerdotes nos atormentaban con las penas del infierno, con la esperanza de que aquello nos apartara del pecado. Pero Jesús enseñó lo contrario, diciendo: “Si me amáis, guardad mis mandamientos” (Juan 14:15).
Ese es el gran secreto: ¡Obedecer por amor, no por miedo! El cariño de aquel Consejero me motivó a mejorar, pero no recuerdo que las amenazas con las penas del infierno ayudaran a ningún alumno a vivir virtuosamente. Esto es algo que todos debemos entender: en la escuela y en la familia, en la Iglesia y en el trabajo, y en la vida en general.